Pero también admiré lo bien dotada que estaba la ciclista, la golfista de Balbec, que, antes de conocerme, no había leído más que Esther, y pensé con cuánta razón había juzgado yo que en mi casa había adquirido cualidades nuevas que la hacían diferente y más completa. Y así, aquella frase que le dije en Balbec: «Creo que mi amistad te sería muy valiosa, que soy precisamente la persona que podría darte lo que te falta» -se la puse como dedicatoria en una fotografía: «Con la seguridad de ser providencial»-, esta frase, que escribí sin creer en ella y únicamente porque viera ventaja en tratarme y superara el aburrimiento que en ello podía encontrar, esta frase resultaba también cierta; como, en suma, cuando le dije que no quería verla por miedo de amarla. Dije esto porque, al contrario, sabía que en el trato constante mi amor se amortiguaba y que la separación lo exaltaba; pero, en realidad, el trato constante hizo nacer una necesidad de ella infinitamente más fuerte que el amor de los primeros tiempos de Balbec, de suerte que esta frase también resultó cierta.
Pero, en suma, la carta de Albertina no adelantaba nada la situación. No me hablaba más que de escribir al intermediario. Había que salir de aquella situación, acelerar las cosas, y se me ocurrió la siguiente idea. Envié inmediatamente a Andrea una carta en la que le decía que Albertina estaba en casa de su tía, que me sentía muy solo, que me daría una inmensa satisfacción viniendo a pasar unos días en mi casa y que, como no quería ningún tapujo, le rogaba que se lo dijera a Albertina. Y al mismo tiempo escribí a Albertina como si todavía no hubiera recibido su carta:
«Mi querida amiga: Perdóname lo que vas a comprender muy bien; detesto tanto los tapujos que he querido que lo sepas por ella y por mí. Tenerte tan dulcemente conmigo me ha dejado la mala costumbre de no estar solo. Como hemos decidido que no volverías, he pensado que la persona que mejor te sustituiría, porque cambiaría menos para mí, porque te recordaría más, era Andrea, y le he pedido que venga. Para que la cosa no parezca demasiado brusca, le he hablado de unos días, pero, entre nosotros, creo que esta vez es para siempre. ¿No te parece que tengo razón? Ya sabes que vuestro grupito de muchachas de Balbec ha sido siempre la célula social que más prestigio ha tenido para mí, el grupo al que más me gustó agregarme. Sin duda ese prestigio actúa todavía. Puesto que la fatalidad de nuestros caracteres y la desdicha de la vida han querido que mi pequeña Albertina no pudiera ser mi mujer, creo que tendré de todos modos una mujer en Andrea, no tan encantadora, pero que acaso, por mayores conformidades naturales, podrá ser más feliz conmigo.»
Pero después de echar esta carta al correo me asaltó de pronto la sospecha de que, cuando Albertina me escribió: «Me habría encantado volver si me lo hubieras escrito directamente», no me lo había dicho sino porque no se lo había escrito directamente y que, si lo hubiera hecho, no habría vuelto tampoco, la idea de que le gustaría saber a Andrea en mi casa y que después fuera mi mujer, con tal de que ella, Albertina, quedara libre; porque ahora, desde hacía ocho días, podía entregarse a sus vicios, destruyendo las precauciones de cada hora que yo había tomado durante seis meses en París y que resultaron inútiles, puesto que en estos ocho días Albertina habría hecho lo que, minuto por minuto, había impedido yo. Pensaba que probablemente estaba lejos, haciendo mal uso de su libertad, y sin duda esta idea me entristecía; pero era una idea general, que no me mostraba nada particular y por el número indefinido de amantes posibles que me hacía suponer, no me permitía fijarme en ninguna, llevando mi mente a una especie de movimiento perpetuo no exento de dolor, pero de un dolor que, por falta de imagen concreta, era soportable. Mas dejó de serlo y se tornó atroz cuando llegó Saint-Loup.
Pero antes de decir por qué me dolieron tanto las palabras que me dijo, debo contar un incidente ocurrido inmediatamente antes de su visita y cuyo recuerdo me alteró después de tal manera que amortiguó, si no la penosa impresión que me produjo mi conversación con Saint-Loup, al menos su importancia práctica. El incidente consistió en esto. Ardiendo de impaciencia por ver a Saint-Loup, le estaba esperando en la escalera (cosa que no habría podido hacer si hubiera estado en casa mi madre, pues era lo que más le disgustaba en el mundo después de «hablar por la ventana»), cuando oí las palabras siguientes:
–Pero ¿no sabe usted hacer que despidan a una persona que le disgusta? No es difícil. No tiene más que, por ejemplo, esconder las cosas que esa persona tiene que traer; entonces, cuando los señores tienen prisa, le llaman, no encuentra nada, pierde la cabeza; mi tía le dirá a usted, furiosa con él: «Pero ¿qué es lo que está haciendo?» Cuando llegue, por fin, todo el mundo estará furioso y él ya no hará lo que tiene que hacer. A las cuatro o cinco veces de repetirse esto, ya puede estar usted seguro de que le despedirán, sobre todo si usted se cuida de manchar con disimulo las cosas que él debe llevar limpias, y otros mil trucos por el estilo.
Enmudecí de asombro, pues estas palabras maquiavélicas y crueles las pronunciaba la voz de Saint-Loup. Yo le había considerado siempre tan buena persona, tan compasivo con los humildes, que aquello me hizo el efecto como si recitara un papel de Satanás; pero seguramente no hablaba en su nombre, no podía ser.
–Pero todo el mundo tiene que ganarse la vida -dijo su interlocutor, al que vi entonces, y que era un criado de la duquesa de Guermantes.
–¿Y a usted qué diablos le importa si va bien en el machito? – replicó, malévolo, Saint-Loup-. Además tendrá usted el gusto de tener un cabeza de turco. Puede muy bien volcarle el tintero en la librea cuando vaya a servir una comida de gala, en fin, no dejarle en paz ni un minuto, hasta que opte por marcharse. Además yo empujaré la rueda, le diré a mi tía que admiro la paciencia que tiene usted sirviendo con semejante bruto.
Salí y Saint-Loup se me acercó, pero después de lo que acababa de oír, tan diferente de lo que yo le conocía, mi confianza en él disminuyó mucho. Y pensaba si una persona capaz de obrar tan cruelmente con un desdichado no habría representado el papel de un traidor para mí en su misión cerca de madame Bontemps. Cuando se marchó, esta reflexión me sirvió sobre todo para que su fracaso no me pareciese una prueba de que yo no podía lograr mi deseo. Pero mientras estuvo conmigo, pensaba en el Saint-Loup de antes, y sobre todo en el amigo que acababa de dejar a madame Bontemps. Lo primero que me dijo fue:
–Te parece que debía haberte telefoneado más, pero siempre me decían que no estabas libre.
Pero lo que me causó un sufrimiento insoportable fue cuando me dijo:
–Bueno, empezando por mi último telegrama, te diré que, después de pasar por una especie de cobertizo, entré en la casa y, al final de un pasillo muy largo, me hicieron entrar en un salón.
A estas palabras de cobertizo, de pasillo, de salón y aun antes de que Saint-Loup acabara de pronunciarlas, mi corazón sufrió una sacudida más rápida que la de una corriente eléctrica, pues la fuerza que en un segundo da más vueltas en torno a la tierra no es la electricidad, es el dolor. ¡Cuántas veces repetí, renovando el choque a placer, aquellas palabras de cobertizo, de pasillo, de salón, cuando Saint-Loup se fue! En un cobertizo se puede esconder una persona con una amiga. Y ¿quién sabe lo que hacía Albertina en aquel salón cuando no estaba su tía? Pero ¿es que yo me había figurado que la casa donde vivía Albertina no podía tener ni cobertizo ni salón? No, no me la había figurado de ninguna manera, o me la había figurado vagamente. Ya había sufrido una vez cuando se individualizó geográficamente el lugar donde estaba, cuando me enteré de que, en vez de estar en dos o tres lugares posibles, estaba en Turena; aquellas palabras de su portera marcaron en mi corazón como en un mapa el punto donde había al fin que sufrir.
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