Poseemos, por ejemplo, celo, ambición, perspicacia… Eso todo el mundo lo sabe. Pero, además, es probable que tengamos nuestro celo, nuestra ambición, nuestra perspicacia y sucede que para distinguir unas escamas de reptil como las nuestras, no se ha inventado aún el microscopio. Aquí los partidarios de la moral instintiva dirán: «¡Bravo! Por lo menos se acepta la posibilidad de que tengamos virtudes inconscientes, ¡con eso basta!». Qué modestos son.

9. Nuestras erupciones.

Innumerables aptitudes que han sido apropiadas por la humanidad en épocas anteriores, pero que son aún tan débiles y embrionarias que nadie percibiría su incorporación, salen bruscamente a la luz mucho después de su adquisición, incluso siglos más tarde; en el intervalo se han fortalecido, han madurado. Parece que faltase tal talento y virtud en determinadas épocas, en determinados hombres. Sin embargo, basta con esperar a los nietos y a los hijos de estos últimos; si se tiene tiempo de esperar, ellos sacarán a plena luz del día la interioridad de sus abuelos, esa interioridad de la que éstos no tenían la menor sospecha. Con frecuencia es el hijo quien revela el secreto del padre, por eso este último se comprende mejor a sí mismo cuando tiene un hijo. Todos llevamos en nosotros plantaciones y jardines secretos; y todos somos volcanes en actividad que aguardan el momento de su erupción. Nadie, ni el propio Dios, sabe con seguridad si ese momento está próximo o lejano.

10. Una especie de atavismo.

Me gusta considerar a los hombres extraños de una época como brotes tardíos de civilizaciones acabadas, nacidos de sus fuerzas y surgidos bruscamente, como el atavismo de un pueblo y de sus costumbres, por así decirlo; de esa forma, efectivamente, queda aún algo por comprender en esos hombres. Hoy parecen extraños, raros, extraordinarios y quien experimente en, sí mismo la presencia de tales fuerzas tiene el deber de cultivarlas, de defenderlas, de honrarlas, de educarlas frente a un mundo distinto y refractario. Así, se convierte en un gran hombre o en un individuo desquiciado y raro, siempre y cuando no fallezca en el intento. En otro tiempo, esas cualidades excepcionales eran comunes y por consiguiente pasaban por vulgares, no jerarquizaban. A lo mejor eran requeridas, presupuestas; era imposible lograr grandeza con ellas porque no implicaban el riesgo de que llevaran a la locura o a la soledad. Estos rebrotes de impulsos antiguos se producen singularmente en las familias y en las castas conservadoras (erhaltend) de un pueblo, en tanto que hay pocas oportunidades de que esta especie de atavismo se dé donde las razas, las costumbres o los criterios de valor cambien demasiado rápidamente. Respecto a las fuerzas de la evolución de los pueblos, el movimiento tiene la misma importancia que en la música; en el caso al que me refiero es absolutamente necesario que eI movimiento de la evolución sea un andante, pues éste es el movimiento de un espíritu apasionado y lento —y en este sentido actúa el espíritu de las familias conservadoras (conservativ).

11. La conciencia.

La conciencia es la última y más tardía evolución de la vida orgánica y, por consiguiente, lo más inacabado y frágil que hay en ella. De la vida consciente proceden innumerables errores que hacen que un animal o un ser humano perezcan antes de lo que hubiera sido necesario —«a pesar del destino», como dijo Homero—. De no existir el vínculo conservador de los instintos, que es infinitamente más fuerte, y la virtud reguladora que ejerce en el conjunto, la humanidad tendría que haber fallecido a causa de sus juicios pervertidos, de sus delirios en estado de vigilia, de su falta de fundamento, de su credulidad; en suma, de su vida consciente. Aunque para ser más claro, diría que sin todos esos fenómenos la humanidad habría perecido hace mucho. Antes de que una función se desarrolle y madure, constituye un peligro para el organismo, por eso ¡tanto mejor si durante ese tiempo es duramente tiranizada! Así se ve esclavizada la conciencia, e indudablemente no es su propio orgullo lo menos tiránico. ¡Se cree que aquí está el núcleo, lo que tiene de permanente, de eterno, de último, de más original el ser humano! ¡Se considera a la conciencia como una cantidad estable y determinada! ¡Se niega su crecimiento, su intermitencia! ¡Se la concibe como «unidad del organismo»! Esta sobrestimación y este desconocimiento ridículos de la conciencia han tenido la consecuencia feliz de impedir su elaboración demasiado rápida. Los hombres creían estar ya en posesión de la conciencia, por eso se han preocupado poco en adquirirla, ¡y aún hoy apenas han cambiado las cosas! Asimilar el saber, hacerlo instintivo representa una tarea totalmente nueva, apenas perceptible, de la que la mirada humana simplemente vislumbra el resplandor. O sea, constituye una tarea que sólo resulta pertinente a los ojos de quienes han comprendido que hasta ahora sólo habíamos asimilado nuestros errores y que toda nuestra conciencia no se refiere más que a ellos.

12. Los objetivos de la ciencia.

¿Tenemos que aceptar que la finalidad de la ciencia sea procurar al hombre el mayor número de placeres posible y el menor desencanto posible? Pero ¿cómo hacerlo, si el placer y el desencanto se encuentran tan unidos que quien quisiera tener el mayor número de placeres posible debe sufrir, al menos, la misma cantidad de desencanto; que quien quisiera aprender a «dar saltos de alegría» debe prepararse para «estar triste hasta la muerte»? Tal vez así suceda. Al menos eso creían los estoicos, consecuentes en la medida en que deseaban el menor placer posible para conseguir de la vida el menor desencanto que se pueda (la sentencia que tenían constantemente en la boca, «el virtuoso es el más feliz», podía servir tanto de enseñanza de escuela dirigida a la gran masa, como de casuística sutil para los refinados). Hoy seguimos ante la misma elección; o el menor desencanto posible, realizado en la ausencia de dolor-y en el fondo los socialistas y los políticos de cualquier partido no deberían honradamente prometer más a sus gentes—, o el mayor desencanto posible al precio de una superabundancia creciente de goce y de placeres refinados. Si la decisión pasa por el primer aspecto con la intención de disminuir y reducir la propensión de loshombres al dolor, habrá que disminuir y reducir también su propensión al goce. En realidad, con ayuda de la ciencia, se puede lograr tanto lo uno como lo otro.