Olvidaba decir que a la derecha de Sardina estaba, animado también de propósitos hostiles contra la pierna de carnero, el segundo jefe de la partida, un hombre altísimo, descarnado y morenote, con barba entrecana, pelo corto, ojos fieros, cejas pobladísimas y unas manos tan largas como velludas que velozmente pasaban del plato a la boca. Era mosén Antón Trijueque, cura aragonés, que había tomado las armas desde el principio de la guerra, y servía en las filas de Sardina, no como capellán, sino como… jefe de la caballería.
– A fe, mosén Antón -dijo Sardina empinando el vaso-, que no creí pasar esta noche más acá de Almadrones. ¿Cree usted que encontraremos el destacamento de Gui siguiendo la vuelta de Brihuega?
– Me parece que no se nos escapan mañana -repuso el cura dando muestras de excelente apetito.
– Los espías del francés habrán ido contando que caminábamos hacia Torremocha del Campo. Por la sotana que visto, Sr. D. Antonio, que hemos de hacer una buena presa. Mi ayudante, el sargento Santurrias, se nos unió, como usted sabe, en Mirabueno. Venía de espiar la dirección del enemigo. No hay otro Santurrias bajo el sol, Sr. Sardina, y con su traje de pastor y su aspecto y habla de idiota es capaz de engañar a media Francia, cuanto más al general Gui.
– ¿Y qué dice Santurrias? -preguntó el jefe.
– Que parte de la tropa francesa que desde Daroca bajó al auxilio de Calatayud en la gran embestida que le dimos hace tres días, se ha corrido por Cogolludo, y como en su cobardía se les figura sentir el resoplido del caballo de D. Juan Martín, van tan aprisa que mañana han de llegar a Brihuega.
– ¿Y cómo se sabe que van a Brihuega?
– ¿Cómo se ha de saber?, sabiéndolo -exclamó con energía mosén Antón que además de jefe de la caballería, era el Mayor General de la partida y el gran estratégico, y el verdadero cerebro de D. Vicente Sardina-. Esas cosas no se saben, se adivinan. Pasaron ayer por Cogolludo, ¿sí o no? Se les vio desviarse del camino real y tomar las alturas de Hita, ¿sí o no?
– Sí, tal era en efecto su camino… -dijo Sardina con modestia, reconociendo el genio de mosén Antón.
– Ahora, si no nos hemos de mover hasta que el enemigo no nos mande aviso de dónde está… -dijo el cura reanudando las interrumpidas relaciones con un sabroso hueso.
– Pues adelante -afirmó Sardina con decisión-. Vamos a Brihuega. Les cogeremos desprevenidos, y ni uno solo volverá a Madrid. Ahora que tenemos el refuerzo de cuatro compañías de tropa…
Mosén Antón miró a mi compañero y a mí con menos desdén que antes lo hiciera el jefe.
– Cuatro compañías… -dijo observándonos de hito en hito-. Veremos qué tal se portan estos señores, que aún no se han batido.
Nuevamente tuvimos que exponer mi compañero y yo los distintos encuentros en que habíamos tenido el honor de hallarnos; pero Trijueque, refiriéndonos en pocas palabras sus proezas, desde el primer sitio de Zaragoza hasta la acción del Tremedal, nos cerró la boca y abatió nuestro orgullo.
– Aquí -nos dijo al concluir su poema heroico- espera a ustedes una vida distinta. Aquí no hay descanso, aquí se come lo que se encuentra, y se descabeza un sueño con el dedo puesto en el gatillo, dormido un ojo y despierto y vigilante el otro. Además el que no tenga buenas piernas, que se marche a su casa, porque aquí no se corre, se vuela.
Mientras el jefe de Estado Mayor general decía esto, D. Vicente Sardina estiraba los brazos y echaba la cabeza hacia atrás, no con intento de remedar a Jesucristo en la cruz, sino por lo que llaman desperezarse, lo cual advertido por el fiero clerizonte, inspiró a éste las siguientes palabras, que en ejércitos de otra clase no hubieran sido dirigidas a un jefe por un subalterno.
– Sr. D. Vicente, ¿hay pereza?… Bien, iré yo solo en busca de Gui con la gente y las cuatro compañías. Somos cuatrocientos hombres y trescientos soldados. Adelante. Cogeremos al general Gui y se lo presentaremos a Juan Martín.
– Amigo Antón -dijo el general riendo-, no puede uno ni abrir la boca para un condenado bostezo delante de usted… Y gracias que me ha dejado poner un puntal al estómago… ¡Maldito cura! Pero ¿olvida usted que va para tres noches que no hemos dormido? Vamos, que digan las señoras si hay cuerpo que resista a tan larga velada, aunque sea el cuerpo de D. Vicente Sardina el de Valdeaberuelo…
Mosén Antón miró al jefe de la partida con expresión de lástima, y luego arqueando las cejas más negras que ala de cuervo, alargando el hocico y cerrando el puño se expresó de esta manera:
– ¡Dormir, dormir, cuando los franceses han quemado nuestras casas y asesinado a nuestros padres y deshonrado a nuestras mujeres!… sí señor, a nuestras mujeres.
Sardina reía y nosotros también; pero Trijueque imponiéndonos silencio con su habitual imperioso gesto, prosiguió así:
– Me gustan estos señoriticos que no piensan más que en dormir. ¿Por qué el Sr. Sardina no lleva consigo en campaña un colchón de pluma o canapé de rasos y holandas para echar la siesta? Buenos soldados tiene la patria, buenos, sí… como que se tumban, cuando el enemigo, ocultándose en las sombras de la noche, intenta sorprendernos. Es preciso que los curas echen la llave a la parroquia, se la guarden en el bolsillo, y cogiendo una escopeta, un sable y dos pistolas, corran al campo a enseñar a los patriotas su deber.
1 comment