Pero es rarísimo separarse a bien, pues si se estuviera a bien no habría separación. Y además la mujer con la que nos mostramos más indiferentes nota de todos modos, oscuramente, que la misma costumbre que nos hace cansarnos de ella nos une a ella cada vez más, y piensa que uno de los elementos esenciales para separarse a bien es marcharse advirtiendo al otro. Pero tiene miedo de impedirlo si avisa. Toda mujer siente que, cuanto mayor es su poder sobre un hombre, el único medio de marcharse es huir. Fugitiva por reina, así es. Cierto que hay un intervalo increíble entre la lasitud que inspiraba hace un momento y, porque se ha marchado, esta necesidad furiosa de volver a verla. Pero esto tiene sus razones, además de las expuestas a lo largo de esta obra, y de otras que se expondrán más adelante. En primer lugar, la partida suele tener lugar en el momento en que es mayor la indiferencia -real o imaginada-, en el punto extremo de la oscilación del péndulo. La mujer se dice: «No, esto no puede seguir así», precisamente porque el hombre no habla más que de dejarla, o piensa en ello, y es ella la que se va. Entonces, como el péndulo vuelve al extremo opuesto, el intervalo es más grande. En un segundo vuelve a este punto; una vez más, al margen de todas las razones dadas, ¡es tan natural! El corazón palpita y, por otra parte, la mujer que se ha marchado ya no es la misma que la que estaba aquí. A su vida con nosotros, demasiado conocida, se agregan de pronto las vidas con las que ella va a mezclarse inevitablemente, y acaso nos ha dejado precisamente para mezclarse con ellas. De suerte que esta riqueza nueva de la vida de la mujer que se va actúa retroactivamente en la mujer que estaba con nosotros y acaso premeditaba su partida. A la serie de los hechos psicológicos que podemos deducir y que forman parte de su vida con nosotros, de nuestra lasitud demasiado visible para ella, de nuestros celos también (y que hace que los hombres que han sido abandonados por varias mujeres lo han sido casi siempre de la misma manera por su carácter y por reacciones siempre idénticas que se pueden calcular: cada cual tiene su manera propia de ser traicionado, como la tiene de acatarrarse), a esa serie, no demasiado misteriosa para nosotros, correspondía sin duda una serie de hechos que ignorábamos. Debía de mantener desde hacía algún tiempo relaciones escritas o verbales, a través de mensajeros, con algún hombre o con alguna mujer; debía de estar esperando alguna señal que quizá dimos nosotros mismos, sin saberlo, diciéndole: «Ayer vino a verme M. X…», si había convenido con M. X… que éste vendría a verme la víspera del día en que se iban a marchar juntos. ¡Cuántas hipótesis posibles! Posibles solamente. Tan bien construía yo la verdad, pero solamente en lo posible, que una vez que abrí por error una carta dirigida a una de mis amantes, carta escrita con clave y que decía: «Espera señal para ir a casa del marqués de Saint-Loup, avisa mañana por teléfono», reconstituí una especie de fuga proyectada; el nombre del marqués de Saint-Loup quería decir allí otra cosa, pues mi amante no conocía a Saint-Loup, pero me había oído hablar de él y además la firma era una especie de sobrenombre, sin ninguna forma de lenguaje. Y resultó que la carta no iba dirigida a mi amante, sino a una persona de la casa que tenía un nombre diferente, pero que lo habían leído mal. La carta no estaba escrita en clave, sino en mal francés, porque era de una americana efectivamente amiga de Saint-Loup, como éste me dijo después. Y la extraña manera que tenía aquella americana de escribir ciertas letras había dado el aspecto de un apodo a un nombre perfectamente real, pero extranjero. De modo que aquel día me equivoqué de punta a cabo en todas mis sospechas. Pero la armazón intelectual que en mi mente había relacionado aquellos hechos, falsos todos, era en sí misma la forma tan justa, tan inflexible de la verdad que cuando, pasados tres meses, me dejó mi amante (que en el momento de la carta pensaba pasar conmigo toda su vida), lo hizo de manera absolutamente idéntica a la que yo imaginé la primera vez. Llegó una carta con las mismas particularidades que yo había atribuido erróneamente a la primera, pero esta vez con el sentido de la señal, etc.

Era la desgracia más grande de toda mi vida. Y a pesar de todo, mayor aún que el dolor que me causaba era quizá la curiosidad de conocer las causas que lo produjeron: quién era la persona con la que Albertina había querido irse, con la que se había ido. Pero las fuentes de estos grandes acontecimientos son como las de los ríos: ya podemos recorrer la superficie de la tierra, que no damos con ellas. ¿Había premeditado Albertina mucho tiempo su fuga? No he dicho (porque entonces me parecía solamente amaneramiento y mal humor, lo que Francisca llamaba «estar de morros») que desde el día en que dejó de besarme tenía un aire como de porter le diable en terre[1], muy derecha, parada, con una voz triste en las cosas más sencillas, lenta en sus movimientos, sin sonreírse nunca. No puedo decir que ningún hecho indicara ninguna connivencia con el exterior. Bien es verdad que Francisca me contó después que la antevíspera de la marcha de Albertina entró ella en su cuarto, no vio a nadie en él y las cortinas estaban cerradas, pero, por el olor del aire y por el ruido, notó que la ventana estaba abierta.