Después llevó al joven a proa para tomar unos grogs[6]. Pero Frédéric volvió pronto, bajo el toldo, a donde había regresado Mme. Arnoux. Ella leía un pequeño libro de tapas grises. Las dos comisuras de su boca se levantaban por momentos, y un destello de placer iluminaba su frente. Él sintió celos del que había inventado aquellas cosas en las que ella parecía estar entretenida. Cuanto más la contemplaba, más sentía que entre ella y él se ahondaban grandes abismos. Pensaba que tendría que dejarla muy pronto, irrevocablemente, sin haberle arrancado una palabra, sin dejarle ni siquiera un recuerdo.
A la derecha se extendía una llanura, a la izquierda un pastizal iba suavemente a unirse con una colina, donde se veían viñedos, nogales, un molino entre la hierba y pequeños caminos más allá haciendo zigzag sobre la roca blanca que limitaba con el horizonte. ¡Qué dicha subir juntos, abrazándole la cintura, mientras que su vestido iría barriendo las hojas amarillentas, escuchando su voz, bajo el brillo de sus ojos! El barco podía pararse, no tenían más que bajar; y esta cosa tan sencilla era, sin embargo, más difícil que remover el sol.
Un poco más lejos apareció un castillo, de tejado puntiagudo, con torretas cuadradas. Un macizo de flores se extendía delante de su fachada; bajo los altos tilos se prolongaban avenidas como bóvedas negras. Él se la imaginó pasando a la orilla de las glorietas. En este momento, una señora y un hombre, jóvenes los dos, aparecieron en la escalinata, entre los maceteros de naranjos. Después, todo desapareció.
La niña jugaba alrededor de él. Frédéric quiso besarla. Ella se escondió detrás de su muchacha; su madre la regañó por no ser amable con el señor que le había salvado su chal. ¿Era una pregunta indirecta?
«¿Me va a hablar por fin?», se preguntaba él.
El tiempo apremiaba. ¿Cómo obtener una invitación a casa de Arnoux? Y él no imaginó nada mejor que hacerle observar el color del otoño, añadiendo:
—Pronto llega el invierno, la temporada de los bailes y las cenas.
Pero Arnoux estaba todo ocupado con su equipaje. Apareció la cuesta de Surville, los dos puentes se acercaban, pasaron a lo largo de una cordelería, luego de una hilera de casas bajas; debajo había calderas de alquitrán, astillas de madera; y unos chiquillos corrían por la arena jugando a la rueda. Frédéric reconoció a un hombre con un chaleco de mangas; le gritó:
—Date prisa.
Estaban llegando. Le fue difícil encontrar a Arnoux entre la muchedumbre de pasajeros, y el otro respondió estrechándole la mano:
—Mucho gusto, señor.
Una vez en el muelle, Frédéric se volvió. Ella estaba cerca del timón, de pie. Él le dirigió una mirada en la que había intentado poner toda su alma; como si no hubiese hecho nada, ella permaneció inmóvil. Después, sin prestar atención a los saludos de su criado:
—¿Por qué no has acercado el coche hasta aquí?
El pobre hombre se disculpaba.
—¡Qué torpe! Dame dinero.
Y se fue a comer a una fonda.
Un cuarto de hora después sintió deseos de entrar como al azar en el patio de las diligencias. ¿Podría acaso verla todavía?
«¿Para qué?», se dijo.
Y se marchó en su coche. Los dos caballos no eran de su madre. Había pedido prestado el del señor Chambrion, el recaudador, para engancharlo con el suyo. (Isidoro, que había salido la víspera, había descansado en Bray hasta la noche y había dormido en Montereau, tan bien que los animales, descansados, trotaban ligeros). A lo largo del camino se extendían interminables campos regados. Dos líneas de árboles bordeaban la carretera, montones de grava se sucedían; y poco a poco Villeneuve-Saint-Georges, Ablon, Châtillon, Corbeil, y los demás pueblos, todo su viaje le vino a la memoria, de una manera tan clara que ahora distinguía detalles nuevos, particularidades más íntimas; bajo el último volante de su vestido asomaba su pie en una fina botina de seda, de color marrón; la tienda de cutil formaba un amplio dosel sobre su cabeza, y las pequeñas borlas rojas del reborde temblaban sin cesar bajo la brisa.
Se parecía a las mujeres de los libros románticos. El no hubiera querido añadir ni quitar nada a su persona.
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