Allen se apresuró a elogiar aquel talento sin igual.
—¡Qué pocos hombres hay —dijo— que entiendan de estas cosas! Mi marido no sabe distinguir un género de otro. Usted, caballero, debe de ser de gran consuelo y utilidad para su hermana.
—Así lo espero, señora.
—Y ¿podría decirme qué opinión le merece el traje que lleva Miss Morland?
—El tejido tiene muy buen aspecto, pero no creo que quede bien después de lavado. Estas telas se deshilachan fácilmente.
—¡Qué cosas dice! —exclamó Catherine entre risas—. ¿Cómo puede usted ser tan... iba a decir «absurdo» ?
—Coincido con usted, caballero —dijo Mrs. Allen—, y así se lo hice saber a Miss Morland cuando se decidió a comprarlo.
—Como bien sabrá, señora, las muselinas tienen mil aplicaciones y son susceptibles de innumerables cambios. Seguramente Miss Morland, llegado el momento, aprovechará su traje haciéndose con él una pañoleta o una cofia. La muselina no tiene desperdicio; así se lo he oído decir a mi hermana muchas veces cuando se ha excedido en el coste de un traje o ha echado a perder algún trozo al cortarlo.
—¡Qué población tan encantadora es ésta!, ¿verdad, caballero? Y cuántos establecimientos de modas se encuentran en ella. En el campo carecemos de tiendas, y eso que en la ciudad de Salisbury las hay excelentes; pero está tan lejos de nuestro pueblo... Ocho millas... Mi marido asegura que son nueve, pero yo estoy persuadida de que son ocho, y... es bastante; pues siempre que voy a dicha ciudad vuelvo a casa rendida. Aquí, en cambio, con salir a la puerta se encuentra todo cuanto pueda desearse.
Mr. Tilney tuvo la cortesía de fingir interés en cuanto le decía Mrs. Allen, y ésta, animada por se atención, le entretuvo hablando de muselinas hasta que se reanudó la danza. Catherine empezó a creer, al oírlos que al joven caballero le divertían tal vez en exceso las debilidades ajenas.
—¿En qué piensa usted? —le preguntó Tilney mientras se dirigía con ella hacia el salón de baile—. Espero que no sea en su pareja, pues a juzgar por los movimientos de cabeza que ha hecho usted, meditar en ello no debió de complacerla.
Catherine se ruborizó y contestó con ingenuidad
—No pensaba en nada.
—Sus palabras reflejan discreción y picardía; pero yo preferiría que me dijera francamente que prefiere no contestar a mi pregunta.
—Está bien, no quiero decirlo.
—Se lo agradezco; ahora estoy seguro de que llegaremos a conocernos, pues su respuesta me autoriza a bromear con usted acerca de este punto siempre que nos veamos, y nada como tomarse a risa esta clase de cosas para favorecer el desarrollo de la amistad.
Bailaron una vez más, y al terminar la fiesta se separaron con vivos deseos, al menos por parte de ella, de que aquel conocimiento mutuo prosperase. No sabemos a ciencia cierta si mientras sorbía en la cama su acostumbrada taza de vino caliente con especias Catherine pensaba en su pareja lo bastante para soñar con él durante la noche; pero, de ocurrir así, es de esperar que el sueño fuera de corta duración, un ligero sopor a lo sumo; porque si es cierto, y así lo asegura un gran escritor, que ninguna señorita debe enamorarse de un hombre sin que éste le haya declarado previamente su amor, tampoco debe estar bien el que una joven sueñe con un hombre antes de que éste haya soñado con ella.
Por lo demás, hemos de añadir que Mr. Allen, sin tener en cuenta, tal vez, las cualidades que como soñador o amador pudieran adornar a Mr. Tilney, hizo aquella misma noche indagaciones respecto al nuevo amigo de su joven protegida, mostrándose dispuesto a que tal amistad prosperase, una vez que hubo averiguado que Mr. Tilney era ministro de la Iglesia anglicana y miembro de una distinguidísima familia.
4
Al día siguiente Catherine acudió al balneario más temprano que de costumbre. Estaba convencida de que en el curso de la mañana vería a Mr. Tilney, y dispuesta a obsequiarle con la mejor de sus sonrisas; pero no tuvo ocasión de ello, pues Mr. Tilney no se presentó. Seguramente no quedó en Bath otra persona que no frecuentase aquellos salones. La gente salía y entraba sin cesar; bajaban y subían por la escalinata cientos de hombres y mujeres por los que nadie tenía interés, a los que nadie deseaba ver; únicamente Mr. Tilney permanecía ausente.
—¡Qué delicioso sitio es Bath! —exclamó Mrs. Allen cuando, después de pasear por los salones hasta quedar exhaustas, decidieron sentarse junto al reloj grande—. ¡Qué agradable sería contar con la compañía de un conocido!
Mrs. Allen había manifestado ese mismo deseo tantas veces, que no era de suponer que pensase seriamente en verlo satisfecho al cabo de los días.
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