El principal motivo de excitación fue la llegada de desertores fascistas, a quienes se traía bajo custodia. Muchas de las tropas enfrentadas a nosotros en esta parte del frente no eran en absoluto fascistas, sino desgraciados reclutas que estaban haciendo el servicio militar en el momento en que estalló la guerra y que sólo pensaban en escapar. Ocasionalmente, pequeños grupos de ellos trataban de llegar hasta nuestras líneas. Sin duda, muchos más lo habrían hecho si sus parientes no se hubieran encontrado en territorio fascista. Estos desertores eran los primeros fascistas «verdaderos» que yo veía. Me sorprendió que no hubiera entre ellos y nosotros ninguna diferencia, con la excepción de que usaban monos de color caqui. Siempre llegaban muertos de hambre, lo cual era bastante natural después de estar ocultos uno o dos días en tierra de nadie, pero en cada oportunidad se señalaba ese hecho con tono triunfal como prueba de que las tropas enemigas estaban famélicas. Y en cierto modo constituían un espectáculo penoso: un muchacho alto, de unos veinte años, de piel muy curtida por el viento, con la ropa convertida en harapos, en cuclillas junto al fuego, engullía un plato de estofado a una velocidad desesperada, mientras sus ojos recorrían nerviosamente el círculo de milicianos que lo observaban. Seguía creyendo, supongo, que éramos «rojos» sedientos de sangre y que lo fusilaríamos en cuanto hubiera terminado de comer. El miliciano armado que lo vigilaba le acariciaba el hombro tranquilizadoramente. En cierto día memorable, quince desertores llegaron de una sola tanda. Un individuo, montado en un caballo blanco, los conducía triunfalmente a través de la aldea. Me las ingenié para sacar una fotografía que resultó bastante borrosa y que más tarde me robaron.

En nuestra tercera mañana en Alcubierre llegaron los fusiles. Un sargento de rostro rudo y amarillento los distribuyó en el establo de mulas. Estuve a punto de desmayarme cuando vi el trasto que me entregaron. Era un máuser alemán fechado en 1896; ¡tenía más de cuarenta años! Estaba oxidado, tenía la guarnición de madera rajada y el cerrojo trabado y el cañón corroído e inutilizable. La mayoría de los fusiles eran igual de malos, algunos de ellos incluso peores, y no se hizo el menor intento de asignar las mejores armas a los hombres que sabían utilizarlas. El más eficaz de los fusiles, de sólo diez años de antigüedad, fue entregado a una bestezuela de quince años a quien todos conocían como el «maricón». El sargento dio cinco minutos de una «instrucción» que consistió en explicar cómo se carga el fusil y cómo se desarma el cerrojo. Muchos de los milicianos nunca habían tenido un fusil en las manos, y supongo que muy pocos sabían para qué servía la mira. Se distribuyeron cartuchos, cincuenta por hombre; luego formamos fila, nos colocamos las mochilas a la espalda y partimos hacia el frente, situado a unos cinco kilómetros.

La centuria*, ochenta hombres y varios perros, avanzó desordenadamente por la carretera. Cada compañía de la milicia contaba por lo menos con un perro en calidad de mascota. El desgraciado animal que marchaba con nosotros tenía marcadas a fuego las iniciales POUM en letras enormes, y trotaba a nuestra vera como si tuviera conciencia de que su aspecto no era del todo normal. A la cabeza de la columna, junto a la bandera roja, el robusto comandante belga, Georges Kopp, montaba un caballo negro; un poco más adelante, un jovenzuelo de la milicia montada hacía caracolear su caballo, subiendo al galope todas las cuestas y adoptando actitudes pintorescas en las partes más altas. Los espléndidos corceles de la caballería española, capturados en grandes cantidades al comienzo de la revolución, fueron entregados a los milicianos, pero éstos parecían empeñados en conducirlos a una rápida muerte por agotamiento.

La carretera avanzaba entre campos yermos y amarillos, intactos desde la cosecha del año anterior. Ante nosotros se levantaba la sierra baja situada entre Alcubierre y Zaragoza. Ya nos acercábamos al frente, a las granadas, las ametralladoras y el barro. Secretamente, sentía miedo. Sabía que la línea estaba tranquila en ese momento, pero, a diferencia de la mayoría de los hombres que me rodeaban, tenía edad suficiente como para recordar la Gran Guerra, aunque no bastante como para haber luchado en ella. Para mí la guerra significaba estruendo de proyectiles y fragmentos de acero saltando por los aires; pero, por encima de todo, significaba lodo, piojos, hambre y frío.