— La vela está encendida en vuestro aposento, señor. Buscando un pedernal en la ventana, hallé este papel, sellado, como veis. Tengo la seguridad de que no estaba allí cuando fui a mi lecho. (Le entrega la carta.)
BRUTO. — Vuélvete a la cama; aún no es de día. ¿No son mañana los idus de marzo, muchacho?
LUCIO. — No lo sé, señor.
BRUTO. — Mira en el calendario y ven a decírmelo.
LUCIO. — Lo haré, señor. (Sale.)
La noche se dividía para los romanos en cuatro vigilias, de tres horas cada una, que se contaban desde la puesta del Sol o fin del día, esto es, desde las seis horas de la tarde. Así, la medianoche era la vigilia tercera.
BRUTO. — Los meteoros que suban en el aire lanzan tanta luz, que bien puedo leer con ella. (Abre la carta y lee.)
«Bruto, duermes. Despierta y mírate. ¿Deberá Roma...?, etc. ¡Habla, hiere, haz justicia! Bruto, duermes. ¡Despierta!» Con frecuencia se han colocado instigaciones semejantes donde he debido tomarlas. «¿Deberá Roma...?, etc.'» Es preciso que lo complete así: ¿Deberá Roma permanecer bajo el terror de un hombre? ¿Qué? ¿Roma? Mis antepasados fueron los que arrojaron de las calles de Roma a Tarquino cuando era llamado rey. «¡Habla, hiere, haz justicia ¿Se me suplica que hable y hiera? ¡Oh Roma! Te lo prometo. ¡Si ha de ser para alcanzar justicia, recibe de las manos de Bruto cuanto le pides! (Vuelve a entrar LUCIO.)
LUCIO. — Señor, estamos a catorce de marzo. (Llaman dentro.)
BRUTO. — Está bien. Ve a abrir; alguien llama. (Sale LUCIO.) ¡Desde que Casio me excitó contra César no he podido dormir! ¡Entre la ejecución de un acto terrible y su primer impulso, todo el intervalo es como una visión o como un horrible sueño! ¡El espíritu y las potencias corporales celebran entonces consejo, y el estado del hombre, semejante a un pequeño reino, sufre entonces una verdadera insurrección! (Vuelve a entrar LUCIO.)
LUCIO. — Señor, el que llama es vuestro hermano Casio, que desea veros.
BRUTO. — ¿Viene solo?
LUCIO. — No, señor; hay otros con él.
BRUTO. — ¿Los conoces?
LUCIO. — No, señor. Llevan los sombreros calados hasta las orejas y la mitad de sus caras ocultas en los mantos; de suerte que era imposible haberlos podido descubrir por sus facciones.
BRUTO. — Déjalos pasar. (Sale LUCIO.) Son los conjurados. ¡Oh conspiración! ¿Te avergüenzas de mostrar tu peligrosa frente de noche, en que la maldad vaga más libre? ¡Oh! Entonces, ¿dónde hallarás de día una caverna bastante lóbrega para esconder tu rostro monstruoso? ¡No la busques, conspiración! Enmascárala con sonrisas y afabilidad, porque si te dejas ver bajo tu natural semblante, ni el Erebo mismo tendría suficientes tinieblas para substraerte a la prevención.
Entran los conspiradores casio, casca, decio, cina, metelo címber y trebonio
CASIO. — Temo que nuestro demasiado atrevimiento turbe vuestro reposo. Buenos días, BRUTO. ¿Os importunamos?
BRUTO. — Hasta ahora he estado en pie, despierto toda la noche. ¿Conozco a estos que os acompañan?
CASIO.
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