El francés parecía, desde luego, haber ejercido una silenciosa influencia protectora sobre el pequeño e insignificante inglés; y, sin palabras ni gestos, había dado a entender que le agradaba y que gustosamente le habría hecho cualquier favor.
–¿Y esa frase que dejó caer junto con el maletín? – preguntó John Silence, sonriendo con esa simpatía habitual con que siempre lograba vencer las defensas de sus pacientes-, ¿es usted capaz de recordarla exactamente?
–Fue tan rápida, tan vehemente, en voz tan baja -explicó Vezin con su vocecilla-, que no me enteré prácticamente de nada. Sólo pude comprender unas pocas palabras, las últimas, y eso porque las pronunció muy claramente y sacando la cabeza por la ventanilla para que le oyese mejor.
–¿"A cause du sommeit et á cause des chats"? – repitió el Dr. Silence, como hablando consigo mismo.
–Eso es, exactamente -dijo Vezin-, que quiere decir algo así como,"a causa del sueño y a causa de los gatos", ¿no es así?
–Ciertamente, así lo traduciría yo -observó brevemente el doctor, que no deseaba hacer más interrupciones que las imprescindibles.
–Y el resto de la frase, es decir, todo el principio que no pude comprender, era como una advertencia de que no hiciera no sé qué, de que no me quedase en aquel pueblo o quizá en algún lugar determinado de él. Esta fue la impresión que me dio.
Después, por supuesto, había partido aquel tren bullicioso y Vezin había quedado, solo y bastante olvidado, en el andén.
El pueblecito trepaba, disperso, por una escarpada colina que se levantaba más allá de la llanura donde estaba la estación, y lo coronaban las torres gemelas de la arruinada catedral, asomando por encima de la cumbre. Desde la estación, el pueblo parecía moderno y desprovisto de interés; pero la verdad es que la parte antigua, medieval, se hallaba fuera del campo de la vista, tras de la cresta de la colina. Y una vez que hubo llegado a la cúspide y penetrado en las viejas callejas de la parte antigua, se vio de pronto introducido en la vida de un siglo pretérito, lejos de su habitual y cotidiana realidad moderna. Recordó el bullicio y la agitación del tren atestado como si fuera un episodio ocurrido muchos días atrás. Le envolvió el espíritu de esta silenciosa ciudad de la colina, remotamente ajena a turistas y automóviles, que soñaba su propia vida apacible bajo el sol de otofío, y se sintió hechizado por él. Bajo este hechizo estuvo actuando durante mucho rato sin darse cuenta. Anduvo blandamente, casi de puntillas, por las estrechas y tortuosas callejuelas, cuyos tejados casi se tocaban de uno a otro lado, y entró en el porche de la solitaria posada con actitud modesta e implorante, como pidiendo excusas por introducirse en aquel lugar y perturbar su sueño apacible.
Al principio -según dijo Vezin- se fijó muy poco en estas cosas. Fue mucho después cuando empezó a intentar analizarlas. De momento, lo único que le impresionó fue el delicioso contraste entre aquel silencio y aquella paz, y el polvo y ruidoso rechinamiento del tren. Se sintió aliviado y acariciado como un gato.
–¿Como un gato, dice usted? – Interrumpió John Silence, cogiéndole la palabra rápidamente.
–Sí. Desde el primer momento sentí esa impresión -rió Vezin, como disculpándose-. Sentí como si el calor y el silencio y el bienestar me fuesen a hacer ronronear. Así parecía ser, por otra parte, el ambiente del lugar… entonces.
La posada, una casa antigua, retorcida, sobre la cual flotaba aún la atmósfera de lejanos días pretéritos, no pareció dispensarle una acogida demasiado calurosa. Según dijo, su sensación fue de ser simplemente tolerado. Pero era una posada cómoda y barata; y la deliciosa taza de té que pidió en cuanto pudo, le hizo sentirse realmente satisfecho de sí por haber dejado aquel tren de una manera tan atrevida y original. Pues a él le había parecido atrevida y original. Se sentía audaz. Su habitación, además, le agradó mucho, con su oscuro zócalo y el bajo techo irregular; y el pasillo, largo, un poco en cuesta, que a ella conducía, le pareció el camino más adecuado para llevarle a aquella verdadera Cámara del Sueño, pequeño y oscuro retiro alejado del mundo, donde ningún ruido podía entrar. Daba a la parte trasera de la casa, a un patio apacible. Todo ello era delicioso y, sin saber por qué, se sintió como si estuviese vestido de suavísimo terciopelo y como si los suelos fuesen mullidamente alfombrados, y las paredes, almohadilladas. Los ruidos de la calle no podían entrar allí. Le rodeaba una atmósfera de absoluta paz.
Para tomar aquella habitación de dos francos se había tenido que enténder con la única persona que parecía haber en la posada aquella tarde adormecida, un viejo camarero de bigotes gatunos y sonmolienta cortesia, que, al verle, se había dirigido perezosamente hacia él a través del patio de piedra. Pero más tarde, cuando bajó de su habitación a dar un paseo por el pueblo antes de cenar, se encontró con la posadera en persona. Era una mujerona enorme, cuyos pies, manos y facciones parecían flotar, como si nadase hacia él, a través del mar de su corpulenta persona. Emergían en su dirección, por así decir, pero tenía ambos ojos grandes, oscuros y vivaces que neutralizaban en parte la impresión producida por su corpulencia y revelaban que su propietaria era mujer vigorosa y alerta. Cuando la vio por primera vez, estaba sentada en una sillita baja, al sol, haciendo punto de media; y había algo en su aspecto o actitud, que le sugirió inmediatamente la idea de un enorme gato atigrado, adormilado, pero aún despierto, muy soñoliento; pero, sin embargo, al mismo tiempo, preparado para una acción instantánea. Le hizo pensar en algo así como en un gran cazador de ratones al acecho.
La mujer le abarcó de una sola y comprensiva ojeada, cortés aun sin ser cordial.
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