Después volverían a París, trabajarían juntos, no se separarían; y, como descanso de sus trabajos, tendrían amores de princesas en saloncitos de raso, o fulgurantes orgías con cortesanas ilustres. Surgían dudas a sus arrebatos de esperanza. Después de crisis de gozosa exaltación verbal se sumían en profundos silencios.
En las tardes de verano, después de largas caminatas por los caminos pedregosos a la orilla de las viñas, o por la carretera general en pleno campo, mientras los trigales se mecían al sol y el aire se llenaba de perfumes de angélica, experimentaban una sensación de ahogo y se tumbaban de espaldas, aturdidos, embriagados. Los demás, en mangas de camisa, jugaban al marro o empinaban las cometas. El vigilante los llamaba. Regresaban siguiendo los huertos atravesados por pequeños arroyos, luego los bulevares a los que viejas paredes daban sombra; las calles desiertas resonaban bajo sus pasos; la verja se abría, subían la escalera; y seguían tristes como después de las grandes juergas.
El señor Censor[3] decía que se exaltaban mutuamente. Sin embargo, si Frédéric trabajó en las clases superiores fue por los ánimos que le dio su amigo; y, en las vacaciones de 1837, lo llevó a casa de su madre.
El joven no le gustó a la señora Moreau. Comía mucho, no iba los domingos a los oficios, pronunciaba discursos republicanos; en fin, ella sospechó que había llevado a su hijo a lugares deshonestos. Vigilaron sus relaciones. Todo esto contribuyó a que su amistad se estrechara cada día más; y hubo unas despedidas tristes cuando Deslauriers, el año siguiente, marchó del colegio para ir a estudiar Derecho a París.
Frédéric contaba con reencontrarse allí. No se habían visto desde hacía dos años, y después de largos abrazos se fueron a los puentes para charlar más a sus anchas.
El capitán, que ahora regentaba un billar en Villenauxe, se había puesto furioso cuando su hijo le había exigido la rendición de cuentas de su tutela e incluso le había cortado de raíz la pensión alimenticia. Pero, como el muchacho quería concursar más adelante a una cátedra en la Escuela y no tenía dinero, aceptó en Troyes una plaza de pasante con un abogado. A fuerza de privaciones economizaría cuatro mil francos, y si no debía cobrar nada de la herencia materna, trabajaría libremente durante tres años, esperando una colocación. Había que abandonar, por tanto, su viejo proyecto de vivir juntos en la capital al menos por el momento.
Frédéric bajó la cabeza. Era el primero de sus sueños que se hundía.
—Consuélate —dijo el hijo del capitán—, el camino es largo; somos jóvenes. Nos juntaremos. No pienses más en ello.
Lo cogía por las manos y, para distraerlo, le hizo preguntas sobre su viaje.
Frédéric no tuvo gran cosa que contar. Pero el recuerdo de Mme. Arnoux hizo desaparecer su tristeza. No habló de ella por pudor. Se extendió, por el contrario, sobre Arnoux, contando sus discursos, sus gestos, sus relaciones; y Deslauriers le animó a cultivar esta amistad.
En estos últimos tiempos, Frédéric no había escrito nada; sus opiniones habían cambiado: por encima de todo estimaba la pasión; Werther[4], René, Frank, Lara, Lélia y otros más mediocres le entusiasmaban igualmente. A veces la música le parecía lo único capaz de expresar sus turbaciones interiores; entonces, soñaba sinfonías; o bien la superficie de las cosas le absorbía y quería pintar. Había escrito versos, sin embargo; Deslauriers los encontró muy bellos, pero no le animó a seguir haciéndolo.
En cuanto a él, ya no se dedicaba a la metafísica. Le preocupaban la Economía Política y la Revolución francesa. Ahora era un pobre diablo de veintidós años, delgado, con una boca grande, de aspecto resuelto. Aquella tarde llevaba una chaqueta ligera y sus zapatos estaban llenos de polvo, pues había ido a pie desde Villenauxe expresamente para ver a Frédéric.
Isidore los abordó. La señora rogaba al señor que volviera a casa, y, temiendo que tuviese frío, le mandó su abrigo.
—Quédate —dijo Deslauriers.
Y siguieron paseando de un extremo al otro de los dos puentes que se apoyan sobre la isla estrecha formada por el canal y el río.
Cuando iban hacia Nogent veían enfrente un grupo de casas que se inclinaban un poco; a la derecha aparecía la iglesia detrás de los molinos de madera cuyas compuertas estaban cerradas; y, a la izquierda, los setos de arbustos, a lo largo del río, cercaban huertos, que apenas se distinguían. Pero, del lado de París, la carretera principal bajaba en línea recta, y a lo lejos se perdían praderas entre los vapores de la noche. La noche estaba silenciosa y de una claridad blanquecina. Hasta ellos llegaban olores de follaje húmedo; la caída de la toma de agua, cien pasos más lejos, murmuraba ese gran ruido suave que hacen las olas en las tinieblas.
Deslauriers se detuvo y dijo:
—Esas buenas gentes que duermen tranquilas, es curioso.
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