Era una forma realmente extraordinaria de adiestrar a un ejército de guerrillas. Evidentemente, si se cuenta con sólo pocos días para adiestrar a un soldado, deben enseñársele las cosas que le serán más necesarias: cómo ocultarse, cómo avanzar por campo abierto, cómo montar guardia y construir un parapeto y, por encima de todo, cómo utilizar las armas. No obstante, esa multitud de criaturas ansiosas que serían arrojadas a la línea del frente casi de inmediato no aprendían ni siquiera a disparar un fusil o a quitar el seguro de una granada. En esa época ignoraba que el motivo de este absurdo era la total carencia de armas. En la milicia del POUM la escasez de fusiles era tan desesperante que las tropas recién llegadas al frente no disponían sino de los fusiles utilizados hasta ese momento por las tropas a las que relevaban. En todos los Cuarteles Lenin creo que no había más fusiles que los utilizados por los centinelas.

Al cabo de unos pocos días, aunque seguíamos siendo un grupo caótico de acuerdo con cualquier criterio sensato, se nos consideró aptos para aparecer en público. Por las mañanas nos dirigíamos hasta los jardines de la colina situada más allá de la Plaza de España, que todas las milicias de partido, además de los carabineros y los primeros contingentes del recientemente formado Ejército Popular compartían para su adiestramiento. Allí, el espectáculo resultaba extraño y alentador. En cada sendero y en cada callejuela, entre los ordenados arriates de flores, se veían escuadras y compañías de hombres que marchaban erguidos de un lado para otro, sacando pecho y tratando desesperadamente de parecerse a soldados. Todos ellos carecían de armas y ninguno tenía el uniforme completo, aunque en la mayoría podía reconocerse fragmentariamente el atuendo del miliciano. Durante tres horas trotábamos de un lado a otro (el paso de marcha español es muy corto y rápido), luego nos deteníamos, rompíamos filas y nos lanzábamos sedientos sobre una pequeña tienda de ultramarinos, a media cuesta, que estaba haciendo una fortuna vendiéndonos vino barato. Los españoles se mostraban cordiales conmigo. Dada mi condición de inglés, yo constituía una especie de curiosidad, y los oficiales de Carabineros estaban por mí y me pagaban la bebida. Mientras tanto, siempre que se me presentaba la oportunidad acorralaba a nuestro teniente y le pedía a gritos que me instruyera en el uso de una ametralladora. Solía sacar del bolsillo mi diccionario luego y lo asediaba en mi execrable español:

—Yo sé manejar fusil. No sé manejar ametralladora. Quiero aprender ametralladora. ¿Cuándo vamos aprender ametralladora?*

La respuesta era invariablemente una sonrisa cansada y una promesa de que habría instrucción de ametralladoras «mañana»*. Por supuesto, «mañana»* nunca llegaba. Transcurridos varios días, los reclutas aprendieron a marcar el paso, a ponerse firmes casi de inmediato, pero apenas si sabían de qué extremo del fusil sale la bala. Cierta vez, un carabinero se acercó a nosotros mientras hacíamos un alto y nos permitió examinar el suyo. Resultó que, en toda mi sección, nadie, salvo yo, sabía siquiera cargar el arma y mucho menos apuntar con ella.

Durante ese tiempo yo tenía muchas dificultades con el idioma español. Además de mí, sólo había un inglés en los cuarteles, y nadie, ni siquiera entre los oficiales, sabía una palabra de francés. No sirvió para facilitarme las cosas el hecho de que, cuando mis compañeros hablaban entre sí, lo hicieran por lo general en catalán. Sólo podía desenvolverme llevando a todas partes un pequeño diccionario que sacaba del bolsillo en los momentos de crisis. Pero prefiero ser extranjero en España y no en cualquier otro país. ¡Qué fácil resulta hacer amigos en España! Al cabo de uno o dos días, había una veintena de milicianos que me llamaban por mi nombre de pila, me enseñaban secretos y triquiñuelas y me abrumaban con su amistad.

No escribo un libro de propaganda y no deseo idealizar la milicia del POUM. El sistema de la milicia presentaba serios fallos, y los hombres mismos dejaban mucho que desear, pues en esa época el reclutamiento voluntario comenzaba a disminuir y muchos de los mejores hombres ya se encontraban en el frente o habían muerto. Siempre había entre nosotros un cierto porcentaje de individuos completamente inútiles. Muchachos de quince años eran traídos por sus padres para que fueran alistados, evidentemente por las diez pesetas diarias que constituían la paga del miliciano y, también, a causa del pan que, como tales, recibían en abundancia y podían llevar a sus hogares.