En distintas ocasiones tuve que engrasar el mío con vaselina, con crema para el cutis y hasta con tocino. Además, no teníamos faroles ni linternas. Creo que en todo nuestro sector no había nada parecido a una linterna eléctrica, y el sitio más cercano donde se podía conseguir una era Barcelona, y eso no sin dificultades.

A medida que transcurría el tiempo y los aislados disparos de fusil resonaban entre las colinas, comencé a preguntarme con creciente escepticismo si alguna vez ocurriría algo que proporcionara un poco de vida, o más bien un poco de muerte, a esa extravagante guerra. Luchábamos contra la pulmonía, no contra hombres. Cuando las trincheras están separadas por más de quinientos metros, nadie resulta herido si no es por casualidad. Desde luego, había bajas, pero en su mayoría no eran causadas por el enemigo. Si la memoria no me engaña, los primeros cinco heridos que vi en España debían sus lesiones a nuestras propias armas, y no quiero decir que fueran intencionadas, desde luego, sino producto de un accidente o descuido. Nuestros gastados fusiles constituían un verdadero peligro. Algunos de ellos dejaban escapar el tiro si la culata se golpeaba contra el suelo; vi un hombre con la mano atravesada por un proyectil a causa de este defecto. Y en la oscuridad, los reclutas novatos se tiroteaban continuamente entre sí. Cierta vez, cuando todavía no era noche cerrada, un centinela me disparó desde una distancia de veinte metros, y me erró por uno. Quién sabe cuantas veces la mala puntería española me salvó la vida. En otra ocasión, al salir de patrulla en medio de la niebla, tomé la precaución de avisar de antemano al jefe de la guardia. Al regresar, tropecé contra un arbusto; el centinela comenzó a gritar que los fascistas se acercaban y tuve el placer de oír al jefe de la guardia ordenar que dispararan sin demora. Por supuesto, me mantuve echado y las balas pasaron por encima sin lastimarme. No hay nada que pueda convencer a un español, sobre todo a un español joven, de que las armas de fuego son peligrosas. Cierta vez, poco después del episodio anterior, me encontraba fotografiando a unos soldados encargados de una ametralladora, que apuntaba directamente hacia mí.

—No tiréis —dije en tono de broma, mientras enfocaba la cámara.

—Oh no, no tiraremos.

Un segundo después oí fuertes estampidos y numerosas balas pasaron tan cerca de mi cara que unos granos de cordita me irritaron la mejilla. No hubo mala intención y a los milicianos les pareció una estupenda broma. Unos pocos días antes habían visto a un pobre conductor de mulas accidentalmente muerto de cinco balazos por un delegado político que hacía el payaso con una pistola automática.

Las difíciles contraseñas que la milicia utilizaba en esa época constituían otra fuente de peligros. Se trataba de complicadas consignas dobles en las cuales era necesario responder a una palabra con otra. Por lo general tenían un acento afirmativo y revolucionario, tal como cultura-progreso*, o seremos-invencibles*, y a menudo resultaba imposible conseguir que los centinelas analfabetos recordaran estas palabras altisonantes. Recuerdo que una noche la contraseña era Cataluña-heroica*, y un joven campesino de rostro redondo, llamado Jaime Doménech, se me acercó, muy desconcertado, y me pidió que le explicara:

—Heroica*… ¿Qué quiere decir heroica?

Le expliqué que era sinónimo de valiente. Poco después avanzaba tropezando por la trinchera a oscuras cuando el centinela le gritó:

—¡Alto! ¡Cataluña!*

—¡Valiente!* —respondió Jaime, seguro de recordar la palabra exacta.

¡Bang!

Afortunadamente, el centinela erró. En esta guerra, todo el mundo le erraba a todo el mundo, siempre que fuera humanamente posible.

IV

Hacía unas tres semanas que estábamos en el frente, cuando llegó a Alcubierre un contingente de veinte o treinta hombres enviados desde Inglaterra por el ILP[7], y como se decidió que los ingleses estuviéramos juntos en este frente, a William y a mí nos llevaron donde ellos. Nuestra nueva posición estaba situada en Monte Oscuro, varios kilómetros hacia el oeste y a la vista de Zaragoza.

La posición estaba encaramada en una especie de cresta afilada de piedra caliza, con cuevas cavadas horizontalmente en el risco como nidos de golondrinas. Aquéllas se prolongaban increíblemente en la roca, eran muy oscuras y tan bajas que no se podía recorrerlas ni siquiera de rodillas. En los picos situados a nuestra izquierda había otras dos posiciones del POUM, una de las cuales constituía un objeto de fascinación para todos los hombres de la línea de fuego, pues allí se encargaban de la cocina tres milicianas. Estas mujeres no eran precisamente hermosas, pero se consideró conveniente aislarlas de los hombres de otras compañías. Quinientos metros a nuestra derecha, en la curva orientada hacia Alcubierre, en el lugar donde el camino estaba en poder de los fascistas, había un puesto del PSUC. Por la noche podíamos ver las lámparas de nuestros camiones de abastecimiento provenientes de Alcubierre y, al mismo tiempo, las de los fascistas que venían de Zaragoza.