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DOS MIL PARACAÍDAS

La nave insignia de Kantos Kan escapó de la aniquilación del primer golpe del gigante. La maza de la criatura falló en su golpe contra la nave por pocos metros.

Desde su posición sobre el malagor, John Carter y Dejah Thoris podían ver cómo muchas naves giraban hacia las montañas. Otras, sin embargo, no fueron tan afortunadas.

Atrapadas por el vendaval levantado por la gigantesca maza del gigante en su salvaje acometida, las naves quedaron fuera de control, girando y bamboleándose locamente.

Una y otra vez el tremendo árbol cortó el aire mientras el gigante lo hacía girar golpe tras golpe, destruyendo las indefensas naves.

—Kantos Kan reordena la flota —gritó John Carter sobre el fragor de la batalla, mientras los combatientes reanudaban en el suelo la batalla con inusitada violencia.

—¡Las naves regresan! —gritó la princesa—. ¡Se dirigen hacia esa espantosa criatura!

—Están abriendo su formación —replicó Carter—. Kantos Kan intenta rodear al gigante.

—¿Pero por qué?

—Observa. Le está dando a Pew Mogel de su propia medicina.

La vasta flota de naves de Helium disparaba desde todos los lados. Otras picaban desde arriba, y cuando se aproximaban a su enorme blanco los tiradores dejaban caer un verdadero diluvio de balas y rayos en el cuerpo del gigante.

Dejah Thoris suspiró con alivio.

—No podrá aguantar durante mucho tiempo.

Sin embargo, John Carter meneó la cabeza con tristeza mientras el gigante atacaba a las naves con renovada furia.

—Creo que no es así. Ni siquiera los rayos sirven contra esa criatura. Su cuerpo fue imbuido del suero que Ras Thavas descubrió. Corre a través de sus tejidos y los reconstruye inmediatamente con increíble poder y velocidad, reemplazando todo lo que queda destruido o quemado.

—¿Quieres decir que ese grotesco monstruo jamás podrá ser destruido? —le preguntó Dejah Thoris aterrorizada.

—Es probable que viva y crezca para siempre —replicó el terrestre—. Sólo algo drástico podría acabar con él…

Un repentino fuego de determinación brillo en los ojos grises como el acero del terrestre.

—Hay un medio para detenerle, mi princesa, y salvar a tu pueblo…

Un arriesgado plan se había formado en la mente de Carter. Acostumbrado a actuar rápidamente en impulsos repentinos. Ordenó a su malagor bajar cerca de la cabeza de Tars Tarkas.

Al saber que la batalla no tenía esperanza, el guerrero verde combatía furiosamente desde su gran thoat.

—Ordena a tus hombres que regresen a las montañas —gritó Carter a su viejo amigo—. Esconderos y reorganizaros y esperad mi regreso.

La siguiente media hora encontró a John Carter y a la joven en el buque insignia de Kantos Kan. La gran flota heliumita se había retirado a las montañas para reagruparse y volver al ataque. Todos los capitanes eran conscientes de la futilidad de la batalla contra el indomable gigante. Aun así, todos estaban dispuestos a luchar hasta el fin por su nación y por su princesa, recientemente rescatada. Después de abordar la nave liberaron al gran malagor que les había servido tan fielmente. Kantos Kan se arrodilló enfervorecido ante la princesa y le dio la bienvenida a su viejo amigo.

—Saber que estáis salvos de nuevo es un placer que contrarresta el gran dolor de ver nuestra ciudad de Helium caída en manos del enemigo —afirmó Kantos Kan.

—No hemos terminado, Kantos Kan —le dijo el terrestre—. Tengo un plan que quizá funcione. Vamos… necesito diez de tus naves grandes tripuladas por el equipo mínimo.

—Daré órdenes de romper formación y haremos una asamblea en el buque insignia inmediatamente —le respondió Kantos Kan alejándose para dar las órdenes.

—Un momento —le detuvo Carter—. Que cada nave sea equipada con doscientos paracaídas.

—¿Doscientos paracaídas? —le preguntó—¡Si, señor!

Casi inmediatamente aquellos que comandaban las diez grandes naves llenas de tropas, partieron en solitaria formación hacia la nave de Kan tos Kan. Cada uno con una dotación mínima de diez hombres y doscientos paracaídas; dos mil en total. Mientras abordaban la nave insignia, John Carter habló con Kantos Kan.

—Mantón tu flota intacta hasta que regrese. Protege la ciudad manteniéndote cerca de ella como mejor puedas. Volveré al amanecer.

—Pero al monstruo… —gruñó Kantos Kan— Míralo… necesitaremos hacer algo para salvar a Helium.

La enorme criatura, erguida en toda su gigantesca altura, y vestida con su roída túnica, arrojaba piedras y bombas sobre Helium, cada una de sus acciones dictada por la onda corta de Pew Mogel, que se agazapaba en el refugio levantado sobre la cabeza del gigante.

John Carter posó su mano sobre un hombro de Kantos Kan.

—No malgastes naves y hombres vanamente en luchar contra esa criatura —le advirtió—; y créeme amigo mío, sé lo que digo… volveré en la madrugada.

John Carter tomó la mano de Dejah Thoris y la besó:

—Adiós, mi señor —murmuró ella, con lágrimas en los ojos.

—Estarás a salvo aquí, con Kantos Kan, Dejah Thoris —le dijo el terrestre—. Adiós mi princesa.

Saltó ágilmente sobre la borda de la nave de transporte de tropas. Sufría al dejar a Dejah Thoris, pero sabía que estaba a salvo.

Diez minutos después, Dejah Thoris y Kantos Kan contemplaban cómo las diez rápidas naves desaparecían en el distante horizonte.

Cuando John Carter desapareció, Kantos Kan izó las enseñas personales de Dejah Thoris en su mástil junto a su estandarte, de manera que todo Helium supiera que su princesa estaba a salvo y cerca de ellos.

Durante la ausencia del terrestre, Kantos Kan y Dejah Thoris siguieron sus instrucciones, refrenando a sus fuerzas en una batalla desesperada. Como resultado, los guerreros de Pew Mogel se encontraban cada vez más cerca de Helium, mientras que el deforme sujeto preparaba a Joog para el asalto final a la ciudad fortaleza.

Exactamente veinticuatro horas después, las naves de John Carter regresaron.

Al aproximarse a Helium, el terrestre estudió atentamente la situación. Había temido que fuera demasiado tarde, pues su misión secreta le había robado un tiempo precioso, más del que había calculado.

Pero ya había llegado.