La familia Morland mostró, en lo relativo a tan importante viaje, una compostura inexplicable y más en consonancia con los acontecimientos de un vivir diario y monótono, y sentimientos plebeyos, que con las tiernas emociones que la primera separación de una heroína del seno del hogar suelen y deben inspirar. Mr. Morland, por su parte, en lugar de entregar a su hija un billete de banco de cien libras esterlinas, advirtiéndole que contaba a partir de ese momento con un crédito ilimitado abierto a su nombre, confió a la joven e inexperta muchacha diez guineas y le prometió darle alguna cosita más si tenía necesidad urgente de ello.

Con elementos tan poco favorables para la formación de una novela, emprendió Catherine su primer viaje. Este tuvo lugar sin inconveniente alguno; los viajeros no se vieron sorprendidos por salteadores ni tempestades; ni siquiera consiguieron encontrarse con el ansiado héroe. Lo único que por espacio de breves momentos logró interrumpir su tranquilidad fue la suposición de que Mrs. Allen había olvidado sus chinelas en la posada, temor que, finalmente, resultó infundado.

Finalmente llegaron a Bath. Catherine no cabía en sí de gozo; dirigía a todos lados la mirada, deseosa de disfrutar de las bellezas que encontraban a su paso por los alrededores de la población y por las calles amplias y simétricas de ésta. Había ido a Bath para ser feliz, y ya lo era.

A poco de llegar se instalaron en una cómoda posada de Pulteney Street.

Antes de proseguir conviene tener al corriente a los lectores del modo de ser de Mrs. Allen, con el objeto de que aprecien hasta qué punto influyó en el transcurso de esta historia y si entrañará el carácter de dicha señora capacidad para labrar la desgracia de Catherine; en una palabra: si será capaz de interpretar el papel de villana de la novela, que es el que le correspondería, bien haciendo a su protegida víctima de un egoísmo y una envidia despiadados, bien con denodada perfidia interceptando sus cartas, difamándola o echándola de su casa.

Mrs. Allen pertenecía a la categoría de mujeres cuyo trato nos obliga a preguntarnos cómo se las arreglaron para encontrar la persona dispuesta a contraer matrimonio con ellas. Para empezar diremos que carecía tanto de belleza como de talento y simpatía personal. Mr. Allen no tuvo más base en que fundar su elección que la que pudiera ofrecerle cierta distinción de porte, una frivolidad sosegada y un carácter bastante tranquilo. Nadie, en cambio, más indicada que su esposa para presentar a una joven en sociedad, ya que a la buena señora le encantaba tanto salir y divertirse como a cualquier muchacha ávida de emociones. Su pasión eran los trapos. Vestir bien era uno de los mayores placeres de Mrs. Allen, y tan trascendental que en aquella ocasión hubieron de emplearse tres o cuatro días en buscar lo más nuevo, lo más elegante, lo que estuviera más en armonía con los últimos mandatos de la moda, antes de que la amable y excelente esposa de Mr. Allen se mostrase dispuesta a presentarse ante el mundo distinguido de Bath. Catherine invirtió su tiempo y su dinero adquiriendo algunos adornos con que embellecer su indumento; y una vez que todo estuvo dispuesto, esperó con ansiedad la noche de su presentación en los salones del gran casino del balneario. Una vez llegada ésta, un peluquero experto onduló el cabello de la muchacha, recogiéndoselo en artístico peinado. Tras vestirse poniendo exquisita atención en los detalles tanto Mrs. Allen como su doncella reconocieron que Catherine estaba verdaderamente atractiva. Animada por tan autorizadas opiniones, la muchacha se despreocupó por completo, ya que le bastaba la idea de pasar inadvertida, pues no se creía lo bastante bonita para provocar admiración. Mrs. Allen invirtió tanto tiempo en vestirse que cuando al fin llegaron al baile los salones ya se encontraban atestados. Apenas pusieron pie en el edificio, Mr. Allen desapareció en dirección a la sala de juego, dejando que las damas se las arreglasen como pudieran para encontrar asiento. Cuidando más de su traje que de su protegida, Mrs. Allen se abrió paso entre los caballeros, que, en grupo compacto, obstruían el acceso al salón; y Catherine, temiendo quedar rezagada, pasó su brazo por el de su acompañante, asiéndola con tal fuerza que no lograron separarlas el flujo y reflujo de las personas que pasaban por su lado. Una vez dentro del salón, sin embargo, las señoras se encontraron con que, lejos de resultarles más fácil el adelantar, aumentaban la bulla y las apreturas.