— ¡Regocijaros! ¿De qué? ¿Qué conquista trae a la patria? ¿Qué tributarios le acompañan a Roma adornando con los lazos de su cautiverio las ruedas de su carroza? ¡Estúpidos pedazos de pedernal, peores que cosas insensibles! ¡Oh corazones encallecidos, ingratos hijos de Roma! ¿No conocisteis a Pompeyo? ¡Cuántas y cuántas veces habéis escalado muros y almenas, torres y ventanas, sí, y hasta la punta de las chimeneas, con vuestros niños en brazos, y habéis esperado allí todo el largo día, en paciente expectación, para ver desfilar al gran Pompeyo por las calles de Roma! Y apenas veíais aparecer su carro, ¿no prorrumpíais en una aclamación tan estruendosa que temblaba el Tíber bajo sus bordes al escuchar el eco de vuestro clamoreo en sus cóncavas márgenes? ¿Y ahora os engalanáis con vuestros mejores vestidos? ¿Y ahora elegís este día como de fiesta? ¿Y ahora sembráis de flores el paso del que viene en triunfo sobre la sangre de Pompeyo? ¡Idos! ¡Corred a vuestras casas, doblad vuestras rodillas y suplicad a los dioses que suspendan el castigo que forzosamente ha de acarrear esta ingratitud!

FLAVIO.— ¡Idos, idos, queridos compatriotas! Y por esta falta, reunid a todas]as sencillas gentes de vuestra condición, conducidlas al Tíber y verted vuestras lágrimas en su cauce hasta que su afluente más humilde llegue a besar la mayor altura de sus riberas. (Salen los ciudadanos.) ¡Ved cómo se conmovió su rudo temple! Se alejan amordazados por su culpa... Bajad por esa vía hacia el Capitolio; yo iré por ésta. Despojad las estatuas si las halláis engalanadas con trofeos.

MARULO. — ¿Podemos hacerlo? Ya sabéis que es la fiesta de las Lupercales.

FLAVIO.— ¡No importa! No dejemos estatua alguna adornada con trofeos de César. Yo bulliré por aquí y arrojaré de las calles a la plebe. Haced igual donde notéis que se forman grupos. ¡Estas plumas en crecimiento, arrancadas a las alas de César, le harán mantenerse en un vuelo ordinario, quien, de otro modo, se remontaría sobre la vista de los hombres y nos sumiría a todos en un sobrecogimiento servil. (Salen.)

 

SCENA SECUNDA

El mismo lugar. — Una plaza pública

 

Entran en —procesión, con música, césar, antonio, ataviados para las carreras; calpurnia, porcia, decio, cicerón, bruto, casio y casca; una gran muchedumbre los sigue, entre los que

se halla un adivino

CÉSAR. — ¡Calpurnia!. (3)

CASCA. — ¡Silencio, oh! César habla. (Cesa la música.)

CÉSAR — ¡Calpurnia!

CALPURNIA. — Aquí me tenéis, señor.

CÉSAR. — Colocaos en la dirección del paso de Antonio cuando emprenda su carrera . ¡Antonio! (4)

ANTONIO. — ¡César, señor!

CÉSAR. — No olvidéis en la rapidez de vuestra carrera, Antonio, de tocar a Calpurnia, pues, al decir de nuestros antepasados, la infecunda, tocada en esta santa carrera, se libra de la maldición de su esterilidad. (5)

ANTONIO. — Lo tendré presente. Cuando César dice: «Haz esto», se hace.

CÉSAR. — Proseguid, y no olvidéis ninguna ceremonis. (Trompetería.) (6)

ADIVINO. — ¡César!

CÉSAR. — ¡Eh! ¿Quién llama?

CASCA. — ¡Que cese todo ruido! ¡Silencio de nuevo! (Cesa la música.)

CÉSAR. — ¿Quién de entre la muchedumbre me ha llamado? Oigo una voz, más vibrante que toda la música, gritar: «¡César!» Habla; César se vuelve para oírte.

ADIVINO. — ¡Guárdate de los idus de marzo!

CÉSAR. — ¿Quién es ese hombre?

BRUTO.