Quizás la ciencia sea más conocida hoy por los poderosos medios que tiene de privar al hombre de sus alegrías, de hacerlo más frío, más parecido a una estatua, más estoico. ¡Pero puede llegar un día en que la ciencia aparezca como la gran suministradora de dolor! ¡Y tal vez entonces se descubra, a la vez, su fuerza contraria, su inmenso poder para hacer brillar nuevas estrellas de goce!

13. Para la doctrina del sentimiento de poder.

Cuando hacemos bien o mal a otros, ejercemos sobre ellos nuestro poder, sin desear otra cosa. Haciéndoles mal, lo ejercemos sobre aquellos a quienes necesitamos antes que nada hacérselo experimentar; para este fin; el dolor es un medio mucho más sensible que el placer, pues el dolor pregunta siempre las razones, mientras que el placer se inclina a no considerarse más que a sí mismo sin mirar más allá. Haciendo y queriendo bien, ejercemos nuestro poder sobre quienes ya dependen de nosotros de alguna forma (porque tienen la costumbre de pensar en nosotros como en sus razones); de este modo, queremos aumentar su propio poder porque así aumentamos el nuestro, o bien queremos mostrarles las ventajas que obtienen dependiendo de nosotros. Así se sentirán más satisfechos de su condición y más hostiles, más combativos respecto de los enemigos de nuestro propio poder. Los sacrificios que suframos al hacer bien o mal no cambian en nada el valor último de nuestros actos; aunque pongamos en juego nuestra vida como el mártir lo hace por su Iglesia, siempre es un sacrificio que hacemos en aras de nuestra sed de poder, o para conservar al menos el sentimiento que tenemos de él. ¡Cuántas posesiones no abandona quien quiere salvaguardar el sentimiento de «estar en posesión de la verdad».!

¡Cuántas cosas no arroja por la borda para mantenerse en «las alturas», es decir, por encima de quienes no tienen la verdad! Sin dudarlo, el estado en el cual hacemos el mal raras veces es tan agradable y tan puro como el estado en el que hacemos el bien —esto es señal de que aún nos falta poder, o una muestra de la contrariedad que supone esta insuficiencia, y de que la necesidad que tenemos de obrar así entraña nuevos riesgos y nuevas incertidumbres respecto al poder que ya poseemos y oscurece nuestro horizonte con la amenaza de venganzas, de burlas, de castigos, de fracasos—. Sólo los hombres más exasperados y ávidos de sentimiento de poder pueden experimentar más deleite marcando con su sello a quienes se les resisten, puesto que les resulta cargante y aburrido contemplar a quien ya está sometido (en cuanto que es objeto de su benevolencia). Todo depende de la forma habitual en que cada uno condimenta su vida; es más gustoso preferir un crecimiento lento de poder que otro brusco, uno más seguro que otro arriesgado o temerario, eligiéndose tal o cual especie según el temperamento de cada cual. Una presa fácil es algo despreciable para las naturalezas altivas, quienes no se sienten bien sino ante hombres a quienes nada ha podido doblegar y que podrían serles hostiles; sólo son atraídas por la visión de posesiones difícilmente accesibles; semejantes naturalezas se muestran a menudo duras con quien sufre, pues éste les parece indigno de su orgullo y de su esfuerzo. Por el contrario, esos hombres se muestran tanto más corteses con sus iguales, con quienes el combate y la lucha serían honrosos si alguna vez se presentara la ocasión. El sentimiento de bienestar que va unido a esa forma de vivir se refleja en la costumbre que han tenido los caballeros en sus combates de testimoniarse una cortesía exquisita. La compasión es siempre el sentimiento más agradable que experimentan los menos orgullosos, quienes no ambicionan grandes conquistas; para ellos una presa fácil —como lo es todo el que sufre les resulta algo encantador. Se elogia la compasión como virtud, que es más bien de mujeres de vida alegre.

14. Todo lo que llaman amor.

Codicia y amor, ¡qué sentimientos y cuántas diferencias nos sugieren cada uno de estos términos! Y, sin embargo, podría ocurrir que setratara del mismo impulso, pero designado de dos modos distintos; o bien de forma calumniosa desde el punto de vista de los saciados, para quienes este impulso ha tenido ya alguna satisfacción y que temen perder lo que «tienen»; o bien desde la perspectiva de los insatisfechos, de los ávidos, que glorifican consiguientemente dicho impulso porque lo consideran «bueno». ¿No es nuestro amor al prójimo un impulso a adquirir una nueva propiedad? ¿No sucede lo mismo con nuestro amor al conocimiento, a la verdad y, por lo general, con todo impulso hacia nuevas realidades? Cansados poco a poco de lo antiguo, de lo que poseemos con seguridad, extendemos las manos para recibir lo nuevo; ni siquiera el paisaje más hermoso en el que acabamos de pasar tres meses está completamente seguro de nuestro amor, pues un horizonte más lejano excita nuestras ansias. Es que generalmente despreciamos el bien poseído por el hecho mismo de la posesión.

Nuestra autosatisfacción trata de ser tan intensa que continuamente está convirtiendo cualquier cosa nueva en parte de nosotros mismos —y en esto consiste la posesión—. Estar harto de una posesión equivale a estar harto de uno mismo (se puede sufrir también por estar demasiado lleno; es el deseo de rechazar, de compartir, que puede encubrirse con el nombre honorable de «amor»). Cuando vemos sufrir a alguien, comprendemos gustosamente que se nos ofrece la oportunidad de apoderarnos de él; es lo que hace, por ejemplo, él hombre caritativo y compasivo, que también llama «amor» al deseo de una nueva posesión, encontrando placer en ello tanto como con la llamada a una nueva conquista. Pero donde se revela más claramente que el amor constituye un impulso que incita a apropiarnos de un bien es en el amor sexual; el amante quiere poseer en exclusiva a la persona que desea, quiere ejercer un poder exclusivo tanto sobre su alma como sobre su cuerpo, quiere ser amado por esa persona con exclusión de cualquier otra, permanecer en ese alma y dominarla como si esto fuera para dicha persona su más supremo y deseable bien. Si consideramos que todo esto representa nada menos que privar al resto del mundo del regocijo de un bien y de una felicidad preciosa, que el amante trata de reducir al empobrecimiento y a la privación a todos los demás contendientes y que sólo aspira a convertirse en el dragón de su tesoro, en el «conquistador», en el explotador más egoísta y carente de escrúpulos y que, a sus propios ojos, el mundo entero resulta indiferente, descolorido y sin valor, estando dispuesto a sacrificarlo todo, a alterar no importa qué orden, a pisotear cualquier otro interés, nos asombraremos, entonces, de que esta avidez y esta injusticia salvaje del amor sexual hayan podido ser ensalzadas y divinizadas hasta ese punto en todas las épocas; nos asombraremos de que de esta clase de amor se haya llegado a extraer incluso el concepto de amor como lo contrario al egoísmo, cuando de lo que se trata es de la manifestación más desenfrenada de este último. Parece que quienes han creado las expresiones usuales del lenguaje en este terreno han sido los no poseedores, los insaciables —que sin duda constituyeron siempre un grupo demasiado numeroso—. Respecto a quienes la suerte había reservado, en este campo, mucha posesión y satisfacción, han dejado escapar indudablemente aquí y allá alguna palabra contra este «demonio furioso», como es el caso de Sófocles, el más amable y amado de los atenienses. Con todo, Eros se ha burlado siempre de estos blasfemos —que fueron precisamente sus mayores favoritos—. Ahora bien, podemos encontrar sin duda en la tierra una especie de prolongación del amor en el curso del cual esta codicia ávida y recíproca entre dos personas ha retrocedido ante un ansia nueva, un anhelo nuevo, una sed superior y común de un ideal que los supera; pero ¿quién conoce este amor?, ¿quién lo ha experimentado? Su verdadero nombre es amistad.

15. Visto a distancia.

Este monte constituye todo el encanto del paisaje que domina, lo cual le da prestigio; al haberlo verificado cientos de veces, nos encontramos en un estado de ánimo tan poco razonable, y a la vez tan lleno de agradecimiento hacia el monte que ejerce esa seducción, que lo estimamos el elemento más seductordel paisaje —de este modo, lo escalamos y quedamos decepcionados—. De repente, tanto el monte como todo el paisaje que lo rodea por debajo de nosotros parecen perder su encanto; habíamos olvidado que muchas grandezas y muchas bondades pedían que se las mirase a distancia y, sobre todo, desde abajo, no desde lo alto. Únicamente así producen efecto. Tal vez conozcas a personas de tu entorno que no pueden considerarse a sí mismas más que a cierta distancia para sentirse simplemente aceptadas, atractivas o capaces de dar fuerzas; hay que desaconsejarles que se conozcan a sí mismas.

16.