Vezin observó que su cuello debía de ser extraordinariamente flexible, pese a sus proporciones, pues lo fue girando con suma facilidad, para seguirle con la vista a medida que él caminaba; y también la cabeza, que se inclinaba ton gran flexibilidad.

–Pero cuando me miró, ¿sabe usted? – dijo Vezin con aquella sonrisita suplicante en sus ojos castaños y aquel leve gesto de sus hombros, como de quien quita importancia a algo, tan característico en él-, tuve la extraña convicción de que, en realidad, había intentado hacer un movimiento completamente distinto, y que de un solo salto podría haber cruzado todo el patio para caer a zarpazos sobre mí, como un enorme gato sobre un ratón.

Lanzó una risita blanda y el Dr. Silence, sin interrumpirle, apuntó algo en su libro de notas, mientras Vezin proseguía en el tono de voz de quien teme haber hablado ya demasiado y dicho más de lo que pudiéramos creer.

–Era muy gruesa, pero muy activa para su volumen y masa; y me daba la sensación de que se daba cuenta de lo que yo hacía, incluso cuando me encontraba a su espalda y no podía verme. Su voz era melosa y suave cuando me habló. Me preguntó si me habían subido ya mi equipaje y si me encontraba cómodo en mi habitación; y luego añadió que la cena era a las siete y que en ese pueblo la gente era muy mañanera y madrugadora. Intentaba dar a entender a las claras que las últimas horas del día no eran muy sugestivas en aquel lugar.

Evidentemente, esta mujer contribuyó no poco, con su voz y modales, a darle la impresión de que allí iba a ser "manejado" por los demás; que otros se ocuparían de arreglar y planear las cosas por él, y que no tendría más que hacer sino encajar, como una rueda dentada en su muesca correspondiente, y obedecer. No se esperaba de él ninguna acción enérgica ni ningún esfuerzo personal. Todo esto constituía el exacto reverso del malhadado tren. Salió a la calle apacible y caminó lenta y placenteramente. Se daba cuenta de que se hallaba en un milieu muy apropiado a su manera de ser: siempre le había repelido la acción directa. Era mucho más agradable obedecer. Empezó de nuevo a ronronear y sintió que todo el pueblo ronroneaba con él.

Vagó sin rumbo por las calles de la pequeña ciudad, y cada vez se fue hundiendo más profundamente en la atmósfera de reposo que la caracterizaba. Sin rumbo fijo vagabundeó de arriba a abajo y de aquí para allá. El sol de septiembre caía oblicuamente sobre los tejados. Bajando por calles tortuosas orladas de aleros ruinosos y abiertas ventanas, captó vistas fantásticas de la extensa planicie, de los prados y de los amarillos matorrales que se extendían allá abajo igual que el mapa de un sueño en la niebla.

Sintió que en aquel lugar actuaba poderosamente el hechizo del pasado.

Las calles estaban llenas de hombres y mujeres pintorescamente vestidos, todos ellos muy atareados en sus respectivos quehaceres; pero ninguno pareció fijarse en él ni se volvió a mirar su aspecto llamativamente inglés. Fue incluso capaz de olvidar que, con su marcado aspecto de turista, constituía una nota discordante en aquel cuadro encantador; y se fue fundiendo cada vez más con el ambiente, sintiéndose deliciosamente insignificante y sin conciencia de sí. Era como si fuera poco a poco entrando a formar parte de un sueño de colores suaves, pero en forma tan gradual que ni siquiera se diese cuenta de que era un sueño.

Hacia el Este, la colina caía más verticalmente y la llanura de abajo se hundía súbitamente en un mar de densas sombras, donde los pequeños bosques formaban a modo de islas y los campos de rastrojo eran como aguas profundas. Vagabundeó a lo largo de viejos bastiones de fortalezas antiguas que sin duda alguna vez fueron formidables, pero que ahora sólo constituían un fantástico misterio de rotas murallas grises cubiertas de indómitas hiedras y enredaderas. Desde el ancho parapeto en que se sentó un momento, y que estaba al mismo nivel que las redondeadas copas de los plátanos recién podados de la llanura, vio allá abajo la explanada que se extendía en las sombras. Aquí y allá se posaba en las caídas hojas amarillas un amarillo rayo de sol; y miró hacia abajo desde la altura y vio que la gente del pueblo paseaba por allí, sin rumbo, al fresco del atardecer. Pudo oír el sonido de sus pasos lentos; y el murmullo de sus voces se elevó hasta él a través de los resquicios de la enramada. Allá abajo, las figuras de calmosos movimientos lo parecieron sombras, apenas entrevistas a través de los claros del follaje.

Allí estuvo sentado durante largo rato, pensativo, sumergido en las olas de murmullos y ecos casi perdidos que llegaba hasta él y rodeado de las hojas de los plátanos. Toda la ciudad y la pequeña colina en que se alzaba con la misma naturalidad que un antiguo bosque, le parecieron como un enorme ser que yaciese medio dormido en la planicie y ronronease para sí al tiempo que dormitaba.

Y, de pronto, mientras se fundía perezosamente con sus propios ensueños, llegó hasta sus oídos un sonido de trompas e instrumentos de cuerda y madera; y la banda del pueblo empezó a tocar en el lejano extremo del paseo lleno de gente, acompañada por tambores de son apagado y acariciador. Vezin era muy sensible para la música; era un inteligente aficionado e incluso se había aventurado, sin que lo supieran sus amigos, a componer algunas apacibles melodías de graves acordes, que él mismo tocaba para sí, delicadamente matizadas con el pedal, cuando se hallaban a solas. Y esta música que se elevaba entre los árboles, tocada por una banda invisible, pero sin duda muy pintoresca, le hechizó. No reconoció ninguna de las piezas que tocaron, las cuales le dieron la impresión de que estaban siendo simplemente improvisadas por una banda sin director. A lo largo de las distintas melodías no se mantenia nigun movimiento marcado, y empezaban y terminaban de una manera singular y caprichosa, igual que el viento soplando a través de un Arpa Eolia. La música formaba parte integrante de la escena, y de la hora -tan parte integrante de la escena y de la hora como la moribunda luz del día o la tenue brisa acariciante-, y las dulces notas de las trompas arcaicas y plañideras, atravesadas por el sonido más agudo de la cuerda, y todo ello casi ahogado por el continuo retumbar del grave tambor, le hechizaron de una forma curiosamente intensa, casi excesiva, para ser totalmente agradable.

Había ciertamente en todo esto una extraña atmósfera de hechizo. La música le evocaba el misterio de la naturaleza. Le hacía pensar en árboles barridos por el viento, en brisas nocturnas cantando en las cuerdas de ropa y en los cañones de las chimeneas o entre las jarcias de invisibles navíos: también le sugería -y el símil irrumpió en sus pensamientos con violenta intensidad- un coro de animales, de salvajes criaturas reunidas en alguno de los más desolados parajes del mundo, aullando y cantando como cantan o aullan a la luna los animales. Le parecia oír incluso los gemidos plañideros y semihumanos de los gatos en los tejados nocturnos; y esta música, de intervalos fantásticos, apagada por los árboles y la distancia, le hizo pensar en una extraña reunión de estas criaturas en algún remoto tejado del cielo, cantando a coro su música solemne a sí mismos y a la luna.

Al momento se dio cuenta de que era muy extraña la imagen que la música le sugería, puesto que su sensación se expresaba mejor de una manera visual que de cualquier otra.