El pavimento estaba grasiento, la bruma caía, y le parecía que las tinieblas húmedas, envolviéndole, resbalaban indefinidamente en su corazón.
Le entró un remordimiento. Volvió a clase. Pero como había perdido el hilo de lo que llevaban explicado, no comprendía las cosas más sencillas.
Empezó a escribir una novela titulada Silvio, el hijo del pescador[4]. La acción sucedía en Venecia. El héroe era él mismo; la heroína, Mme. Arnoux. Se llamaba Antonia; y, para conseguirla, asesinaba a varios hidalgos, caballeros, quemaba una parte de la ciudad y cantaba bajo su balcón, donde la brisa hacía palpitar las cortinas de damasco rojo del bulevar Montmartre. Las reminiscencias demasiado numerosas de las que se dio cuenta le desanimaron; no siguió adelante, y su ocio se redobló.
Entonces suplicó a Deslauriers que fuese a compartir con él su habitación. Se arreglarían para vivir con los dos mil francos de pensión de Frédéric, todo era mejor que aquella existencia insoportable. Deslauriers no podía dejar todavía Troyes. Le animaba a distraerse y a frecuentar a Senecal.
Senecal era un profesor particular de Matemáticas, hombre de gran cabeza y de convicciones republicanas, un futuro Saint-Just, decía el pasante de abogado. Frédéric había subido tres veces los cinco pisos de su casa sin recibir a cambio ninguna visita de él. No volvió más.
Quiso distraerse. Fue a los bailes de la Ópera. Aquellas alegrías tumultuosas le helaban antes de entrar. Además, le retenía el temor de verse en un apuro a la hora de pagar una cena con una disfrazada que le obligaba a gastos considerables; era una gran aventura.
Le parecía, sin embargo, que merecía que le quisieran. A veces se despertaba con el corazón lleno de esperanza, se vestía elegantemente como para una cita y no paraba de hacer compras en París, A cada mujer que caminaba delante de él o con la que se cruzaba se decía «¡Ahí está!». Era cada vez una nueva decepción. La idea de Mme. Arnoux redoblaba estas ansias. La encontraría tal vez en su camino; y se imaginaba, para abordarla, peligros extraordinarios de los que él la salvaría.
Así pasaban los días, repitiéndose los mismos aburrimientos y los hábitos contraídos. Hojeaba folletos bajo las arcadas del Odeón, iba a leer la Revue des deux Mondes al café[5], entraba en una sala del Colegio de Francia, escuchaba durante una hora una lección de chino o de Economía Política. Todas las semanas escribía una larga carta a Deslauriers, cenaba de vez en cuando con Martinon, veía alguna vez al señor De Cisy.
Alquiló un piano y compuso valses alemanes.
Una noche, en el teatro del Palais Royal, vio en un palco de proscenio a Arnoux al lado de su mujer. ¿Era ella? La pantalla de tafetán verde estirada, al borde del palco, ocultaba su cara. Por fin se levantó; cayó el telón. Era una persona alta, de unos treinta años, ajada y cuyos gruesos labios descubrían al reír unos dientes espléndidos. Hablaba en tono familiar con Arnoux y le daba golpes en los dedos con el abanico. Después una chica rubia, con los ojos un poco rojos como de haber llorado, se sentó entre ellos. Arnoux permaneció desde entonces medio inclinado sobre sus hombros, hablándole mientras ella escuchaba en silencio. Frédéric se entretenía en descubrir la condición de aquellas mujeres modestamente vestidas con ropa oscura, con cuellos vueltos.
Al final del espectáculo se precipitó a los pasillos.
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