— Sí, a todos ellos, y no hay ninguno que no os honre, y cada cual quisiera que tuvierais de vos mismo la opinión que tiene todo noble romano. Éste es Trebonio.

BRUTO. — Bien venido sea.

CASIO. — Éste, Decio BRUTO.

BRUTO. — Bien venido también.

CASIO. — Éste, Casca; éste, Cina, y éste, Metelo Címber.

BRUTO. — ¡Bien venidos todos! ¿Qué vigilantes afanes se interponen entre vuestros ojos y la noche?

CASIO. — ¿Permitiréis una palabra? (bruto y casio cuchichean.)

DECIO. — ¡El Oriente cae de este lado! ¿No es aquí por donde despunta el día?

CASCA. — No.

CINA. ¡Oh! Perdón, señor, pero sí es; y aquellas franjas grises que ribetean las nubes son mensajeras del día.

CASCA. — Habréis de confesar que uno y otro estáis equivocados. Aquí, donde apunto con mi espada, se alza el Sol, que avanza rápidamente hacia el Sur, llevando en pos de sí la estación temprana del año(9) . No hay que Olvidar que se está a 14 de marzo.Dentro de un par de meses presentará su fulgor más hacia el Norte. ¡El alto Oriente está allí, en dirección del Capitolio! (10)

BRUTO. — ¡Dadme todos vuestras manos, uno por uno!

CASIO. — ¡Y juremos cumplir nuestra resolución!

BRUTO. — ¡No, nada de juramentos! ¡Si la mirada de los hombres, el sufrimiento de nuestras almas, los abusos del presente no son motivos bastante poderosos, separémonos aquí mismo y vuelva cada cual al ocioso descanso de su lecho! ¡De este modo dejaremos organizarse el despotismo previsor, hasta que sucumba por turno el último hombre! Pero si estos motivos, como estoy seguro de ello, poseen sobrado ardor para inflamar a los cobardes y dar una coraza de bravura al desmayado espíritu de las mujeres, entonces, compatriotas, ¿qué necesidad tenemos de más estímulo que nuestra propia causa para decidirnos a hacer justicia? ¿Qué otro lazo que el de romanos comprometidos por el secreto, que han empeñado su palabra y que no la burlarán? ¿Y qué mejor juramento que el pacto de la honradez con la honradez para llevar a cabo la empresa o sucumbir en la demanda? Que juren los sacerdotes, los cobardes y los hombres cautelosos, los decrépitos, los corrompidos y esas amias que sufren resignadas el ultraje, y que juren también en favor de malas causas los desdichados que inspiran dudas a los hombres. Pero no empañemos la serena virtud de nuestra empresa ni el indomable temple de nuestro ánimo suponiendo que nuestra causa o— su ejecución necesitaban jurarse, cuando cada gota de sangre que todo romano lleva, y lleva noblemente, sería culpable de diversas bastardías, si quebrantara la más mínima parte de su promesa.

CASIO. — ¿Qué hacemos de Cicerón?,¿Le sondeamos? Creo que se pondrá decididamente al lado nuestro.

CASCA. — No debemos excluirle.

CINA. — ¡No, de ningún modo!

METELO. — ¡Oh! Contemos con él, pues sus cabellos de plata granjearán una buena reputación, consiguiendo que se levanten voces para realzar nuestros hechos. Se dirá que sus juicios han dirigido nuestras manos. Nuestra mocedad y audacia, lejos de mostrarse, desaparecerán bajo su gravedad.

BRUTO. — ¡Oh, no le nombréis! ¡No nos comuniquemos con él! ¡Jamás se adherirá a cosa alguna empezada por otro!

CASIO. — Entonces, dejémosle.

CASCA. — Verdaderamente, no nos conviene.

DECIO. — No habrá de tocarse a ninguna otra persona, con la única excepción de César?

CASIO. —.