Por otro lado, no volvía la cara ante cualquier bronca y gustaba de la broma y de la fiesta, pero su temperamento era hijo, no de la mala sangre, sino de un cierto carácter travieso e infantil, pues tras su aparente brutalidad se descubría fácilmente un poso de alegría espontánea y de buen humor. Tenía tres o cuatro buenos amigos que lo habían tomado por el modelo a seguir; con ellos iba por toda la comarca de francachelas o en busca de pelea y bronca, si se terciaba, aquí y allá, incluso muchas millas a la redonda. En el invierno destacaba entre todos los demás hombres de su edad por su gran gorro de piel del que pendía una muy llamativa cola de zorro cazado por él mismo, y cuando quienes en algún lugar estaban de fiesta, veían a lo lejos ese gorro galopando al frente de una partida de diestros jinetes, sabían de inmediato que habría pelea... A menudo cabalgaba por la noche Brom junto a sus amigos, ante las granjas, lanzando salvajes gritos a la manera de los cosacos en tropel, y las viejas de la casa, al despertar alteradas por aquel clamor insolente, no podían sino exclamar tranquilizadas una vez oían alejarse los cascos de los caballos: «¡Vaya, otra vez Brom el Huesos con su banda!» Ni que decir tiene que los lugareños le contemplaban con una mezcla de miedo, respeto y gracia, y siempre que en el pueblo sucedía alguna pelea, alguna bronca sin mayor importancia, movían la cabeza de un lado a otro como disculpando aquella maldad venial del Brom el Huesos, al que tenían de seguro por el autor de la misma, aun sin verlo.

Ya hacía tiempo que tan rudo héroe había escogido a la hermosa Katrina como la mujer de su vida, como aquella a la que dedicar sus gárrulas galanterías, muy parecidas, por poner un ejemplo, a las que haría un oso en un situación de cortejo parecida; aquello, por lo que se sabía en el pueblo, no había hecho mella alguna, sin embargo, en la muchacha. Eso no era obstáculo, en cualquier caso, para que el gigantón hiciera poner pies en polvorosa a muchos de sus otros competidores en el amor de la damisela, que huían temerosos de despertar su furia; bastaba con que vieran su caballo en las proximidades de la casa de Van Tassel un domingo por la noche para que escaparan deprisa de allí, echando chispas y dispuestos a buscar guerra ante otros cuarteles.

Tal era, pues, el formidable rival con quien habría de vérselas el bueno de Ichabod Crane; bien contemplado el asunto, es digno de tenerse en cuenta que otros aspirantes al amor de la damisela, hombres mucho más fuertes y arrojados que él, habrían desistido pronto por temor a Brom, largándose sin ofrecer resistencia. Pero cuanto conformaba el carácter del maestro era una feliz mixtura de tozudez y capacidad de adaptación a las circunstancias de cada momento; era, pues, un hombre de nervios bien templados, cabe decirlo así, como la urdimbre de un florete; flexible pero acerado; uno de esos hombres que pueden ceder, incluso doblarse, pero nunca doblegarse ni troncharse; y aunque en un momento dado una leve presión pareciera hacerlo encorvar, apenas estaba a punto de llegar al límite de su resistencia, ¡arriba!, ya estaba de nuevo tieso y firme, con la cabeza aún más alta que antes.

Sabía que enfrentarse abiertamente a su rival en el amor era una necedad, más que una locura, pues tendría que batirse contra un hombre más joven y mucho más fuerte que él; un hombre tan fogoso y arrojado como Aquiles; un hombre, en suma, que jamás cedería un paso en el trance de disputarse el amor de una mujer. Ichabod, empero, constante y como quien no quiere la cosa, avanzaba poco a poco, se insinuaba a la rica y bella heredera siempre con galantería exquisita. En su calidad de maestro de canto iba cada vez más frecuentemente a la casa del holandés, un pretexto que en este caso no lo era para superar las suspicacias de los padres de las muchachas en situaciones semejantes, eso que tan a menudo se convierte en una gran piedra puesta en mitad del sendero por el que pretenden caminar de la mano los amantes. Balt Van Tassel era un hombre bueno, de alma apacible e indulgente; adoraba a su hija aún más que a su pipa, y como hombre razonable que era, además del mejor de los padres, permitía sin oposición alguna que la muchacha tomase los caminos que mejor le vinieran en gana. Su esposa, una mujer igualmente digna de mención, bastante tenía con mantener la casa en perfecta disposición siempre y atender a las aves del corral, ya que, como observaba con perspicacia no exenta de sabiduría, los gansos y los patos son criaturas tan increíblemente estúpidas que no queda otro remedio que cuidar de ellas de continuo, en tanto que una muchacha casadera sabe cuidar de sí misma... Tal era la razón de que la muy atareada ama de casa no parase un momento, bien haciendo la casa, bien haciendo girar la rueca de hilar sin pausa... Balt, cuando a semejantes tareas se entregaba su hacendosa mujercita, fumaba tranquilamente su pipa, en el otro extremo del salón, mirando a través de la ventana las furiosas acometidas de aquel espantapájaros de madera, con las manos armadas con sendas espadas igualmente de madera, que parecía desafiar al viento tanto como a los pájaros. Mientras, hay que decirlo así, Ichabod atacaba las resistencias últimas de la hija de los granjeros, en defensa de su nobilísima causa, bajo el gran olmo de la fuente, o paseando hacia el crepúsculo cuando el día comenzaba a declinar, la mejor hora para que los enamorados hagan gala de su elocuencia.

No puedo presumir acerca de cómo se conquistan los corazones femeninos. Eso es algo que siempre ha constituido para mí un asunto tan digno de admiración como enigmático; algunos de esos corazones parecen tener un único punto vulnerable por el que acceder, y otros, por el contrario, pueden ser conquistados de mil maneras distintas. Supone eso que han de ponerse en práctica, pues, miles de artimañas para hacerse con el favor de una damisela; mas si hemos de convenir en que es todo un triunfo hacerse con el favor de uno de esos corazones citados en primer lugar, los que nada más tienen una vía de acceso, mantener cautivos a los citados en segundo lugar exige aún mayor destreza, mayor lucha del hombre en la tarea, ardua cual batalla, de mantener bien vigiladas todas sus vías de acceso; es como defender una fortaleza, para lo cual no ha de olvidarse una sola ventana, una sola puerta. Así, el que sea capaz de alzarse con la conquista de un millar de corazones podrá hacer alarde, al tiempo, de su derecho a la fama y al reconocimiento, si bien sólo podremos considerar un héroe de verdad a quien logre mantener su dominio, por mucho tiempo, sobre el corazón de una dama coqueta.

En este supuesto acerca de las artes del galanteo no se contempla, como es lógico pensarlo, al temido Brom el Huesos, pues desde el inicio de la corte que hiciera Ichabod Crane, para ganarse el favor de la hija del rico granjero, pareció ceder en la intensidad de su asedio; apenas se veía ya su caballo los domingos por la tarde cerca de los establos de la granja, lo que no quiere decir, sin embargo, que no se hiciera más ostensible que nunca antes la enemistad entre él y el maestro de escuela de Sleepy Hollow.

Brom, a quien adornaba una suerte de ruda, por no decir brutal, caballerosidad, hubiera preferido dirimir tal disputa en una suerte de campo de batalla abierto, ante los ojos de todos, lo que equivale a decir que librando un combate que sirviera para calibrar ante la dama querida las posibilidades de cada uno, al modo y manera de los caballeros de antaño, los cuales así de simplemente establecían su derecho sobre el corazón de una mujer. Mas, Ichabod, sin embargo, sabía bien que su oponente era mucho más fuerte, que nada lograría en un enfrentamiento directo contra él, así que eludía cualquier cosa que se pareciera a una disputa frontal. Para colmo, hasta sus oídos alguien había llevado una baladronada de Brom el Huesos, quien, según aquellas noticias que recibiera Ichabod, «iba a tronchar en dos al maestro para meterlo así partido en el armario de la escuela». Si por algo se caracterizaba Ichabod era por su cautela; no iba a darle, pues, la oportunidad de partirle en dos, y hay que reconocer que había bastante de provocación hacia el rival en su actitud pacífica, en sus afanes de no concederle el combate ansiado. Tanta obstinación por parte de su rival hacía que Brom el Huesos no cejara en su empeño de urdir tretas y más tretas, algunas de una bellaquería indecible, para llevar a su terreno a aquel increíble y aparentemente inabordable rival, lo que no quiere decir sino que, al cabo, el pobre maestro pasó a ser la víctima favorita de las maldades tramadas por la banda de Brom el Huesos, dispuesta a dar todo su apoyo al jefe.

La banda, en su tropel de caballos, comenzó pues a hacer una incursión y otra en los hasta entonces tranquilos dominios del maestro; unas veces taponaban la chimenea del tejado, con lo cual la escuela se llenaba de humo; otras, ya de noche, entraban en la escuela y volcaban pupitres y mesas, tiraban por el suelo los papeles y los libros... Hacían así, en fin, inútiles las defensas de mimbre y estacas que pusiera el maestro, quien hubo de admitir que su escuela no era la trampa para pescar anguilas que había supuesto... El pobre llegó a pensar que las brujas todas de la región habían decidido tomar posesión de su escuela para celebrar en ella los akelarres15. Aun con todo, esto no era lo peor; Brom el Huesos no dejaba escapar la mínima ocasión que se le presentara, a fin de ridiculizarlo ante la damisela; para colmo, había adiestrado a un perro vagabundo para que aullara de manera terrible y ridícula, en una especie de lúbrico lamento; cuando se producía, aseguraba Brom que aquel escándalo no era debido sino al pobre maestro, que daba así sus clases de canto a la impar Katrina. Así estuvieron las cosas durante un tiempo, sin que se produjera ningún cambio digno de mención en la estrategia guerrera de los contendientes.

Una tarde de otoño, muy hermosa, se hallaba Ichabod sumido en sus reflexiones, con las posaderas descansadas en el alto taburete desde el que dominaba su pequeño imperio escolar y cuanto hacían sus alumnos, blandiendo en su mano la vara de castigar, aquella especie de representación un tanto espectral de la justicia con que ejercía su poder. Tenía detrás, colgada en la pared de tres clavos roñosos, otra vara, por si se le rompía la primera, y delante, sobre su mesa, alguna que otra arma y unas cuantas cosas de contrabando que había decomisado a sus alumnos, tales como una manzana herida por unos cuantos mordiscos, varias cerbatanas, peonzas, jaulas para moscas y grillos y un montón de pajaritas de papel, lo que denotaba que no mucho antes habíase visto obligado a impartir justicia, haciendo víctima de ella a cualquiera de los pilluelos que acudían a oír su sabia palabra; de hecho, los muchachos permanecían ahora en silencio, fijos los ojos en sus libros; todo lo más, algunos cuchicheaban muy bajito sin perder de vista al maestro, por si se les acercaba vara en ristre... Un murmullo sutil, de expectativa temerosa, flotaba en el ambiente de la clase... De súbito se rompió aquel silencio, empero, con la entrada en la escuela de un negro que vestía chaqueta y pantalones de estopa y que se tocaba con un viejo y mugriento sombrero de copa, como un Mercurio con sombrero... Había llegado montando un penco flaco, medio salvaje y cojo, al que guiaba no más que con una soguilla atada a los belfos. Naturalmente, su presencia en la puerta de la escuela no pudo pasar inadvertida, al contrario; y mucho menos para el maestro, puesto que le llevaba un recado según el cual aquella misma noche el matrimonio Van Tassel y su hija ofrecían una recepción a la que estaba invitado muy especialmente. El negro declamó, más que decirlo, su mensaje de manera harto elocuente, haciendo un gran esfuerzo por decirlo con las palabras más a propósito para tan magno evento, cual solían hacerlo los negros de aquellos días, habitualmente utilizados como embajadores para llevar todo tipo de recados y encomiendas.