No se oía más sonido que el de sus voces y, en ocasiones, el suave roce del vestido de la muchacha. Podía oír el latido de su propia sangre en los oídos. Apenas se daba cuenta de dónde estaba o qué hacía. Alguna terrible magia le arrastraba hacia las profundidades, hacia los cimientos de su propia personalidad, y le aseguraba que las palabras que ella decía eran verdad. Y vio cómo esta sencilla muchachita francesa, que con tanta autoridad le hablaba, se convertía allí mismo, a su lado, en un ser muy distinto. Mientras la miraba de lleno en los ojos, creció y se precisó la visión que ya antes le había asaltado y que esta vez fué haciéndose más vívida y clara en su interior, hasta que alcanzó un grado tal de realismo que no tuvo más remedio que aceptarla como auténtica. Igual que la otra vez, vio ahora a la joven, alta y majestuosa, en un salvaje y fragoso escenario de bosques y cavernas rocosas, nimbada su cabeza por el resplandor de las llamas y envueltos en nubes de humo sus pies. Guirnaldas de hojas oscuras ornaban su cabello, que flotaba abandonado al viento; y sus miembros brillaban entre los andrajos que la cubrían. Había otros a su alrededor, también; y, por todas partes, ojos ardientes lanzaban sobre ella miradas delirantes; pero ella no miraba más que a uno solo, a uno que llevaba tomado de la mano.

Pues era ella quien dirigía la danza, en medio de una tempestuosa orgía, bajo la música de un coro de voces; y la danza que dirigía era una ronda que corría en derredor de una grande y espantosa figura que, desde su trono, dominaba la escena y brotaba de entre resplandores y vapores cárdenos. Mientras, en la danza, una infinidad de rostros y formas bestiales se amontonaban furiosamente a su alrededor. Y Vezin se dio cuenta de que a quien llevaba la joven de la mano era a él, y también de que la espantosa figura del trono era la madre de ella.

Esta visión inundó su interior, arrojándole a las profundidades del tiempo olvidado, atronándole con la voz poderosa de la memoria que despierta de nuevo. Y entonces la escena se apagó y disolvió, y sólo vio otra vez ante sí, los claros ojos de la muchacha que le miraban profundamente; y ella se convirtió de nuevo en la preciosa hija de la posadera, y él recuperó el uso de la palabra.

–Y tú -susurró temblorosamente-, tú, niña de visiones y encantamientos, ¿cómo me has hechizado que te he adorado incluso antes de verte?

Ella se irguió junto a él, con un aire de extraña dignidad.

–La llamada del pasado -dijo-; además -añadió altivamente-, en la vida real soy una princesa…

–¡Una princesa! – gritó él.

–¡… y mi madre, una reina!

Al oír esto, Vezin perdió totalmente la cabeza. El placer inundó su corazón y le arrastró a un éxtasis total. Oir aquella dulce voz cantarina y ver aquellos labios adorables expresando tales cosas trastornó su equilibrio más allá de toda esperanza de recuperación. La cogió entre sus brazos y cubrió de besos su cara sin que ella se resistiese.

Pero incluso entonces, pese a estar dominado por la más ardiente pasión, sintió que ella era tan mórbida como aborrecible, y que los besos con que le respondió lo mancillaban el alma… Cuando por fin la jovencita se liberó de su abrazo y se desvaneció en la oscuridad, él permaneció allí, apoyado en el muro, en un estado de aniquilamiento total, estremecido de horror ante el recuerdo del contacto con aquel cuerpo complaciente, y encolerizado interiormente contra su propia debilidad, que -se daba cuenta de ello oscuramente- iba a ser causa de su ruina.

Y de las sombras de los viejos edificios entre los que había desaparecido la muchacha, se alzó, en el silencio de la noche, un grito singular y prolongado, que él tomó al principio por carcajadas, pero que más tarde, y ya con toda seguridad, reconoció como el casi humano sollozo de un gato.

V

Durante largo rato permaneció allí Vezin, apoyado en el muro, a solas con el caudal de sus pensamientos y emociones. Comprendía que acababa de hacer lo más adecuado para atraer sobre sí todas las fuerzas de este pasado ancestral. Pues en aquellos besos apasionados había reconocido la atadura de días remotos y la había sentido revivir. Y le vino, con un estremecimiento, el recuerdo de aquella leve caricia impalpable que había tenido lugar, en el oscurro corredor de la posada. La jovencita le había dominado desde el principio y le había ido manejando, hasta hacerle consumar, al fín, el acto que precisaban sus propósitos. Después de un lapso de siglos había sido acechado, cogido y conquistado.

De esto se daba cuenta perfectamente e intentaba tramar algún plan de huída. Pero en aquellos momentos era incapaz de dominar sus ideas o su voluntad, pues todo el dulce y fantástico frenesí de su aventura le inundaba el cerebro como un ensalmo y no podía sino recrearse en el glorioso sentimiento de que se hallaba hechizado, en un mundo infinitamente más amplio y salvaje que el suyo habitual.

Empezaba ya a elevarse la luna pálida y enorme sobre aquella llanura que parecía un mar, cuando, por fin, decidió marcharse. Los rayos oblicuos de la luna prestaban a las casas un nuevo aspecto, de modo que los tejados, brillantes ya de recio, parecían mucho más altos y hundidos en el cielo que de costumbre, y las cúpulas y viejas torres fantásticas se extendian hasta la lejanía de su bóveda purpúrea.

La catedral era irreal entre la niebla de plata. Anduvo con sigilo, ocultándose en las sombras; pero las calles estaban desiertas y silenciosas; las puertas, cerradas; los postigos, atrancados. No se movía un alma. La quietud de la noche reinaba sobre el lugar. Parecía la ciudad de los muertos o un cementerio de lápidas tremendas y grotescas.

Haciendo conjeturas sobre adónde y cómo habría ido a parar el bullicio de la vida diurna de la ciudad, fue regresando lentamente a la posada. Entró en ella por una puertecita trasera que daba a los establos, con el objeto de alcanzar su habitación sin que nadie le viese. Llegó sin novedad al patio y lo cruzó manteniéndose pegado a la sombra de la pared. Así, pues, rodeó todo el patio, caminando de puntillas y a pasitos cortos, medio de lado, precisamente igual que los viejos aquellos cuándo entraban en la salle á manger. Se horrorizó al darse cuenta de ello.