A unos veinte kilómetros hacia el sudoeste también Zaragoza era visible: una delgada hilera de luces como ojos de buey de un barco iluminado. Las tropas del gobierno la contemplaban en la distancia desde 1936, y siguen contemplándola todavía.
Nosotros éramos unos treinta (incluido Ramón, un español, cuñado de William), y además una docena de españoles encargados de las ametralladoras. Aparte de una o dos excepciones inevitables —como es bien sabido, la guerra atrae mucha gentuza— los ingleses constituían un grupo excepcionalmente bueno, tanto física como mentalmente. Quizá el mejor de todos era Bob Smillie, nieto del famoso dirigente minero, y que más tarde encontró una muerte tan perversa y absurda en Valencia. Dice mucho en favor del carácter español el hecho de que los ingleses y los españoles siempre se llevaran bien, a pesar de la dificultad idiomática. Descubrimos que todos los españoles conocían dos expresiones inglesas: una era «OK, baby»; y la otra, una palabra utilizada por las prostitutas de Barcelona en su trato con los marineros ingleses y que me temo que los cajistas se negarían a imprimir.
Una vez más, en el frente no ocurría nada, exceptuando alguna bala esporádica y, muy rara vez, el estrépito de un mortero fascista que nos hacía correr hasta la trinchera más alta para ver contra qué colina se estrellaban los proyectiles. Aquí el enemigo estaba algo más cerca, quizá a unos trescientos o cuatrocientos metros. La posición más próxima quedaba exactamente frente a la nuestra, con un nido de ametralladoras cuyas troneras muy a menudo nos tentaban a desperdiciar cartuchos. Los fascistas rara vez molestaban con disparos de fusil, pero enviaban en cambio nutridas ráfagas de ametralladora contra cualquier miliciano que se dejara ver. Con todo, transcurrieron más de diez días hasta que tuvimos nuestra primera baja. Las tropas situadas delante de nosotros eran españolas pero, según los desertores, había algunos oficiales alemanes sin mando. Tiempo atrás estuvieron también los moros —¡pobres diablos, cómo deben de haber sufrido el frío!—, pues en la tierra de nadie todavía quedaba el cadáver de un moro que constituía una de las curiosidades del lugar. Aproximadamente a dos o tres kilómetros a nuestra izquierda, la línea del frente se interrumpía y comenzaba una extensión de terreno, muy baja y cubierta de espesa vegetación, que no pertenecía ni a los fascistas ni a nosotros. Ambos bandos solían realizar allí patrullas diurnas. Aquello no estaba mal como entrenamiento para boy scouts. Yo nunca vi una patrulla fascista a una distancia menor de varios cientos de metros. Después de mucho reptar era posible atravesar en parte las líneas fascistas e incluso ver la granja donde ondeaba la bandera monárquica y que hacía las veces de cuartel general. De cuando en cuando disparábamos nuestras armas y luego nos poníamos a cubierto antes de que las ametralladoras nos pudieran localizar. Espero que hayamos roto al menos algunas ventanas, pero con tales fusiles y desde más de ochocientos metros uno no podía estar seguro de acertarle ni siquiera a una casa.
El tiempo casi siempre era frío y claro; a veces brillaba el sol al mediodía, pero siempre hacía frío. Por todas partes, sobre las laderas, se veían asomar los brotes verdes del azafrán o el lirio silvestre. La primavera se aproximaba, evidentemente, aunque con mucha lentitud. Las noches eran más frías que nunca. Durante la madrugada, cuando volvíamos de la guardia, solíamos reunir lo que quedaba del fuego de la cocina y nos parábamos sobre las brasas al rojo. Era malo para las botas, pero muy bueno para los pies. Sin embargo, había amaneceres en que el espectáculo de la aurora entre los cerros casi nos hacía alegrarnos de no estar en la cama a esas horas desapacibles. No me gusta la montaña, ni siquiera como espectáculo. Sin embargo, aunque uno hubiera estado despierto toda la noche, con las piernas adormecidas hasta la rodilla, y supiera que no había ninguna esperanza de comer durante otras tres horas, a veces valía la pena contemplar la aurora que surgía detrás de las colinas, las primeras estrechas vetas de oro que como espadas atravesaban la oscuridad, y luego la luz creciente y los mares de nubes carmesíes alargándose hasta distancias inconcebibles. En el curso de esa campaña vi amanecer más veces que durante toda mi vida anterior, y que en la que me queda, espero.
Nos faltaban hombres allí, lo cual significaba guardias más prolongadas y mucha más fatiga. Yo comenzaba a sentir la falta de sueño, que resulta inevitable incluso en la más tranquila de las guerras. Aparte de las guardias y las patrullas había constantes alarmas nocturnas.
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