Además, sentía una especie de vergüenza viéndose elevado al rango social de estudiante e igual a aquellos jóvenes que tenían manos tan blancas.

—¿Quieres que digamos algo a alguien? —preguntó Frédéric.

—No, gracias, a nadie.

—¿Pero tu familia?

Bajó la cabeza sin contestar; el pobre chico era hospiciano. Los dos amigos se extrañaron de su silencio.

—¿Tienes tabaco? —replicó Frédéric.

El se palpó los bolsillos; después sacó del fondo de uno de ellos los restos de una pipa, una hermosa pipa cachimba de espuma de mar, con un depósito de madera negro, una tapa de plata y una boquilla de ámbar.

Desde hacía tres años trabajaba para hacer de ella una obra maestra. Se había esmerado en mantener la cazoleta siempre cerrada, en una funda de mármol, y, cada noche, la colgaba en la cabecera de su cama. Ahora sacudía sus restos en la mano, cuyas uñas sangraban; y, con la cabeza baja, las pupilas fijas, la boca abierta, contemplaba aquellas ruinas de su felicidad con una mirada de inefable tristeza.

—Si le diéramos unos cigarrillos, ¿eh? —dijo en voz baja Hussonnet haciendo el gesto de alcanzarlos.

Frédéric había puesto ya, en la orilla de la taquilla, una petaca llena.

—¡Toma! ¡Adiós! ¡Ánimo!

Dussardier se lanzó sobre las dos manos que le tendían. Las estrechaba frenéticamente, con la voz entrecortada por sollozos.

—¿Como?… ¡a mí!… ¡a mí…!

Los dos amigos se dieron a conocer, salieron y fueron a comer juntos al café Tabourey delante del Luxemburgo.

Mientras partía el bistec, Hussonnet le dijo a su compañero que trabajaba en periódicos de modas y hacía publicidad de «El Arte Industrial».

—Casa Jacques Arnoux —dijo Frédéric.

—¿Lo conoce?

—¡Sí! ¡No!… Es decir lo he visto, lo he conocido.

—Preguntó descuidadamente a Hussonnet si veía algo a la mujer de Arnoux.

—De vez en cuando —replicó el bohemio.

Frédéric no se atrevió a hacerle más preguntas; aquel hombre acababa de alcanzar un puesto inconmensurable en su vida; pagó la cuenta de la comida sin que el otro protestase lo más mínimo.

La simpatía era mutua; intercambiaron sus señas, y Hussonnet le invitó cordialmente a acompañarle hasta la calle de Fleurus.

Estaban en medio del jardín cuando el empleado de Arnoux, conteniendo la respiración, haciendo con la cara una mueca abominable, se puso a imitar el gallo. Entonces todos los gallos que había en el contorno le contestaron con quiquiriquíes prolongados.

—Es una señal —dijo Hussonnet.

Se detuvieron cerca del teatro Bobino, delante de una casa en la que se entraba por una alameda. En la buhardilla de un desván, entre capuchinas y guisantes de olor, apareció una joven destocada, en corsé, y apoyando sus dos brazos en el borde del canalón.

—Buenos días, ángel mío, buenos días, cariño —dijo Hussonnet, enviándole besos.

Abrió la barrera de un puntapié y desapareció.

Frédéric lo esperó toda la semana. No se atrevía a ir a su casa para no parecer impacientarse por que le invitaran a comer; pero le buscó por todo el Barrio Latino. Lo encontró una tarde y lo llevó a su habitación en el muelle Napoleón.

La conversación fue larga; se expansionaron. Hussonnet ambicionaba la gloria y las ganancias del teatro. Colaboraba en vodeviles sin éxito, tenía montones de planes, componía cuplés; cantó algunos. Después, viendo en el estante un tomo de Victor Hugo y otro de Lamartine, se extendió en sarcasmos contra la escuela romántica. Aquellos poetas no tenían ni buen sentido ni corrección, y, sobre todo, no eran franceses. Él presumía de conocer la lengua y examinaba las frases más bellas con esa severidad huraña, ese gusto académico que distingue a las personas de humor juguetón cuando abordan el arte serio.

Frédéric se sintió herido en sus predilecciones; tenía ganas de romper. ¿Por qué no atreverse a pronunciar inmediatamente la palabra de la que dependía su felicidad? Preguntó al joven literato si podía presentarle en casa de Arnoux.

La cosa era fácil, y se pusieron de acuerdo para el día siguiente.

Hussonnet faltó a la cita, faltó a otras tres. Un sábado, hacia las cuatro, apareció. Pero, aprovechando el coche, se paró primero en el teatro Francés para retirar un billete de palco; mandó que le llevaran a casa del sastre, de una costurera; dejaba recado en las conserjerías. Por fin, llegaron al bulevar Montmartre, Frédéric atravesó la tienda, subió la escalera. Arnoux lo reconoció en la luna situada delante de su despacho; y, sin dejar de escribir, le tendió la mano por encima del hombro.

Cinco o seis personas, de pie, llenaban la habitación estrecha iluminada por una sola ventana que daba al patio; un sofá de damasco de lana marrón ocupaba el fondo de una alcoba, entre dos cortinas de la misma tela. Sobre la chimenea llena de papelotes había una Venus de bronce, flanqueada por dos candelabros paralelos con velas rosa. A la derecha, cerca de un fichero, un hombre sentado en una butaca leía el periódico con el sombrero puesto; las paredes estaban cubiertas de láminas, grabados valiosos o bocetos de maestros contemporáneos con dedicatorias, que para Jacques Arnoux eran testimonio del más sincero afecto.

—¿Todo sigue bien? —dijo volviéndose hacia Frédéric.

Y sin esperar respuesta, preguntó en voz baja a Hussonnet:

—¿Cómo llama usted a su amigo?

Después, en voz alta:

—Cojan un cigarro de la caja que está encima del fichero.

El Arte Industrial, situado en el centro mismo de París, era un lugar de reunión cómodo, un terreno neutral donde las rivalidades se codeaban familiarmente. Aquel día se encontraban allí Anténor Braive, el retratista de los reyes; Jules Burrieu, que empezaba a hacerse popular con sus dibujos de la guerra de Argelia; el caricaturista Sombaz, el escultor Vourdat, entre otros, y ninguno respondía a la imagen que de ellos se había hecho el estudiante. Sus modales eran sencillos, sus conversaciones libres. El místico Lovarias contó un cuento obsceno; y el inventor del paisaje oriental, el famoso Dittmer, llevaba una camisola de punto bajo su chaleco, y tomó el ómnibus para regresar.

Primero hablaron de una tal Apolonia, antigua modelo, a quien Burrieu afirmaba haber reconocido en el bulevar en una lujosa carroza.

Hussonnet explicó esta metamorfosis por la serie de amigos que la sostenían.

—¡Cómo conoce este granuja a las chicas de París! —dijo Arnoux.

—¡Detrás de usted, si queda alguna, señor! —replicó el bohemio, con un saludo militar imitando al granadero que le ofrece la bota a Napoleón.

Después discutieron sobre algunos cuadros para los cuales la cabeza de Apolonia había servido de modelo. Criticaron a los colegas ausentes. Se asombraron del precio de sus obras; y todos se quejaban de no ganar bastante, cuando entró un hombre de mediana estatura, la levita abrochada con un solo botón, los ojos vivos, el aire un poco loco.

—¡Qué pandilla de burgueses sois! —dijo—. ¿Qué importa todo eso, por favor? Los antiguos que hacían obras maestras no se preocupaban del dinero, Correggio, Murillo…

—Incluye también a Pellerin —dijo Sombaz.

Pero sin hacer caso de la frase continuó disertando con tanta vehemencia que Arnoux tuvo que repetirle dos veces:

—Mi mujer le necesita el jueves. No se olvide.

Estas palabras hicieron que Frédéric volviera a pensar en Mme. Arnoux. Sin duda se entraba en sus habitaciones por la salita cerca del sofá.