Cada vez que intentaba hacerse oír, se reanudaban los gritos. Hizo un gran gesto para intentar que los estudiantes le siguieran. Un griterío total fue la respuesta. Se encogió de hombros y desapareció en el pasillo. Martinon se había aprovechado del lugar en que estaba para desaparecer al mismo tiempo.

—¡Qué cobarde! —dijo Frédéric.

—¡Es prudente! —replicó el otro.

La multitud estalló en aplausos. Aquella retirada del profesor era una victoria para ellos. En todas las ventanas había curiosos mirando. Algunos entonaban La Marsellesa; otros proponían ir a casa de Béranger.

—¡A casa de Laffitte!

—¡A casa de Chateaubriand![5].

—¡A casa de Voltaire!

—¡A casa de Voltaire! —aulló el joven de bigote rubio.

Los agentes de la policía urbana trataban de circular diciendo lo más amablemente que podían:

—¡Retírense, señores, retírense!

Alguien gritó:

—¡Abajo los matones!

Era un insulto corriente desde los alborotos del mes de septiembre. Todos lo corearon. Abucheaban, silbaban a los guardias del orden público; éstos empezaban a palidecer; uno de ellos no aguantó más y, viendo a un jovenzuelo que se le acercaba demasiado, riéndose en su cara, lo empujó con tal fuerza que le hizo caer de espaldas cinco pasos más lejos, delante de la tienda del tabernero. Todos se apartaron; pero casi un instante después rodó él mismo por el suelo, derribado por una especie de Hércules cuya cabellera, como un paquete de estopa, le salía por debajo de una gorra de visera de hule.

Parado desde hacía algunos minutos en la esquina de la calle Saint-Jacques, había soltado al instante una gran caja de cartón que llevaba para saltar sobre el guardia y, manteniéndolo en el suelo debajo de él, le daba fuertes puñetazos en la cara. Acudieron los otros guardias. El terrible mozo era tan fuerte que hicieron falta por lo menos cuatro para reducirlo, dos lo sacudían por el cuello, otros dos le tiraban de los brazos, un quinto le daba rodillazos en los riñones y todos le llamaban bandido, asesino, alborotador. Con el pecho descubierto y la ropa en jirones, protestaba de su inocencia; no había podido, a sangre fría, ver pegar a un niño.

—¡Me llamo Dussardier!, casa de los señores Valingart hermanos, encajes y novedades, calle de Cléry. ¿Dónde está mi caja? ¡Quiero mi caja! —repetía—: ¡Dussardier!… calle de Cléry. ¡Mi caja!

No obstante se fue apaciguando y, con gesto estoico, se dejó conducir al puesto de policía de la calle Descartes. Una muchedumbre de gente le siguió. Frédéric y el joven de bigote caminaban inmediatamente detrás, llenos de admiración por el dependiente y de indignación contra la violencia del poder.

A medida que avanzaban la gente disminuía.

Los agentes de policía, de vez en cuando, se volvían con aire feroz; y los revoltosos sin tener nada que hacer ni los curiosos nada que ver, todos se iban poco a poco. Los transeúntes que se cruzaban observaban a Dussardier y hacían comentarios ultrajantes en voz alta. Una vieja señora, en su puerta, llegó a gritar que había robado un pan; esta injusticia aumentó la irritación de los dos amigos. Por fin llegaron al cuerpo de guardia. No quedaban más que unas veinte personas. La presencia de los soldados bastó para dispersarlas.

Frédéric y su compañero reclamaron valientemente la libertad del que acababan de encarcelar. El centinela los amenazó, si insistían, con encerrarlos también a ellos. Preguntaron por el jefe del puesto y fueron dando cada cual su nombre con su condición de alumnos de Derecho, afirmando que el detenido era su condiscípulo.

Les hicieron entrar en una habitación totalmente desnuda, donde había cuatro bancos a lo largo de las paredes de yeso, ahumadas. Al fondo se abrió una ventanilla. Entonces apareció el rostro vigoroso de Dussardier, que, con su cabello alborotado, sus pequeños ojos francos y su nariz de punta cuadrada, recordaba confusamente la fisonomía de un buen perro.

—¿No nos reconoces? —dijo Hussonnet.

Así se llamaba el joven de bigote.

—Pero… —balbució Dussardier.

—No te hagas el tonto —añadió el otro—; sabemos que eres, como nosotros, alumno de Derecho.

A pesar de los guiños de ojos que le hacían, Dussardier no adivinaba nada. Pareció concentrarse y de pronto:

—¿Han encontrado mi caja?

Frédéric levantó la vista desanimado. Hussonnet replicó:

—¡Ah!, tu caja, ¿donde guardas tus apuntes de clase? ¡Sí, sí!; ¡tranquilízate!

Los estudiantes redoblaban sus pantomimas. Dussardier comprendió por fin que iban a ayudarle; y se calló, por temor a comprometerlos.