Por lo demás, hay que reconocer que era ruidosa y hasta, si cabe, un poco salvaje; odiaba el aseo excesivo y que se ejerciese cualquier control sobre ella, y amaba sobre todas las cosas rodar por la pendiente suave y cubierta de musgo que había por detrás de la casa.

Tal era Catherine Morland a los diez años de edad. Al llegar a los quince comenzó a mejorar exteriormente; se rizaba el cabello y suspiraba de anhelo esperando el día en que se la permitiera asistir a los bailes. Se le embelleció el cutis, sus facciones se hicieron más finas, la expresión de sus ojos más animada y su figura adquirió mayor prestancia. Su inclinación al desorden se convirtió en afición a la frivolidad, y, lentamente, su desaliño dio paso a la elegancia. Hasta tal punto se hizo evidente el cambio que en ella se operaba que en más de una ocasión sus padres se permitieron hacer observaciones acerca de la mejoría que en el porte y el aspecto exterior de su hija se advertía. «Catherine está mucho más guapa que antes», decían de vez en cuando, y estas palabras colmaban de alegría a la chica, pues para la mujer que hasta los quince años ha pasado por fea, el ser casi guapa es tanto como para la siempre bella ser profunda y sinceramente admirada.

Mrs. Morland era una madre ejemplar, y como tal deseaba que sus hijas fueran lo que debieran ser, pero estaba tan ocupada en dar a luz y criar y cuidar a sus hijos más pequeños, que el tiempo que podía dedicar a los mayores era más bien escaso. Ello explica el que Catherine, de cuya educación no se preocuparon seriamente sus padres, prefiriese a los catorce años jugar por el campo y montar a caballo antes que leer libros instructivos. En cambio, siempre tenía a mano aquellos que trataban única y exclusivamente de asuntos ligeros y cuyo objeto no era otro que servir de pasatiempo. Felizmente para ella, a partir de los quince años empezó a aficionarse a lecturas serias, que, al tiempo que ilustraban su inteligencia, le procuraban citas literarias tan oportunas como útiles para quien estaba destinada a una vida de vicisitudes y peripecias.

De las obras de Pope aprendió a censurar a los que

llevan puesto siempre el disfraz de la pena.

De las de Gray, que

Más de una flor nace y florece sin ser vista, perfumando pródigamente el aire del desierto.

De las de Thompson, que

...Es grato el deber de enseñar a brotar las ideas nuevas.

De las de Shakespeare adquirió prolija e interesante información, y entre otras cosas la de que

Pequeñeces ligeras como el aire

son para el celoso confirmación plena,

pruebas tan irrefutables como las Sagradas Escrituras.

Y que

El pobre insecto que pisamos

siente al morir un dolor tan intenso

como el que pueda experimentar un gigante.

Finalmente, se enteró de que la joven enamorada se asemeja a

La imagen de la Paciencia que desde un monumento sonríe al Dolor.

La educación de Catherine se había perfeccionado, como se ve, de manera notable. Y si bien jamás llegó a escribir un soneto ni a entusiasmar a un auditorio con una composición original, nunca dejó de leer los trabajos literarios y poéticos de sus amigas ni de aplaudir con entusiasmo y sin demostrar fatiga las pruebas del talento musical de sus íntimas. En lo que menos logró imponerse Catherine fue en el dibujo; ni siquiera consiguió aprender a manejar el lápiz, ni siquiera para plasmar en el papel el perfil de su amado. A decir verdad, en este terreno no alcanzó tanta perfección como su porvenir heroico-romántico exigía. Claro que, por el momento, y no teniendo amado a quien retratar, no se daba cuenta de que carecía de esa habilidad. Porque Catherine había cumplido diecisiete años sin que hombre alguno hubiera logrado despertar su corazón del letargo infantil ni inspirado una sola pasión, ni excitado la admiración más pasajera y moderada. Todo lo cual era muy extraño. Sin embargo, cualquier cosa, por incomprensible que nos parezca, tiene explicación si se indagan las causas que la originan, y la ausencia de amor en la vida de Catherine hasta los diecisiete años se comprenderá fácilmente si se considera que ninguna de las familias que conocía había traído al mundo un niño de origen desconocido; detalle importantísimo tratándose de la historia de una heroína. Tampoco vivía ningún aristócrata en la comarca, ni quiso la casualidad que Mr. Morland fuese nombrado tutor de un huérfano, ni que el mayor hacendado de los alrededores tuviese hijos varones.

No obstante, cuando una joven nace para ser protagonista de una historia de amor no puede oponerse a su destino la perversidad acumulada de unas cuantas familias . En el momento oportuno siempre surge algo que impulsa al héroe indispensable a cruzarse en su camino, y en el caso de Catherine un tal Mr. Allen, dueño de la propiedad más importante de Fullerton, el pueblo a que pertenecía la familia Morland, quien fue el instrumento elegido para tan alto fin. A dicho caballero le habían sido rentadas las aguas de Bath, y su esposa, una dama muy corpulenta pero de carácter excelente, comprendiendo sin duda que cuando una señorita de pueblo no tropieza con aventura alguna allí donde vive, debe salir a buscarlas en otro lugar, invitó a Catherine a que los acompañase. Accedieron gustosos a tal petición Mr. y Mrs. Morland, y la vida para Catherine se trocó desde aquel momento en una esperanza bella y atrayente.


2

A lo explicado en las páginas anteriores respecto a las dotes personales y mentales de Catherine en el momento de lanzarse a los peligros que, como todo el mundo sabe, rodean a los balnearios, debe añadirse que la niña era afectuosa y alegre, que carecía de vanidad y afectación, que sus modales eran sencillos, su conversación amena, su porte distinguido, y que todo ello compensaba la falta de los conocimientos que, al fin y al cabo, tampoco poseen otros cerebros femeninos a la edad de diecisiete años.A medida que se acercaba la hora de partir rumbo a Bath, Mrs. Morland debería haberse mostrado profundamente afligida, debería haber presentido mil incidentes calamitosos y, con lágrimas en los ojos, pronunciar palabras de amonestación y consejo. Visiones de nobles cuya única finalidad en la vida fuera la de embaucar a doncellas inocentes y huir con ellas a lugares misteriosos y desconocidos, deberían, asimismo, haber poblado su mente. Pero Mrs. Morland era tan sencilla, se hallaba tan lejos de sospechar cuáles podrían ser, cuáles eran, según aseguraban las novelas, las maldades de que se mostraban capaces los aristócratas de su tiempo, y los peligros que rodeaban a las jóvenes que por primera vez se lanzaban al mundo, que no se preocupó prácticamente de la suerte que pudiera correr su hija, hasta el punto de limitar a dos las advertencias que al partir le dirigió, y que fueron las siguientes: que se abrigase la garganta al salir por las noches y que llevase apuntados en un cuadernito los gastos que hiciera durante su ausencia.

Al llegar tales momentos, correspondía a Sally, o Sarah —¿qué señorita que se respete llega a los dieciséis años sin cambiar su nombre de pila?—, el puesto de confidente íntima de su hermana. Sin embargo, tampoco ella se mostró a la altura de las circunstancias, exigiendo a Catherine que le prometiese que escribiría a menudo transmitiendo cuantos detalles de su vida en Bath pudieran resultar interesantes.