¿Cómo estaba su pariente? Ya no daba señales de vida. ¿No tenía un primo segundo en América?

La cocinera avisó que la sopa del señor estaba servida. Se retiraron discretamente. Después, cuando se quedaron solos, su madre le preguntó, en voz baja:

—¿Y qué?

El viejo le había recibido muy cordialmente, pero sin mostrar sus intenciones.

La señora Moreau suspiró.

«¿Dónde está ella ahora?», pensaba él.

La diligencia rodaba, y ella, envuelta sin duda en su chal, dormía apoyando su hermosa cabeza en el forro del cupé.

Subían a sus habitaciones cuando se presentó un mozo del «Cygne de la Croix» con una tarjeta.

—¿Qué es?

—Es Deslauriers, que quiere verme —dijo él.

—¡Ah!, tu camarada —dijo la señora Moreau con una risa burlona—. De verdad que no podía ser más oportuno.

Frédéric vacilaba. Pero la amistad fue más fuerte. Tomó el sombrero.

—Al menos, no tardes mucho —le dijo su madre.

CAPÍTULO II

El padre de Charles Deslauriers, antiguo capitán de infantería, dimisionario en 1818, había vuelto a Nogent para casarse y, con el dinero de la dote, había comprado un cargo de agente judicial que apenas le daba para vivir. Amargado por largas injusticias, aquejado de viejas heridas y echando siempre de menos al emperador, descargaba sobre sus íntimos las cóleras contenidas que le ahogaban. Pocos niños recibieron tantas palizas como su hijo. El niño no obedecía a pesar de los golpes. Cuando su madre trataba de interponerse era maltratada como él. Por fin, el capitán lo colocó en un despacho y a fuerza de estar todo el día inclinado sobre un pupitre copiando actas, el hombro derecho se le desarrolló notablemente más que el otro.

En 1833, por consejo del señor Presidente, el capitán vendió su despacho. Su mujer murió de un cáncer. El se fue a vivir a Dijon; luego se dedicó a reclutar sustitutos para las levas de Troyes[1]; y habiendo obtenido para Charles media beca, lo puso interno en el colegio de Sens, donde Frédéric lo conoció. Pero uno tenía doce años, el otro quince; además les separaban mil diferencias de carácter y de origen.

Frédéric tenía de todo en su cómoda, cosas rebuscadas, un neceser de tocador, por ejemplo. Le gustaba quedarse en cama por las mañanas, mirando las golondrinas, leyendo obras de teatro, y, como allí no tenía los mimos de casa, encontraba dura la vida de colegio.

El hijo del agente judicial la encontraba buena. Trabajaba tan bien que al final del segundo año de colegio pasó a cuarto curso. Sin embargo, a causa de su pobreza o de su temperamento pendenciero, se había concitado una sorda malevolencia a su alrededor. Una vez un criado le llamó hijo de pordiosero en pleno patio de los medianos, él le saltó al cuello y lo hubiera matado de no ser por tres vigilantes que intervinieron. Frédéric, lleno de admiración, le estrechó en sus brazos. A partir de aquel día, la intimidad fue total. El afecto de un «mayor» halagó la vanidad del pequeño, y el otro aceptó como una dicha esta amistad que le ofrecían.

Su padre, durante las vacaciones, lo dejaba en el colegio. Una traducción de Platón, abierta al azar, le entusiasmó. Entonces se apasionó por los estudios metafísicos; e hizo rápidos progresos, pues los abordaba con brío juvenil y con el orgullo de una inteligencia que se independiza; Jouffroy, Cousin, Laromiguière, Melebranche, los escoceses, todo lo que había en la biblioteca se lo tragó, había tenido que robar la llave para procurarse libros.

Las distracciones de Frédéric eran menos serias. Dibujó en la calle de los Tres Reyes la genealogía de Cristo, esculpida sobre un poste, luego el pórtico de la catedral. Después de los dramas de la Edad Media se metió con los memorialistas: Froissart, Commynes, Pierre de l’Estoile, Brantôme.

Las imágenes que estas lecturas llevaban a su mente le obsesionaban de tal modo que sentía la necesidad de reproducirlas. Ambicionaba ser un día el Walter Scott francés[2]. Deslauriers meditaba un vasto sistema de filosofía que tendría las más remotas aplicaciones.

Hablaban de todo esto, en los recreos, en el patio, frente a la Inscripción moral, grabada bajo el reloj; de esto cuchicheaban en la capilla, en las barbas de San Luis, con esto soñaban en el dormitorio, desde donde se dominaba un cementerio. Los días de paseo se ponían los últimos de la fila y hablaban sin parar.

Charlaban de lo que harían más tarde, cuando salieran del colegio. Primero emprenderían un gran viaje con el dinero que Frédéric sacase de su fortuna, al llegar a su mayoría de edad.