Si no, ya sabe a M'sieur no le gustará la comida y entonces quizá nos deje.
La miró mientras cruzaba el patio, moviéndose con toda la gracia y ligereza de la raza felina, y se le ocurrió que incluso su traje negro la ceñía exactamente igual que la piel a esos ágiles animales. Al llegar al porche de la
puerta de cristales, se volvió ella a sonreírle, y después se detuvo a hablar un momento con su madre, que estaba haciendo calceta como de costumbre, sentada enfrente justo de la puerta del salón.
Pero ¿por qué en el mismo instante en que sus ojos cayeron sobre esta desgarbada mujer se le representaron ambas de repente cambiadas, distintas de como eran? ¿De dónde procedía aquella impresión de dignidad que las transfiguraba, aquella sensación de poder que las envolvía, como mágicamente, a ambas? ¿Qué había en aquella mujerona maciza que la hacía de pronto, parecer regia, como si estuviese sentada en un trono, en medio de algún tenebroso y siniestro escenario, empuñando un cetro sobre el rojo resplandor de alguna tempestuosa orgía? ¿Y por qué esta jovencita delicada, grácil como un sauce, elástica como un leopardo joven, adoptaba de pronto aquel aire de siniestra majestad y parecía moverse con la cabeza nimbada de fuego y de humo, y la oscuridad de la noche bajo los pies?
Vezin contuvo la respiración y se sentó, traspasado. Entonces, casi al mismo instante de aparecer, se desvaneció esta visión extraña y la clara luz del sol envolvió a ambas mujeres; oyó la voz reidora que hablaba a su madre de la soupe á l'oignon, y captó la sonrisa que le dirigió por encima de su delicado hombro adorable, la cual le hizo pensar en una rosa cubierta de rocío cabreándose bajo la brisa del verano.
Por supuesto, la sopa de cebolla estuvo especialmente excelente aquel día; además, Vezin vio otro cubierto en su misma mesa, y, con el corazón palpitante, oyó al camarero murmurar, a guisa de explicación, que "Ma'mselle Ilsé acompañaría hoy a M'sieur en el déjeuner, según acostumbra hacer a veces con los huéspedes de su madre."
De modo que estuvo sentada junto a él durante aquella comida de ensueño, le habló dulcemente en su flúido francés,…cuidó de que fuese bien servido, le aliñó la ensalada y le ayudó incluso con sus propias manos en todo cuanto hizo falta. Y después, por la tarde, mientras se hallaba fumando en el patio, soñando con verla cuando terminase sus faenas caseras, volvió de nuevo a su lado; y cuando él se levantó de la silla para saludarla, le pareció indecisa, como llena de una dulce timidez que la impidiese hablar.
–Cree mi madre -dijo por fin- que debería usted conocer todas las bellezas que encierra nuestra pequeña población, y yo también creo lo mismo. ¿Me aceptaría quizá M'sieur como guía? Yo puedo enseñárselo todo, porque conozco bien el lugar. Mi familia vive aquí desde hace muchas generaciones.
Antes de que él fuera capaz de encontrar ninguna palabra con que expresar su placer, ya le había cogido ella de la mano y, sin que él hiciera nada por resistirse, le había conducido a la calle, aunque de una manera tan espontánea que su comportamiento resultó completamente natural y desprovisto de la más leve insinuación de atrevimiento o descaro. Su rostro estaba iluminado de placer e interés y, con su vestido corto y el cabello revuelto, representaba perfectamente a la encantadora chiquilla de diecisiete años, que era inocente, traviesa, orgullosa de su patria chica, cuya arcaica belleza había aprendido a sentir en el transcurso de sus pocos años.
Así fueron juntos por la ciudad, y ella le enseñó lo que consideraba más importante: la vieja casa en ruinas donde habían vivido sus antepasados, la sombría y aristocrática mansión en que había morado durante siglos la familia de su madre y la vieja plaza del mercado donde, hace varios cientos de años habían sido quemadas las brujas en la hoguera. De todo ello hizo un relato muy vivo y flúido, pero del cual no comprendió él ni la décima parte, mientras caminaba penosamente al lado de la jovencita, maldiciendo sus cuarenta y cinco años y sintiendo que revivían todos sus anhelos de la adolescencia burlándose de él. Mientras ella hablaba, Inglaterra y Surbiton le parecían algo tremendamente lejano, algo que perteneciera casi a otra edad de la historia del mundo. La voz de la muchachita removía algo inconmensurablemente viejo que dormía en sus profundidades. Arrullaba la parte más superficial de su conciencia, adormeciéndola, pero hacía despertar lo más hondo, lejano, ancestral. Igual que la ciudad, con su fingida pretensión de activa vida moderna, los estratos superiores del pobre hombre estaban cada vez más embotados, amortiguados, apaciguados; pero lo que había debajo empezaba a removerse en su sueño. Aquella enorme cortina empezaba a agitarse un poco. En cualquier momento podía descorrerse para siempre…
Empezó por fin a ver un poco más claro. Lo que sucedía en la ciudad se estaba reproduciendo en él. Su vida externa habitual cada vez se encontraba más ahogada, mientras aquella otra vida secreta, interna, mucho más real y vital, se iba afirmando cada vez más y más. Y esta jovencita probablemente era la suma sacerdotisa, principal instrumento de su oonsumación. Nuevos pensamientos, nuevas interpretaciones, inundaban su mente mientras caminaba a su lado por las retorcidas callejuelas; y entonces, el pueblo viejo y pintoresco, de tejados picudos, iluminado suavemente por la luz del crepúsculo, le pareció más maravilloso y seductor que nunca.
Pero durante el paseo sólo surgió un incidente inquietante y perturbador; el incidente fué trivial en sí, pero completamente inexplicable, e hizo asomar un terror a la carita infantil, y un grito en los risueños labios de la chiquilla. De pronto, había observado él una columna de humo azul que se elevaba de una hoguera de otoñales hojas secas y se recortaba contra los rojos tejados; luego, había corrido junto a la fogata y la llamó para que se acercara a ver las llamas que brotaban de entre el montón de desechos.
Ella, al darse cuenta de lo que se trataba, se había alarmado terriblemente, su cara se había alterado en forma espantosa, y había huido como el viento, gritándole viejas palabras mientras corria, de las que él no había entendido ni una sola, excepto que el fuego parecía asustarla y que quería alejarse rápidamente, llevándole a él consigo.
Pero cinco minutos después ya estaba otra vez tan tranquila y feliz como si nada la hubiese asustado o desagradado, y ambos olvidaron el incidente.
Fueron luego juntos, caminando por el borde de las ruinosas murallas, escuchando aquella música fantástica de la banda del pueblo, tal como la oyó el día de su llegada. Le conmovió profundamente, igual que la primera vez, y se las arregló para recobrar el uso de la palabra y, con ésta, su mejor francés. La jovencita caminaba sobre las piedras, al filo de la muralla, pegada a él. Nadie había en los alrededores. Arrebatado por crueles mecanismos internos empezó a balbucear algo -apenas sabía qué- sobre su extraña admiración por ella. Apenas comenzó a hablar, saltó ella ágilmente del muro y le miró cara a cara, sonriendo y casi rozándole las rodillas cuando él se sentó. Como de costumbre, ella iba sin sombrero, y el sol caía de lleno en su cabello, iluminando también una de sus mejillas y parte del cuello.
–¡Qué contenta estoy! – exclamó batiendo palmas-; y estoy tan contenta porque eso quiere decir que, si me quiere a mí, también tendrá que querer todo lo que yo hago y aquello a que pertenezco.
Lamentó él amargamente su impensada pérdida de control. Pues en aquella frase había algo que le heló. Supo entonces lo que era el miedo de embarcarse en un mar peligroso y desconocido.
–Quiero decir que usted debe tomar parte en nuestra vida real -añadió ella suavemente, como engatusándole, como si se hubiese dado cuenta del estremecimiento que le había recorrido-. Volverá con nosotros.
Otra vez se sintió dominado por aquella infantil indecisión; se sentía cada vez más preso en las redes de la muchacha; de ella emanaba algo que se apoderaba de sus sentidos; sintió que la personalidad de aquella jovencita, a pesar de toda su gracia sencilla, contenía en sí fuerzas imponentes, majestuosas, augustas. De nuevo la vio rodeada de humo y llamas, en un escenario quebrado y tempestuoso, dotada de fuerza espantosa, y acompañada de su terrible madre. Todo esto se entreveía siniestramente en medio de su sonrisa y su aspecto de encantadora inocencia.
–Volverá, yo lo sé -repitió subyugándole con la mirada.
Estaban completamente solos, en lo alto de las murallas, y la sensación de que ella le dominaba despertó una salvaje sensualidad en su sangre.
1 comment