Los tabiques eran delgados; oía a los estudiantes hacer ponche, reír, cantar.

Cansado de aquella soledad, buscó a uno de sus antiguos compañeros, llamado Bautista Martinon, y lo encontró en una pensión burguesa de la calle Saint-Jacques empollando el Procesal, delante de una estufa de carbón mineral.

Frente a él, una mujer con un vestido de algodón zurcía unos calcetines.

Martinon era lo que se llama un hombre muy guapo; alto, mofletudo, las facciones regulares y ojos azules saltones; su padre, rico labrador, le destinaba a la magistratura, y, queriendo ya parecer serio, llevaba barba corta[3].

Como los aburrimientos de Frédéric no tenían causa razonable y no podía argüir ninguna desgracia, Martinon no comprendió ninguna de sus lamentaciones sobre la existencia. En cuanto a él, iba todas las mañanas a clase, se paseaba luego por el Luxemburgo, tomaba por la tarde su media taza en el café, y, con mil quinientos francos al año y el amor de aquella trabajadora se sentía plenamente feliz.

«¡Qué dicha!», exclamó Frédéric para sus adentros.

En la Escuela había hecho otros conocimientos, el del señor de Cisy, hijo de una gran familia y que parecía una señorita por la amabilidad de sus maneras.

El señor de Cisy se dedicaba al dibujo, le gustaba mucho el gótico. Varias veces fueron juntos a admirar la Santa Capilla y Nuestra Señora. Pero la distinción del joven aristócrata ocultaba una inteligencia de lo más pobre. Todo le sorprendía; reía mucho a la menor broma y mostraba una ingenuidad tan completa que Frédéric lo tomó al principio por un bromista, y finalmente lo consideró como un tonto.

No tenía con quien expansionarse y seguía esperando la invitación de los Dambreuse.

El día de Año Nuevo les envío tarjetas de visita, pero él no recibió ninguna.

Había vuelto a El Arte Industrial.

Volvió por tercera vez, y, por fin, vio a Arnoux, que discutía en medio de cinco o seis personas y que apenas contestaba a su saludo; Frédéric se sintió molesto. No dejó por eso de pensar en la manera de llegar hasta ella.

Primero se le ocurrió la idea de presentarse de pronto para informarse del precio de los cuadros. Después pensó en «dejar» en el buzón del periódico algunos artículos «muy fuertes», lo cual iniciaría relaciones. Quizás era mejor ir directamente al grano, ¿declararle el amor? Así que escribió una carta de doce páginas, llena de efusiones líricas y de apostrofes; pero la rompió y no hizo nada, no intentó nada, inmovilizado por el miedo al fracaso.

Encima de la tienda de Arnoux había en el primer piso tres ventanas, con luz, todas las tardes. Por detrás circulaban sombras, una sobre todo era la suya; y él se esforzaba desde muy lejos para mirar hacia aquellas ventanas y contemplar aquella sombra.

Una negra con la que se cruzó un día en las Tullerías, con una niñita de la mano, le recordó a la negra de Mme. Arnoux. Ella debía de ir allí como las demás; cada vez que atravesaba las Tullerías su corazón latía con la esperanza de encontrarla. Los días de sol continuaba su paseo hasta el final de los Campos Elíseos.

Mujeres indolentemente sentadas en calesas y cuyos velos flotaban al viento desfilaban cerca de él, al paso firme de sus caballos, con un balanceo insensible que hacía crujir los cueros charolados. Aumentaban los coches, y, acortando la marcha a partir del Rond-Point, ocupaban toda la calzada. Las crines estaban al lado de las crines, las linternas cerca de las linternas; los estribos de acero, las barbadas de plata eran otros tantos focos que brillaban aquí y allí entre los calzones cortos, los guantes blancos y las pieles que colgaban sobre el blasón de las portezuelas. Él se sentía como perdido en un mundo lejano. Sus ojos vagaban sobre las cabezas femeninas; y remotos parecidos le recordaban a Mme. Arnoux. Se la imaginaba en medio de las demás, en uno de esos pequeños cupés, parecido al de la señora Dambreuse. Pero el sol se ocultaba y el viento frío levantaba remolinos de polvo. Los cocheros hundían la barbilla en sus corbatas, las ruedas empezaban a girar más de prisa, el macadán crujía y todos los carruajes bajaban al gran trote de la larga avenida, rozándose, adelantándose, apartándose los unos de los otros: después, en la plaza de la Concordia, se dispersaban. Detrás de las Tullerías, el cielo se volvía a poner de color pizarra. Los árboles del jardín formaban dos masas enormes, violáceas en la copa. Las farolas de gas se encendían; y toda la superficie verdosa del Sena se rasgaba en reflejos de plata contra los pilares de los puentes.

Iba a cenar por cuarenta y tres sueldos a un restaurante en la calle de la Harpe.

Miraba con desdén el viejo mostrador de caoba, las servilletas sucias, la cubertería grasienta y los sombreros colgados en la pared. Los que estaban a su alrededor eran estudiantes como él. Hablaban de sus profesores, de sus amigas. ¡Mucho se preocupaba él de sus profesores! ¡Acaso tenía una amiga! Para evitar sus expansiones de alegría, llegaba lo más tarde posible. Había restos de comida en todas las mesas. Los dos camareros, cansados, dormían en rincones, y un olor a cocina, a quinqué y a tabaco llenaba la sala vacía.

Después volvía a subir lentamente las calles. Las farolas se balanceaban haciendo temblar sobre el barro largos reflejos amarillentos. Rozando la acera se deslizaban unas sombras con paraguas.