¡Aquí no se vuelve a dar un paso que yo no sienta!

CRIADA.— (Entrando.) ¡En lo alto de la calle hay un gran gentío y todos los vecinos están en sus puertas!

BERNARDA.— (A Poncia.) ¡Corre a enterarte de lo que pasa! (Las mujeres corren para salir.) ¿Dónde vais? Siempre os supe mujeres ventaneras y rompedoras de su luto. ¡Vosotras al patio!

(Salen y sale Bernarda. Se oyen rumores lejanos. Entran Martirio y Adela, que se quedan escuchando y sin atreverse a dar un paso más de la puerta de salida.)

MARTIRIO.— Agradece a la casualidad que no desaté mi lengua.

ADELA.— También hubiera hablado yo.

MARTIRIO.— ¿Y qué ibas a decir? ¡Querer no es hacer!

ADELA.— Hace la que puede y la que se adelanta. Tú querías, pero no has podido.

MARTIRIO.— No seguirás mucho tiempo.

ADELA.— ¡Lo tendré todo!

MARTIRIO.— Yo romperé tus abrazos.

ADELA.— (Suplicante.) ¡Martirio, déjame!

MARTIRIO.— ¡De ninguna!

ADELA.— ¡Él me quiere para su casa!

MARTIRIO.— ¡He visto cómo te abrazaba!

ADELA.— Yo no quería. He ido como arrastrada por una maroma.

MARTIRIO.— ¡Primero muerta!

(Se asoman Magdalena y Angustias. Se siente crecer el tumulto.)

LA PONCIA.— (Entrando con Bernarda.) ¡Bernarda!

BERNARDA.— ¿Qué ocurre?

LA PONCIA.— La hija de la Librada, la soltera, tuvo un hijo no se sabe con quién.

ADELA.— ¿Un hijo?

LA PONCIA.— Y para ocultar su vergüenza lo mató y lo metió debajo de unas piedras; pero unos perros, con más corazón que muchas criaturas, lo sacaron y como llevados por la mano de Dios lo han puesto en el tranco de su puerta. Ahora la quieren matar. La traen arrastrando por la calle abajo, y por las trochas y los terrenos del olivar vienen los hombres corriendo, dando unas voces que estremecen los campos.

BERNARDA.— Sí, que vengan todos con varas de olivo y mangos de azadones, que vengan todos para matarla.

ADELA.— ¡No, no, para matarla no!

MARTIRIO.— Sí, y vamos a salir también nosotras.

BERNARDA.— Y que pague la que pisotea su decencia.

(Fuera su oye un grito de mujer y un gran rumor.)

ADELA.— ¡Que la dejen escapar! ¡No salgáis vosotras!

MARTIRIO.— (Mirando a Adela.) ¡Que pague lo que debe!

BERNARDA.— (Bajo el arco.) ¡Acabar con ella antes que lleguen los guardias! ¡Carbón ardiendo en el sitio de su pecado!

ADELA.— (Cogiéndose el vientre.) ¡No! ¡No!

BERNARDA.— ¡Matadla! ¡Matadla!

ACTO TERCERO

(Cuatro paredes blancas ligeramente azuladas del patio interior de la casa de Bernarda. Es de noche. El decorado ha de ser de una perfecta simplicidad. Las puertas, iluminadas por la luz de los interiores, dan un tenue fulgor a la escena.)

(En el centro, una mesa con un quinqué, donde están comiendo Bernarda y sus hijas. La Poncia las sirve. Prudencia está sentada aparte.)

(Al levantarse el telón hay un gran silencio, interrumpido por el ruido de platos y cubiertos.)

PRUDENCIA.— Ya me voy. Os he hecho una visita larga. (Se levanta.)

BERNARDA.— Espérate, mujer. No nos vemos nunca.

PRUDENCIA.— ¿Han dado el último toque para el rosario?

LA PONCIA.— Todavía no.

(Prudencia se sienta.)

BERNARDA.— ¿Y tu marido cómo sigue?

PRUDENCIA.— Igual.

BERNARDA.— Tampoco lo vemos.

PRUDENCIA.— Ya sabes sus costumbres. Desde que se peleó con sus hermanos por la herencia no ha salido por la puerta de la calle. Pone una escalera y salta las tapias del corral.

BERNARDA.— Es un verdadero hombre. ¿Y con tu hija...?

PRUDENCIA.— No la ha perdonado.

BERNARDA.— Hace bien.

PRUDENCIA.— No sé qué te diga. Yo sufro por esto.

BERNARDA.— Una hija que desobedece deja de ser hija para convertirse en una enemiga.

PRUDENCIA.— Yo dejo que el agua corra. No me queda más consuelo que refugiarme en la iglesia, pero como me estoy quedando sin vista tendré que dejar de venir para que no jueguen con una los chiquillos. (Se oye un gran golpe, como dado en los muros.) ¿Qué es eso?

BERNARDA.— El caballo garañón, que está encerrado y da coces contra el muro. (A voces.) ¡Trabadlo y que salga al corral! ( En voz baja.) Debe tener calor.

PRUDENCIA.— ¿Vais a echarle las potras nuevas?

BERNARDA.— Al amanecer.

PRUDENCIA.— Has sabido acrecentar tu ganado.

BERNARDA.— A fuerza de dinero y sinsabores.

LA PONCIA.— (Interviniendo.) ¡Pero tiene la mejor manada de estos contornos! Es una lástima que esté bajo de precio.

BERNARDA.— ¿Quieres un poco de queso y miel?

PRUDENCIA.— Estoy desganada.

(Se oye otra vez el golpe.)

LA PONCIA.— ¡Por Dios!

PRUDENCIA.— ¡Me ha retemblado dentro del pecho!

BERNARDA.— (Levantándose furiosa) ¿Hay que decir las cosas dos veces? ¡Echadlo que se revuelque en los montones de paja! (Pausa, y como hablando con los gañanes.) Pues encerrad las potras en la cuadra, pero dejadlo libre, no sea que nos eche abajo las paredes. (Se dirige a la mesa y se sienta otra vez.) ¡Ay, qué vida!

PRUDENCIA.— Bregando como un hombre.

BERNARDA.— Así es. (Adela se levanta de la mesa.) ¿Dónde vas?

ADELA.— A beber agua.

BERNARDA.— (En alta voz.) Trae un jarro de agua fresca. (A Adela.) Puedes sentarte. (Adela se sienta.)

PRUDENCIA.— Y Angustias, ¿cuándo se casa?

BERNARDA.— Vienen a pedirla dentro de tres días.

PRUDENCIA.— ¡Estarás contenta!

ANGUSTIAS.— ¡Claro!

AMELIA.— (A Magdalena.) ¡Ya has derramado la sal!

MAGDALENA.— Peor suerte que tienes no vas a tener.

AMELIA.— Siempre trae mala sombra.

BERNARDA.— ¡Vamos!

PRUDENCIA.— (A Angustias.) ¿Te ha regalado ya el anillo?

ANGUSTIAS.— Mírelo usted. (Se lo alarga.)

PRUDENCIA.— Es precioso. Tres perlas.