— Un adivino, que advierte que os guardéis dé los idus de marzo.

CÉSAR. — Traedle ante mí, que le vea la cara.

CASIO. — Amigo, sal de entre la muchedumbre; mira a CÉSAR. \ CÉSAR. — ¿Qué me dices ahora? Habla otra vez.

ADIVINO. — ¡Guárdate de los idus de marzo!

CÉSAR. — Es un visionario; dejémosle. Paso. (Música. Salen todos menos bruto y CASIO.)

CASIO.-¿Iréis a presenciar el orden de las carreras?

BRUTO. — No.

CASIO. — Os ruego que vayáis.

BRUTO. — No soy aficionado a juegos. Me falta algo de ese carácter alegre que hay en ANTONIO. Pero no impida yo vuestros gustos, CASIO. Os abandono.. CASIO. — Bruto: os observo de poco tiempo a esta parte: no hallo en vuestros ojos aquella gentileza y expresión de afecto a que estaba acostumbrado. Os manifestáis de un modo en extremo frío e impenetrable para con un amigo que os quiere.

BRUTO. — No os equivoquéis, CASIO. Si mi aspecto se ha vuelto sombrío, el descontento de mi semblante sólo va contra mí. Desde hace algún tiempo estoy atormentado por pasiones contrarias, ideas que no conciernen sino a mí propio, que quizá hayan alterado un tanto mis maneras; pero no por eso se aflijan mis buenos amigos, entre los cuales os cuento, Casio, ni den otra interpretación a mi desvío, sino que el pobre Bruto, en guerra consigo mismo, olvida las muestras de afecto a los demás.

CASIO. — Entonces, Bruto, he interpretado mal la índole de vuestras reservas, y ésta es la causa

de que ocultara en mi seno pensamientos de la mayor importancia, dignos de meditarse. Decidme, querido Bruto, ¿podéis veros la cara?

BRUTO. — No es posible, Casio, porque los ojos no pueden verse a sí mismos sino por refracción, o sea, mediante otros objetos.

CASIO. — Justamente, y es muy lamentable, Bruto, que no tengáis espejos que reflejen vuestro oculto valer ante vuestras miradas, a fin de que pudierais contemplar vuestra imagen. He oído a muchos de los hombres más respetados de Roma —excepto el inmortal César— hablar de Bruto y, gimiendo bajo la opresión de la época, suspirar por que el noble Bruto abriese los ojos. BRUTO. — ¿A qué peligros quisierais arrastrarme, Casio, que me hacéis buscar en mí mismo lo que en mí mismo no hay?

CASIO. — Vaya, querido Bruto, preparaos a oír; y puesto que sabéis que no podríais miraros tan bien como por reflejo, yo, espejo vuestro, os descubriré sin lisonjas lo que existe en vos que todavía ignoráis.