No ha podido ser, y lo lamento.

—Otra noche quizá consigamos que lo pase mejor —dijo con tono consolador Mr. Allen.

Apenas se hubo terminado el baile comenzó a marcharse la concurrencia, dejando lugar para que quienes quedaban pudieran moverse con mayor comodidad y para que nuestra heroína, cuyo papel durante la noche no había sido verdaderamente muy lucido, consiguiera ser vista y admirada. A medida que transcurrían los minutos y menguaba el número de asistentes, Catherine encontró nuevas ocasiones de exponer sus encantos. Al fin pudieron verla muchos jóvenes, para quienes antes su presencia había pasado inadvertida. A pesar de ello, ninguno entró en éxtasis al contemplarla, ni se apresuró a interrogar acerca de su procedencia a persona alguna, ni calificó de divina su belleza, y eso que Catherine estaba bastante guapa, hasta el punto que si alguno de los presentes la hubiese conocido tres años antes habría quedado maravillado del cambio que se observaba en su rostro.

A pesar de no haber sido objeto de la frenética admiración que su condición de heroína requería, Catherine oyó decir a dos caballeros que la encontraban bonita aquellas palabras produjeron tal efecto en su ánimo que la hicieron modificar su opinión acerca de los placeres de aquella velada. Satisfecha con ellas su humilde vanidad, Catherine sintió por sus admiradores una gratitud más intensa que la que en heroínas de mayor fuste habrían provocado los más halagadores sonetos, y la muchacha, satisfecha de sí y del mundo en general, de la admiración y las atenciones con que últimamente era obsequiada, se mostró con todos de muy buen talante y excelente humor.


3

De allí en adelante, cada día trajo consigo nuevas ocupaciones y deberes, tales como las visitas a las tiendas, el paseo por la población, la bajada al balneario, donde pasaban las dos amigas el rato mirando a todo el mundo, pero sin hablar con nadie. Mrs. Allen seguía insistiendo en la conveniencia de formar un círculo de amistades, y lo mencionaba cada vez que se daba cuenta de cuan grandes eran las desventajas de no contar entre tanta gente con un solo conocido o amigo.

Pero cierto día en que visitaban un salón en el que solían darse conciertos y bailes, quiso la suerte favorecer a nuestra heroína presentándole, por mediación del maestro de ceremonias, cuya misión era buscar parejas de baile a las damas, a un apuesto joven llamado Tilney, de unos veinticinco años, estatura elevada, rostro simpático, mirada inteligente y, en conjunto, sumamente agradable. Sus modales eran los de un perfecto caballero, y Catherine no pudo por menos de congratularse de que la suerte le hubiera deparado tan grata pareja. Cierto que mientras bailaban apenas les fue posible conversar, pero cuando más tarde se sentaron a tomar el té tuvo ocasión de convencerse de que aquel joven era tan encantador como su apariencia la había inducido a suponer. Tilney hablaba con desparpajo y entusiasmo tales de cuantos asuntos se le antojó tratar, que Catherine sintió un interés que no acertó a disimular, y eso que muchas veces no entendía una palabra de lo que decía. Después de charlar un rato acerca del ambiente que los rodeaba, Tilney dijo de repente:

—Le ruego que me perdone por no haberle preguntado cuánto tiempo lleva usted en Bath, si es la prima vez que visita el balneario y si ha estado usted en los salones de baile y en el teatro. Confieso mi negligencia y suplico que me ayude a reparar mi falta satisfaciendo mi curiosidad al respecto. Si le parece la ayudaré formulando las preguntas por orden correlativo.

—No necesita molestarse, caballero.

—No es molestia, señorita —dijo él, y adoptando una expresión de exagerada seriedad, y bajando afectadamente la voz, preguntó—: ¿Cuánto tiempo lleva usted en Bath?

—Una semana, aproximadamente —contestó Catherine, tratando de hablar con la gravedad debida.

—¿De veras? —dijo él con tono que afectaba sorpresa.

—¿ Por qué se sorprende, caballero ?

—Es lógico que me lo pregunte, pero debe saber que la sorpresa no es una emoción fácil de disimular, sino tan razonable como cualquier otro sentimiento. Ahora le ruego que me diga si ha pasado usted alguna otra temporada en este balneario.

—No señor; ninguna.

—¿De veras? ¿Ha ido usted a otros salones de baile?

—Sí, señor; el lunes pasado.

—Y en el teatro, ¿ ha estado usted ?

—Sí, señor; el martes.

—¿Ha asistido a algún concierto?

—Sí, el del pasado miércoles.

—¿Le gusta Bath?

—Bastante.

—Una pregunta más y luego podemos seguir hablando como seres racionales.

Catherine apartó la vista; no sabía si echarse a reír o no.

—Ya veo cuan mala es la opinión que se ha formado usted de mí —díjole el joven seriamente—. Imagino lo que escribirá mañana en su diario.

—¿Mi diario?

—Sí. Me figuro que escribirá usted lo siguiente: «Viernes: estuve en un salón de baile, vistiendo mi traje de muselina azul y zapatos negros; provoqué bastante admiración, pero me vi acosada por un hombre extraño, que insistió en bailar conmigo y en molestarme con sus necedades.»

—Creo que se equivoca.

—Aun así, ¿me permite que le diga qué debería escribir?

—Si lo desea...

—Pues esto: «Bailé con un joven muy agradable, que me fue presentado por Mr. King; sostuve con él una larga conversación, en el curso de la cual pude convencerme de que estaba tratando con un hombre de extraordinario talento. Me encantaría conocerlo más a fondo.» Eso, señorita, es lo que quisiera que escribiera usted.

—Podría ocurrir, sin embargo, que no tuviese costumbre de escribir un diario.

—También podría ocurrir que en este momento no estuviese usted en el salón. Hay cosas acerca de las cuales no es posible dudar. ¿Cómo, si no escribiese un diario, iban luego sus primas y amigas a conocer sus impresiones durante su estancia en Bath? ¿Cómo, sin la ayuda de un diario, iba usted a llevar cuenta debida de las atenciones recibidas, ni a recordar el color de sus trajes y el estado de su cutis y su cabello en cada ocasión? No, mi querida amiga, no soy tan ignorante ni desconozco las costumbres de las señoritas de la sociedad tanto como usted, por lo visto, supone. La grata costumbre de llevar un diario contribuye a la encantadora facilidad que para escribir muestran las señoras y por la que tan justa han sido celebradas.

Todo el mundo reconoce que el arte de escribir cartas bellas es esencialmente femenino. Tal vez dicha facultad sea un don de la Naturaleza, pero opino que la práctica de llevar un diario ayuda a desarrollar este talento instintivo.

—Muchas veces he dudado —dijo Catherine con aire pensativo— de que la mujer sepa escribir mejores cartas que el hombre. En mi opinión, no es en este terreno donde debemos buscar nuestra superioridad.

—Pues la experiencia me dice que el estilo epistolar de la mujer sería perfecto si no adoleciera de tres defectos

—¿Cuáles?

—Falta de asunto, ausencia de puntuación y cierta ignorancia de las reglas gramaticales.

—De saberlo no me habría apresurado a renunciar al cumplido. Veo que no merecemos su buena opinión en este sentido.

—No me entiende usted; lo que niego es que, con regla general, pueda imponerse la superioridad de un sexo, y que ambos demuestran igual aptitud para todo aquello que está basado en la elegancia y el buen gusto.

Al llegar a este punto, Mrs. Allen interrumpió la conversación.

—Querida Catherine —dijo—, te suplico que me quites el alfiler con que llevo prendida esta manga. Temo que haya sufrido un desperfecto, y lo lamentaré, pues se trata de uno de mis vestidos predilectos, a pesar de que la tela no me ha costado más que nueve chelines la vara.

—Precisamente en eso estimaba yo su corte —intervino Mr. Tilney.

—¿Entiende usted de muselinas, caballero?

—Bastante; elijo siempre mis corbatines, y hasta tal punto ha sido elogiado mi gusto, que en más de una ocasión mi hermana me ha confiado la elección de sus vestidos. Hace unos días le compré uno, y cuantas señoras lo han visto han declarado que el precio no podía ser más conveniente. Pagué la tela a cinco chelines la vara, y se trataba nada menos que de una muselina de la India...

Mrs.