Ya antes había sentido algunas veces que el sufrimiento de dejarle hacer el mal lejos de mí era quizá menor que aquella otra tristeza de notar que se aburría conmigo en mi casa. Claro que, en el momento de pedirme que la dejara ir sola a alguna parte, dejarle hacer lo que quisiera, con la idea de que había orgías organizadas, me resultaría durísimo. Pero decirle: «Toma nuestro barco, o el tren, y vete un mes a tal país que yo no conozco, donde no sabré nada de lo que haces», era cosa que me había tentado a menudo por la idea de que, lejos de mí y por comparación, me preferiría y estaría contenta al volver. Además, seguramente ella misma lo desea; seguramente no exige esta libertad y, por otra parte, no me será difícil rebajarla un poco ofreciendo cada día a Albertina placeres nuevos. No, lo que Albertina ha querido es que yo no fuese más insoportable con ella y, sobre todo -como le ocurrió a Odette con Swann-, que me decida a casarme con ella. Una vez casada, ya no le importará su independencia y nos estaremos los dos aquí, tan felices. Claro que esto era renunciar a Venecia. Pero ¡qué pálidas, qué indiferentes, qué muertas resultan las ciudades más deseadas -y, mucho más aún que Venecia, la duquesa de Guermantes, el teatro- cuando estamos unidos a otro corazón por una ligadura tan dolorosa que nos impide separarnos! Además, Albertina tiene muchísima razón en esto del matrimonio. La misma mamá encontraba ridículas todas estas demoras. Eso, casarme con ella, es lo que debí hacer hace mucho tiempo; por eso ha escrito esa carta sin pensar una palabra de lo que dice; para conseguir eso ha renunciado por unas horas a lo que ella debe de desear tanto como yo: volver aquí. Sí, eso es lo que ha querido, ésa es la intención de lo que ha hecho, me decía mi razón compasiva; pero me daba cuenta de que, al decírmelo, mi razón se situaba siempre en la misma hipótesis que había adoptado desde el principio, y yo veía muy bien que la hipótesis siempre comprobada era la otra. Sin duda, esta segunda hipótesis no hubiera sido nunca lo bastante valiente para decir expresamente que Albertina pudo estar liada con mademoiselle Vinteuil y su amiga. Y, sin embargo, cuando al entrar en la estación de Incarville recibí el mazazo de esta terrible noticia, la hipótesis que se comprobó fue la segunda. Además, esta hipótesis no concibió nunca que Albertina pudiera dejarme por su propio impulso, de aquella manera, sin prevenirme y sin darme tiempo para impedírselo. Pero, de todos modos, si, después del nuevo y enorme salto que la vida acababa de hacerme dar, la realidad que se me imponía era tan nueva para mí como la que nos presentan el descubrimiento de un físico, las pesquisas del juez de instrucción o los hallazgos de un historiador sobre los motivos secretos de un crimen o de una revolución, esa realidad rebasaba las pobres previsiones de mi segunda hipótesis, pero, sin embargo, las confirmaba. Esta segunda hipótesis no era la de la inteligencia, y el miedo pánico que tuve la noche en que Albertina no quiso besarme, la noche en que oí el ruido de la ventana, aquel miedo no era razonable. Pero -como muchos episodios han indicado ya y los siguientes confirmarán- el hecho de que la inteligencia no sea el instrumento más sutil, el más poderoso, el más adecuado para llegar a la verdad, no es sino una razón más para comenzar por la inteligencia y no por un intuitivismo del inconsciente, por una fe ciega en los presentimientos. Es la vida la que, poco a poco, caso por caso, nos permite comprobar que lo que es más importante para nuestro corazón, o para nuestro espíritu, no nos lo enseña el razonamiento, sino otras potencias. Y entonces la inteligencia misma, dándose cuenta de la superioridad de estas potencias, abdica, por razonamiento, ante ellas y se presta a ser su colaboradora y su sirviente. Fe experimental. La imprevista desgracia con la que me encontraba me parecía conocerla ya (como la amistad de Albertina con las dos lesbianas) por haberla leído en tantas señales en las que (a pesar de las afirmaciones contrarias de mi razón, basadas en lo que la misma Albertina decía) notaba la lasitud, el horror que le daba vivir así como una esclava. ¡Cuántas veces había creído ver escritas estas señales, como con tinta invisible, detrás de los ojos tristes y sumisos de Albertina, de sus mejillas súbitamente teñidas de inexplicable rubor, en el ruido de la ventana bruscamente abierta! Claro que no me había atrevido a interpretarlas hasta el fin y a hacerme expresamente la idea de su marcha repentina. Equilibrada el alma por la presencia de Albertina, sólo pensé en una marcha dispuesta por mí para una fecha indeterminada, es decir, situada en un tiempo inexistente; en consecuencia, era sólo la ilusión de pensar en una partida, como esas personas que se figuran que no temen a la muerte cuando piensan en ella estando sanos y en realidad no hacen más que introducir una idea puramente negativa en el seno de una buena salud que precisamente la proximidad de la muerte alteraría. Por otra parte, aunque se me hubiera ocurrido mil veces y con la mayor claridad del mundo, la idea de la marcha de Albertina, jamás habría sospechado lo que sería para mí en realidad esta marcha, qué cosa tan original, tan desconocida, qué mal tan enteramente nuevo. Si la hubiera previsto habría podido pensar constantemente en ella durante años sin que, unidos cabo con cabo todos estos pensamientos, tuvieran la menor relación no sólo de intensidad, sino de semejanza con el inimaginable infierno del que Francisca me levantó el velo al decirme: «Mademoiselle Albertina se ha marchado». La imaginación, para representarse una situación desconocida, toma elementos desconocidos y por eso no se la representa. Pero la sensibilidad, aun la más física, recibe, como el paso del rayo, la firma original, e indeleble por mucho tiempo, del nuevo acontecimiento. Y apenas me atrevía a decirme que, si hubiera previsto aquella marcha, quizá habría sido incapaz de representármela en todo su horror ni aun de impedirla amenazando, suplicando, en el caso de que Albertina me la hubiera anunciado. ¡Qué lejos de mí ahora el deseo de Venecia! Como, tiempo atrás en Combray, el de conocer a madame de Guermantes cuando llegaba la hora en que sólo quería una cosa: tener a mamá en mi cuarto. Y, en realidad, todas las inquietudes sentidas desde mi infancia, llamadas por mi angustia nueva, acudían a reforzarla, a amalgamarse con ella en una masa homogénea que me aplastaba.

Cierto que ese golpe físico que al corazón asesta una separación así y que, por ese terrible poder de registro que tiene el cuerpo, hace del dolor algo contemporáneo a todas las épocas de nuestra vida en que hemos sufrido; cierto que ese golpe asestado al corazón y sobre el que quizá (pues tan escasamente nos preocupa el dolor ajeno) especula un poco la que desea dar a la añoranza la máxima intensidad, bien porque la mujer, amagando sólo una falsa huida, pretenda únicamente requerir mejores condiciones, o bien porque, partiendo para siempre -¡para siempre!-, desee, por venganza o por seguir siendo amada, desee hacer daño, o bien (para realzar la calidad del recuerdo que dejará) por romper violentamente esa red de lasitudes, de indiferencia, que ha notado tejerse; cierto que nos habíamos dicho, que nos habíamos prometido separarnos a bien.