Una vez más, la repetida historia del héroe vencedor: gritos y entusiasmo, banderas rojas y banderas rojinegras por doquier; multitudes cordiales cubriendo las aceras para echarnos una mirada, mujeres saludando desde las ventanas. ¡Qué natural parecía todo entonces!, ¡cuán remoto e improbable ahora! El tren estaba tan abarrotado que casi no quedaba lugar en el suelo, por no hablar ya de los asientos. En el último momento, la mujer de William vino corriendo por el andén y nos alcanzó una botella de vino y un poco de ese chorizo colorado que tiene gusto a jabón y produce diarrea. El tren se puso en movimiento lentamente y salió de Barcelona en dirección a la meseta de Aragón a la velocidad normal en tiempo de guerra, algo menor de veinte kilómetros por hora.
II
Barbastro, si bien muy alejada de la línea del frente, tenía un aspecto lúgubre y desolado. Grupos de milicianos de uniformes raídos vagaban por las calles de la ciudad tratando de preservarse del frío. En un muro ruinoso descubrí un cartel del año anterior en el que se anunciaba que «seis extraordinarios toros» serían matados en la arena tal día. ¡Qué tristes eran sus pálidos colores! ¿Dónde estaban ahora los toros y los toreros? Ya ni en Barcelona había corridas. Por algún extraño motivo, los mejores matadores eran fascistas.
Mi compañía fue enviada en camión a Siétamo, y luego hacia el oeste hasta Alcubierre, situada justo detrás del frente de Zaragoza. Siétamo había sido disputada tres veces antes de que los anarquistas terminaran por apoderarse de ella en octubre; la artillería la había reducido en parte a escombros y la mayoría de las casas estaban marcadas por las balas. Nos encontrábamos a quinientos metros sobre el nivel del mar. El frío era riguroso y densos remolinos de niebla parecían surgir de la nada. Entre Siétamo y Alcubierre, el conductor del camión se equivocó de camino (hecho corriente en la guerra) y anduvimos extraviados durante horas entre la niebla. Ya era de noche cuando llegamos a Alcubierre. A través de terrenos pantanosos, alguien nos guió hasta un establo de mulas, donde nos hicimos un hueco sobre las granzas y no tardamos en quedarnos dormidos. Las granzas son bastante buenas para dormir cuando están limpias, no tanto como el heno, pero siempre mejor que la paja. Por la mañana descubrí que el lugar estaba lleno de migas de pan, trozos de periódicos, huesos, ratas muertas y latas vacías.
Ya estábamos cerca del frente, lo bastante cerca como para sentir el olor característico de la guerra, según mi experiencia, una mezcla de excrementos y alimentos en putrefacción. Alcubierre no había sido bombardeada y su estado era mejor que el de la mayoría de las aldeas cercanas a la línea de fuego. Con todo, creo que ni siquiera en tiempos de paz sería posible viajar por esa parte de España sin sentirse impresionado por la miseria peculiar de las aldeas aragonesas. Están construidas como fortalezas: una masa de casuchas hechas de barro y piedras, apiñadas alrededor de la iglesia. Ni siquiera en primavera se ven flores. Las casas no tienen jardines, sólo cuentan con patios donde flacas aves de corral resbalan sobre lechos de estiércol de mula. El tiempo era malo, con niebla y lluvia alternadas. Con el agua y el tránsito los estrechos caminos de tierra se habían convertido en barrizales, en algunas partes de medio metro de profundidad, por los que las ruedas de los camiones patinaban a gran velocidad y los campesinos conducían sus desvencijados carros tirados por hileras de mulas, a veces de hasta seis animales cada una. El constante ir y venir de las tropas había reducido la aldea a un estado de mugre indescriptible. Ésta no tenía ni había tenido nunca algo similar a un retrete o un albañal. No había ni un solo centímetro cuadrado donde se pudiera pisar sin fijarse dónde se ponía el pie. Hacía ya mucho que la iglesia se utilizaba como letrina, y lo mismo ocurría con los campos en medio kilómetro a la redonda. Al evocar mis primeros dos meses de guerra, nunca puedo evitar el recuerdo de las costras de excrementos que cubrían los bordes de los rastrojos.
Transcurrieron dos días y aún no nos entregaban los fusiles. Después de visitar el Comité de Guerra y observar la hilera de orificios en la pared —orificios producidos por descargas de fusil, pues allí se ejecutó a varios fascistas— uno ya conocía todo lo que de interesante contiene Alcubierre. El frente estaba evidentemente tranquilo, pues venían muy pocos heridos.
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