Aquí estoy yo que no duermo, no, Sr. D. Vicente, no duermo -al decir esto los ojos negros que despedían pasajeros reflejos como una noche de tempestad, parecían querer salírsele de las sanguinolentas órbitas-, porque no puedo dormir, aunque quisiera… porque si cierro los párpados, dentro de ellos veo al general Gui y al general Hugo, y al general Belliard con sus manadas de gabachos. Cuando de tarde en tarde me arrojo en el suelo, procurando dar descanso a mi cuerpo, los caminos, las veredas, las trochas, los atajos, los montes, los cerros, los ríos y los arroyos se me meten en la cabeza, y todo se me vuelve pensar si iremos por allí, si pasaremos por allá, si les encontraremos por acullá… Aquí está un hombre que no tiene más descanso que inclinar la cabeza sobre el pecho y amodorrarse un poco con el paso del caballo, que es más suave que una litera llevada por buenos jayanes… ¡Dormir! ¡Por las benditas ánimas del Purgatorio!; ¡voto a Barrabás!, ¡reviento en Judas! Juro que desde el 3 de Junio de 1808 no sé lo que es una sábana. Estoy despierto, estoy velando por la patria, y temo que la dejen perecer los que duermen.
Trijueque dio un resoplido, no menos fuerte que el de un mulo y se levantó. ¡Dios mío, qué hombre tan alto! Era un gigante, un coloso, la bestia heroica de la guerra, de fuerte espíritu y fortísimo cuerpo, de musculatura ciclópea, de energía salvaje, de brutal entereza, un pedazo de barro humano, con el cual Dios podía haber hecho el físico de cuatro almas delicadas; era el genio de la guerra en su forma abrupta y primitiva, una montaña animada, el hombre que esgrimió el canto rodado o el hacha de piedra en la época de los primeros odios de la historia; era la batalla personificada, la más exacta expresión humana del golpe brutal que hiende, abolla, rompe, pulveriza y destroza.
Para que fuera más singular y extraño aquel guerrillero, cuya facha no podía mirarse sin espanto, vestía la sotana que llevaba cuando echó las llaves de la parroquia el 3 de Junio en 1808, y de un grueso cinto de cuero sin curtir pendían dos pistolas y el largo sable. Abierta la sotana desde la cintura dejaba ver sus fornidas piernas, cubiertas de un calzón de ante en muy mal uso y los pies calzados con botas monumentales, de cuyo estado no podía formarse idea mientras no desapareciesen las sucesivas capas de fango terciario y cuaternario que en ellas habían depositado el tiempo y el país. Su sombrero era la gorra peluda y estrecha que usan los paletos de Tierra de Madrid, el cual se encajaba sobre el cráneo, adaptado a un pañuelo de color imposible de definir y que le daba varias vueltas de sien a sien.
Después que estiró brazos y piernas, dio dos puñetazos en la mesa, y dijo con voz temerosa:
– El que quiera dormir que duerma. Yo me voy en busca del general Gui. ¡Mal cuerno!
D. Vicente Sardina, risueño primero, mas luego atemorizado ante la ruidosa energía de su segundo, quiso contemporizar con él y dijo:
– Bueno, mosén Antón. Celebraremos consejo de guerra. Señores oficiales, ¿qué opinan ustedes?
Sin vacilar dijimos mi compañero y yo que convenía seguir el dictamen de mosén Antón.
– Pues yo -dijo Sardina bostezando de nuevo y haciendo la señal de la cruz sobre la boca- creo que si marchamos esta noche, no encontraremos ni sombra de franceses. ¿Cómo es posible, señores, que la división de Gui se corriera por el lado allá del Henares?… Vamos, que ni mosén Antón con todo su talento militar, tan grande como el de Epaminondas, me lo hará creer.
– Sr. D. Vicente -dijo el clérigo asiendo la solapa de uniforme de Sardina-, yo me voy con los que me quieran seguir.
– Poco a poco, despacito. Sepamos en qué se funda el señor pastor Curiambro para creer…
– Que vengan los espías.
El jefe con voz de trueno gritó:
– ¡Viriato, maldito Viriato!… ¿Dónde se ha metido ese condenado?
Sorprendiome el nombre de la persona llamada, que era el ayudante de D. Vicente Sardina.
El amo de la casa apareció riendo, y dijo a nuestro jefe:
– El Sr. Viriato está cortejando a las mozas del pueblo.
– Ya le ajustaré las cuentas a mi ayudante -dijo D. Vicente- por no estar aquí cuando le llamo. Hágame usted el favor, tío Bartolomé, de llamar al señor Santurrias, que creo está en la caballeriza.
Apareció al poco rato, soñoliento y malhumorado, el venerado personaje, a quien la historia conoce con el nombre de Santurrias, y al punto reconocí su abominable efigie. Era el mismísimo acólito de D. Celestino del Malvar, el mismo rostro que no indicaba ni juventud ni vejez; la misma boca, cuyo despliegue no puedo comparar sino a la abertura de una gorra de cuartel cuando no está en la cabeza, la misma doble fila de dientes, la misma expresión de desvergüenza y descaro.
– A ver, Sr. D. Gorito Santurrias, ¿qué tienes que decirme de tu espionaje? ¿Qué lugares has recorrido y qué has visto?
– Mi general -dijo Santurrias respetuosamente-, anteayer, al filo de medio día, entré en Robledarcas pidiendo limosna. Llevaba la pierna pintada al modo de llaga y un niño de pecho en brazos, el niño era el que recogimos en Honrubia (4), cuando los franceses pegaron fuego al lugar matando a todos sus habitantes.
– Bien; ¿y dónde viste al enemigo?
– El chiquillo lloraba, y yo lloraba también, pidiendo limosna a los franceses que venían de Atienza.
– ¿Venían de Atienza?
– Sí señor.
Trijueque hacía gestos afirmativos y de aprobación, sin quitar los ojos del sacristán mendigo y guerrillero.
– Venían con mal modo -continuó este-; y me parece que rabiaban de hambre. Un oficial me dio un pedazo de pan… Yo pedía para el pobrecito niño de pecho que dije era mi nieto, pasó el general con algunos húsares, y al fin un sargento que me miró mucho, como queriendo conocerme… Mi general, para no cansar, ello es que me dieron veinte palos, y me amenazaron con fusilarme… ¡Qué palos! Las llagas fingidas se trocaron por mi desgracia en verdaderas, y ahora estaban descansando mis lomos en la cuadra.
– Vamos a lo principal; ¿qué dirección tomaron los franceses?
– No tenía yo ganas de quedarme en su compañía, después de las misas, quiero decir, de los palos, y cogiendo al chiquillo, me vine por la vuelta de Jadraque buscando a mi gente… Allí me junté con la señá Damiana Fernández, la cual me dijo que los franceses habían ido a Cogolludo.
– Que venga la señá Damiana Fernández -dijo el jefe-. ¿En dónde está?
– ¿Dónde ha de estar? -replicó Santurrias-. Con el señó (5) Cid Campeador. Ambos son uña y carne, y van montados siempre en un mismo caballo.
– Que la traigan -gritó el general-.
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