Su mezcla de abandono y reserva le atrajo furiosamente y toda su hombría se encrespó contra esta creciente influencia, a la vez que la deseaba con todo el ímpetu de su olvidada juventud. Le vino un deseo irresistible de hacerle una pregunta, para la que tuvo que reagrupar los restos de su antigua, minúscula y desintegrada personalidad, en un esfuerzo por mantener la estabilidad de su propio ser.
La muchacha, ya tranquila, estaba de nuevo apoyada en la ancha muralla, junto a él, los codos en el repecho, inmóvil como una figura cincelada en piedra, contemplando la llanura que se iba cubriendo de sombras. Echó mano él de todo su valor.
–Dime, Ilsé -dijo, imitando inconscientemente la voz ronroneante de la joven y dándose cuenta, sin embargo, de que se trataba de un asunto de absoluta seriedad-, ¿qué significa esta ciudad y cuál es esa vida real de que me has hablado? ¿Y por qué me vigilan todos, de la mañana a la noche? Dime, ¿qué significa todo esto? Y dime -añadió apresuradamente, con un temblor de pasión en la voz-, ¿quién eres tú en realidad… tú… tú misma?
Ella se volvió hacia él y le miró a través de sus párpados entornados, a pesar de lo cual una sombra de rubor traicionó su creciente excitación interna.
–Me parece -balbuceó torpemente bajo la mirada de ella- que tengo cierto derecho a saber…
De pronto, ella abrió los ojos del todo.
–Entonces, ¿me quieres? – preguntó suavemente.
–¡Lo juro! – exclamó él respetuosamente, como arrastrado por la fuerza de una marea creciente…-. Nunca he sentido antes…, nunca he conocido otra mujer que…
–Entonces tienes derecho a saber -interrumpió ella, cortando tranquilamente su torpe confesión-,– pues el amor nos hace partícipes de todos los secretos.
Se detuvo y a él le corrió un estremecimiento como de fuego por todo el cuerpo. Las palabras de la joven le habían elevado sobre la tierra; sintió una radiante felicidad seguida casi instantáneamente, en horrible contraste, de la idea de la muerte. Supo entonces que ella había vuelto sus ojos hacia los suyos y que le estaba hablando de nuevo.
–La vida real de que hablaba -murmuró- es la vieja, la antigua vida de aquí, la vida de hace mucho tiempo, la vida a que también tú perteneciste una vez y a la que aún perteneces.
Al hundirse en su alma la voz susurrante de la muchacha, una leve ondulación alteró las profundidades negras de su memoria. Sabía instintivamente que lo que le estaba diciendo era verdad, pero no podía comprender exactamente a qué se refería. Su vida actual parecía huir de él, deslizándose, mientras escuchaba, y se sentía hundir en otra personalidad mucho más antigua y poderosa. Era precisamente esta pérdida de su ser la que le había sugerido la idea de la muerte.
–Viniste -continuó ella- con el propósito de buscar esta vida, y el pueblo se dio cuenta y se puso a esperar a ver qué decidías, si los abandonabas sin haberla encontrado o si…
Sus ojos seguían fijos en los de él, pero su rostro empezó a cambiar, a hacerse mucho más grande y oscuro, adquiriendo una expresión de más edad.
–Eran sus pensamientos, girando constantemente en torno de tu alma, lo que te hacía sentirte vigilado. No te vigilaban con los ojos. Aquello a que se dirige su vida interior te llamaba, intentaba hacerse oír de ti. Todo tú formaste parte de la misma vida antigua del lugar; y ahora quieren que vuelvas de nuevo entre ellos.
Al oir esto, el tímido corazón de Vezin se ahogó de pavor; pero los ojos de la muchacha le mantenían preso en una red de placer de la que no deseaba escapar. Le fascinaba; le hacía sentirse fuera de sí, de su ser habitual.
–Por sí solos, sin embargo, nunca hubieran conseguido poseerte y retenerte -continuó-. Las fuerzas repulsivas no son ya lo bastante fuertes; se han ido debilitando al cabo de los años. Pero yo -se calló un momento, mirándole con una expresión en sus ojos espléndidos, de total confianza en sí misma-, yo poseo el hechizo para conquistarte y retenerte: el hechizo del viejo amor. Yo puedo lograr que vuelvas de nuevo y hacerte vivir conmigo la vida antigua, porque la fuerza de la Vieja atadura que hay entre tú y yo, si me decido a usarla, es irresistible. Y me he decidido a usarla. Te necesito. A ti, querida alma de mi pasado sombrío -se apretó junto a él tanto que su aliento le rozaba los ojos, y su voz cantó literalmente al decir-:
Te tengo, porque tú me amas y estás por completo a mi merced.
Vezin oía y, sin embargo, no oía; comprendía, pero sin comprender. Estaba en la plenitud de la exaltación. El mundo yacía bajo sus pies, hecho de música y flores; y él volaba muy por encima, a través de un crepúsculo de pura delicia. Se había quedado sin respiración, desmayado ante la maravilla de sus palabras. Estas le habían intoxicado. Pero todavía le seguían oprimiendo, por debajo del placer de aquellas frases maravillosas, el terror y la horrible idea de la muerte. Pues a través de aquella voz cantarina brotaban llamas y humo negro que lamían su alma.
Le daba la impresión de que entre ellos existía una especie de rápida telepatía; con su pésimo francés nunca habría podido decir todo lo que había dicho. Sin embargo, ella le entendía perfectamente; y las palabras de la joven le sonaban como un recitado de versos conocidos y olvidados hacía mucho tiempo, versos cuyo intenso dolor y ternura eran casi intolerables para su débil alma.
–Sin embargo, yo vine aquí por una completa casualidad -se oyó decir a sí mismo.
–No -exclamó ella con pasión-, viniste porque yo te llamé. Te estuve llamando durante años y viniste empujado por toda la fuerza del pasado. Tenías que venir, porque yo te poseo y yo te llamé.
Se irguió y se le acercó más, mirándole con una cierta insolencia: la insolencia del poder.
El sol se habla puesto tras las torres de la vieja catedral y cada vez fue subiendo más el nivel de la oscuridad, que se alzaba de la planicie, hasta envolverles por completo. Había cesado la música de la banda. Colgaban, inmóviles, las hojas de los plátanos; pero el frio del otoño se despertó y estremeció a Vezin.
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