Me declaré en huelga y exigí un vaso en cuanto vi cómo se usaba el porrón*. Para mi gusto, se parecían demasiado a los orinales de cama de vidrio, sobre todo cuando estaban llenos de vino blanco.

Poco a poco se iban proporcionando uniformes a los reclutas, pero, como estábamos en España, todo se hacía de manera fragmentaria, de modo que nunca se sabía bien qué había recibido cada uno, y varias de las cosas más necesarias, como cartucheras y cargas de municiones, no se distribuyeron hasta el último momento, cuando el tren aguardaba para llevarnos al frente. He hablado del «uniforme» de la milicia, lo cual probablemente produzca una impresión errónea. No se trataba en verdad de un uniforme: quizá «multiforme» sería un término más adecuado. La ropa de cada miliciano respondía a un plan general, pero nunca era por completo igual a la de nadie. Prácticamente todos los miembros del ejército usaban pantalones de pana, y allí concluía la uniformidad. Algunos usaban polainas de cuero o pana, y otros, botines de cuero o botas altas. Todos llevábamos chaquetas de cremallera, de las cuales unas eran de cuero, otras de lana y ninguna de un mismo color. Las clases de gorras eran casi tan numerosas como quienes las llevaban. Se acostumbraba adornar la parte delantera de la gorra con una insignia partidista y, además, casi todos llevaban un pañuelo rojo o rojinegro alrededor del cuello. Una columna de milicia en esa época ofrecía un aspecto realmente extraordinario. Las ropas se distribuían a medida que salían de una u otra fábrica y, a decir verdad, no eran malas teniendo en cuenta las circunstancias. Con todo, las camisetas y los calcetines eran prendas de un algodón malísimo, totalmente inútiles contra el frío. Me espanta pensar en lo que los milicianos deben de haber soportado durante los primeros meses, antes de que las cosas comenzaran a organizarse. Recuerdo haber leído un periódico de sólo un par de meses antes, en el cual uno de los dirigentes del POUM[3], después de una visita al frente, manifestó que trataría de que «todo miliciano tuviera una manta». Una frase capaz de producir escalofríos a quien ha dormido alguna vez en una trinchera.

Durante mi segundo día en los cuarteles se dio comienzo a lo que paradójicamente se llamaba «instrucción». Al principio hubo escenas de gran confusión. Los reclutas eran en su mayor parte muchachos de dieciséis o diecisiete años, procedentes de los barrios pobres de Barcelona, llenos de ardor revolucionario pero completamente ignorantes respecto a lo que significaba una guerra. Resultaba imposible conseguir que formaran en fila. La disciplina no existía; si a un hombre no le gustaba una orden, se adelantaba y discutía violentamente con el oficial. El teniente que nos instruía era un hombre joven, robusto y de rostro fresco y agradable. Había pertenecido al ejército y los modales y un elegante uniforme le hacían conservar el aspecto de un oficial de carrera. Resulta curioso que fuera un socialista sincero y ardiente. Insistía, aún más que los mismos soldados, en una completa igualdad social entre todos los grados. Recuerdo su dolorida sorpresa cuando un recluta ignorante se dirigió a él llamándolo «señor»*. «¡Qué! ¡Señor!* ¿Quién me llama señor*? ¿Acaso no somos todos camaradas?» No creo que esto facilitara su tarea.

En realidad, los reclutas novatos no recibían adiestramiento militar alguno que pudiera servirles para algo. Se me había dicho que los extranjeros no estaban obligados a tomar parte en la «instrucción» (observé que los españoles tenían la conmovedora creencia de que todos los extranjeros sabían más que ellos sobre asuntos militares), pero, naturalmente, me presenté junto con los demás. Sentía gran ansiedad por aprender a utilizar una ametralladora; era un arma que nunca había tenido oportunidad de manejar. Con desesperación descubrí que no se nos enseñaba nada sobre el uso de armas. La llamada instrucción consistía simplemente en ejercicios de marcha del tipo más anticuado y estúpido: giro a la derecha, giro a la izquierda, media vuelta, marcha en columnas de a tres, y todas esas inútiles tonterías que aprendí cuando tenía quince años.