¡Paciencia!, ¡se prepara un nuevo ochenta y nueve! ¡Estamos cansados de constituciones, de cartas, de sutilezas, de mentiras!, ¡de buena gana echaría todo esto por la borda! Pero, para emprender cualquier cosa hace falta dinero. ¡Qué desgracia ser hijo de un tabernero y perder la juventud ganando el pan!

Bajó la cabeza, se mordió los labios y temblaba de frío envuelto en su traje delgado.

Frédéric le echó la mitad de su abrigo sobre los hombros. Los dos se envolvieron en él, y cogidos de la cintura caminaban tapados juntos.

—¿Cómo quieres que viva allí sin ti? —decía Frédéric (la amargura de su amigo lo había entristecido)—. Habría hecho cualquier cosa con una mujer que me hubiese amado… ¿Por qué ríes? El amor es para el genio su alimento y como el aire que respira. Las emociones extraordinarias producen las obras sublimes. En cuanto a buscar la que me convendría, renuncio a ello. Además, si alguna vez la encontrara, me rechazaría. Soy de la vieja raza de los desheredados, y me extinguiré como un tesoro que fuese de cristal o de diamante, no lo sé.

La sombra de alguien se alargó sobre el pavimento, al tiempo que oyeron estas palabras:

—A su disposición, señores.

El que las pronunciaba era un hombrecillo, vestido con una amplia levita oscura y cubierto con una gorra que dejaba asomar bajo la visera una nariz puntiaguda.

—El señor Roque —dijo Frédéric.

—El mismo —replicó la voz.

El de Nogent justificó su presencia contando que volvía de inspeccionar sus trampas para el lobo en un huerto a la orilla del agua.

—Ya está de vuelta en nuestra tierra. ¡Muy bien!, me he enterado por mi chiquilla. ¿La salud sigue bien, espero? ¿No se marcha todavía?

Y se fue, desechado, sin duda, por la acogida de Frédéric.

En efecto, la señora Moreau no lo trataba mucho; el señor Roque vivía en concubinato con su criada y no estaba bien considerado, aunque era el muñidor electoral, el administrador del señor Dambreuse[5].

—¿El banquero que vive en la calle de Anjou? —dijo Deslauriers—. ¿Sabes lo que deberías hacer, mi querido amigo?

Isidore los interrumpió de nuevo. Tenía orden de llevarse a Frédéric definitivamente. La señora estaba preocupada por su ausencia.

—Bueno, bueno. Ya vamos —dijo Deslauriers—, no dormirá fuera de casa.

Y cuando marchó el criado:

—Deberías pedir a ese viejo que te presente a los Dambreuse, nada hay más útil que frecuentar una casa rica. Ya que tienes un traje negro y guantes blancos, aprovéchate. Tienes que entrar en ese mundo. Después me llevarás a mí. Un hombre millonario, fíjate. Haz por agradarle, y a su mujer también. Hazte su amante.

Frédéric protestaba.

—Pero te estoy diciendo verdades, me parece. Acuérdate de Rastignac en la Comedia humana. Tendrás éxito, ¡estoy seguro!

Frédéric confiaba tanto en Deslauriers que se sintió trastornado, y, olvidando a la señora Arnoux o incluyéndola en la predicción hecha por el otro, no pudo por menos de sonreír.

El pasante añadió:

—Ultimo consejo: Examínate. Un título siempre es bueno; y déjate de esos poetas católicos y satánicos, tan avanzados en filosofía como lo estaban en el siglo diecisiete. Tu desesperación es una tontería. Muy grandes personalidades tuvieron comienzos más difíciles, comenzando por Mirabeau. Además nuestra separación no será larga. Haré vomitar al tramposo de mi padre. Es hora de que regrese, ¡adiós! ¿Llevas dinero suelto para pagar mi cena?

Frédéric le dio diez francos, lo que le quedaba de la cantidad recibida de Isidore por la mañana.

Entretanto a veinte toesas[6] de los puentes, a la orilla izquierda, brillaba una luz en la buhardilla de una casa baja.

Deslauriers la percibió. Entonces dijo enfáticamente quitándose el sombrero:

—Venus, reina de los cielos, soy tu siervo. Pero la penuria es la madre de la sabiduría.