Su vestido de muselina clara, de pequeños lunares, se abría en numerosos pliegues. Estaba bordando algo; y su nariz recta, su barbilla, toda su persona destacaba sobre el fondo del cielo azul.
Como ella seguía en la misma actitud, Frédéric dio varias vueltas a derecha y a izquierda para disimular su maniobra; después se paró muy cerca de su sombrilla, apoyada en el banco, y fingía observar una chalupa en el río.
Jamás había visto aquel esplendor de su piel morena, la seducción de su talle, ni aquella finura de dedos bañados por la luz. Contemplaba su cesto de costura, embelesado, como una cosa extraordinaria. ¿Cuáles eran su nombre, su casa, su vida, su pasado? Deseaba conocer los muebles de su habitación, todos los vestidos que había llevado, la gente que frecuentaba; y el deseo de la posesión física desaparecía incluso bajo otro más profundo, en una ansiedad dolorosa que no tenía límites.
Una negra, tocada con un pañuelo, apareció llevando de la mano una niña ya mayorcita. La niña, con los ojos envueltos en lágrimas, acabada de despertarse. Ella la sentó en sus rodillas: «La señorita no era formal, aunque pronto iba a cumplir siete años; su madre no la quería; le consentían demasiados caprichos». Y Frédéric gozaba oyendo estas cosas, como si hubiese hecho un descubrimiento, una adquisición.
Él la suponía de origen andaluz[4], criolla acaso; se había llevado consigo aquella negrita de las islas.
Entretanto había un largo chal[5] de franjas violeta colocado a su espalda, sobre la borda de cobre. Quién sabe cuántas veces, en alta mar en las noches húmedas, ella había abrigado su cintura, tapado los pies, dormido envuelta en él. Pero, arrastrado por los flecos, iba resbalando poco a poco, y estaba a punto de caerse al agua; Frédéric dio un salto y lo cogió. Ella le dijo:
—Muchas gracias, señor.
Sus miradas se cruzaron.
—Mujer, ¿estás dispuesta? —dijo el señor Arnoux, que apareció en la cubierta de la escalera.
La señorita Marthe corrió a su encuentro, y, colgándosele del cuello le tiraba de los bigotes. Se oyeron los sonidos de un arpa, ella quiso ver la música; y pronto el que tocaba el instrumento, guiado por la negra, entró en Primera Clase. Arnoux lo reconoció como un antiguo modelo; lo tuteó, lo cual sorprendió a los asistentes. Por fin, el arpista echó sus largos cabellos sobre los hombros, extendió el brazo y se puso a tocar.
Era una romanza oriental, en la que se hablaba de puñales, de flores y de estrellas. El hombre harapiento cantaba aquello con una voz penetrante, los golpes del motor interrumpían la melodía en forma desacompasada, él pulsaba más fuerte: las cuerdas vibraban y sus sonidos metálicos parecían exhalar sollozos como la queja de un amor orgulloso y vencido. De ambas orillas del río se inclinaban bosques hasta el borde del agua; pasaba una corriente de aire fresco; Mme. Arnoux miraba a lo lejos de una manera vaga. Cuando cesó la música, movió los ojos varias veces como si despertara de un sueño.
El arpista se acercó a ellos humildemente. Mientras Arnoux buscaba unas monedas, Frédéric alargó hacia la gorra su mano cerrada y, abriéndola, con pudor, depositó en ella un luis de oro. No era la vanidad la que le movió a dar esta limosna delante de ella, sino un pensamiento de bendición al que asociaba un impulso casi religioso de su corazón.
Arnoux, mostrándole el camino, le invitó cordialmente a bajar. Frédéric dijo que acababa de comer, la verdad es que se moría de hambre; y ya no le quedaba un céntimo en el fondo de su bolsa.
Después pensó que tenía derecho, como cualquier otro, a continuar en la sala.
Alrededor de mesas redondas había burgueses comiendo, un camarero iba y venía. El señor y la señora Arnoux estaban al fondo a la derecha; él se sentó en la larga banqueta de terciopelo y cogió un periódico que había allí.
Tenían que tomar en Montereau la diligencia de Châlons. Su viaje a Suiza duraría un mes. Mme. Arnoux censuró la blandura de su marido con su hija. Él le contó al oído algo gracioso, sin duda, pues ella sonrió. Después él se molestó en cerrar la cortina de la ventana que tenía a su espalda.
El techo, bajo y totalmente blanco, proyectaba una luz cruda. Frédéric, enfrente, distinguía la sombra de sus pestañas. Ella mojaba los labios en su vaso, partía un poco de pan con los dedos; el medallón de lapislázuli sujeto por una cadenita a su muñeca rozaba con su plato. Los que estaban allí, sin embargo, no parecían fijarse en ella.
A veces, por los ojos de buey, veían deslizarse el costado de una barca que se acercaba al navio para tomar o dejar pasajeros. La gente sentada a la mesa se asomaba a las ventanas y nombraba las tierras ribereñas.
Arnoux se quejaba de la cocina; protestó considerablemente por la cuenta y consiguió que se la rebajaran.
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