Después volvió a subirse a su penco y pronto se le perdió de vista, galopando, no tan ceremoniosamente como veloz, hasta perderse en lo más oculto de la hondonada, cual debe hacerlo un buen mensajero. No cesó con su ida el follón que entre el alumnado provocó aquello, perdida ya la paz que dominaba la clase una vez consumado el último castigo. Con la anuencia del maestro dieron cuenta los alumnos de sus lecciones a toda prisa, sin parar mientes en la observación de esos aspectos que de común, minucioso, les exigía el bueno de Crane; más aún, los más pillos se saltaban de golpe hasta media página, sin que el digno pedagogo reparase en ello, lo que no fue óbice, sin embargo, para que los más torpes se llevaran algún que otro coscorrón, y algún que otro varetazo, sólo porque titubearon ante una palabra, o se trabaron en otra, considerando el maestro que ocurría así porque no prestaban la necesaria atención... Crane, por su parte, no reparó en el hecho de que sus alumnos, una vez diera él por concluida la clase, salieran casi de estampida, olvidándose de ordenar los libros, cual solían hacerlo, en las baldas dispuestas para ello; volaron además unos cuantos tinteros, se volcó algún pupitre, y una hora antes de lo que era normal la escuela quedó vacía... Aquel tropel de pequeños diablos se iba pegando gritos, saltando y revolcándose en la hierba para celebrar una liberación tan insólita como anticipada.

El galante Ichabod tardó más de media hora en arreglarse para acudir a la recepción, algo raro en él; cepilló con mimo el mejor de sus trajes, un terno negro muy sobrio, aunque algo resobado, empero, y con tanto o mayor cuidado se peinó los rizos ante un trozo de espejo que aún le quedaba sano en una pared. Luego fue a pedir prestado un caballo a un viejo granjero holandés, Hans Van Ripper, un tipo gruñón y malencarado, a fin de presentarse ante la amada de la manera más elegante posible, y así, cabalgando como todo un caballero capaz de enfrentarse a cualesquiera aventuras o al más arrebatador de los lances amorosos, puso tierra de por medio entre la escuela y la granja de Van Tassel. Por supuesto, y por seguir en lo que era común a las novelas de caballeros andantes, hay que hacer una descripción tan detenida como minuciosa de las trazas e impedimenta del caballero a lomos de su caballo. De éste, no obstante, hay que decir que era una bestia usada de común para el tiro de labranza, lleno de mataduras y perdida, por viejo, su arrogancia y hermosura de otros días; por lo demás, y como caballo viejo y resabiado que era, no resultaban pocos sus defectos, todo lo contrario; flaco, peludo, sucio, con cuello más de carnero que de corcel y con la cabeza digna de un martillo; le amarilleaban las crines, de viejura y mugre, al igual que la cola llena de nudos; a uno de sus ojos le faltaba la pupila, por lo que parecía de cristal, y en el otro le brillaba una especie de luz demoníaca, que sin duda era reflejo de su maldad resabiada; puede que aquel pobre penco hubiera sido en tiempos un brioso corcel que aún hacía honor a su nombre, Pólvora... No en vano había sido el caballo favorito del colérico Van Ripper, cuando aún montaba y galopaba furiosamente, antes de destinarlo a la labranza; y no en vano, con toda certeza, el amo había contagiado a su caballo aquel su iracundo carácter; aun viejo y muy castigado, el bruto albergaba tanta maldad como para superar a la que pudieran demostrar todos los jóvenes potros de la región juntos.

Ichabod componía una figura idónea para semejante montura. Montaba con estribos cortos, por lo que llevaba las rodillas a la altura de la silla; sus codos, visto desde atrás, parecían las patas de un saltamontes por lo mucho que los sacaba; llevaba la fusta en perpendicular, como si fuera un cetro; al trotar el caballo, en fin, sus brazos parecían las alas abiertas de un pájaro... Se tocaba además con un pequeño sombrero de lana inglesa que casi le caía hasta la nariz prominente, pues cabe recordar que su frente no era más que una franja estrecha entre el pelo y aquélla; los faldones de su levita negra, además, parecían flotar sobre las ancas del caballo casi hasta cubrirle la cola sucia. Con semejante porte salió el maestro de la granja de Van Ripper. Pocas veces se tuvo la ocasión de ver algo semejante a plena luz del día. Era, como ya he dicho, una hermosa tarde de otoño, de cielo despejado, azul y apacible, así que la naturaleza mostraba esa su librea dorada que nos sugiere abundancia, cuando los bosques parecen poner en el ambiente pinceladas de profusos ocres y amarillos; la helada de la noche anterior había dejado, además, una hermosa capa púrpura sobre los árboles más tiernos y frágiles, y otras de naranja y de escarlata en los más firmes y grandes. Atravesaban los patos salvajes el horizonte en bandadas interminables; hasta podía oírse latir el corazón de las vivaces ardillas, incesantes en su corretear por entre los bosques de hayas y de nogales, mientras los rastrojos de las veredas parecían abrirse cual telones de teatro para que se dejara oír el canto largo y solitario de una codorniz. Los pajarillos del bosque se despedían ya del día regalándose con un banquete en lo alto de las ramas tremolantes, y piaban y saltaban por doquier de árbol en árbol, gozosos en su libertad de escoger uno u otro, esta o aquella rama, felices entre tantos árboles como tenían. Había petirrojos, ese pájaro que suele ser la diana preferida de los cazadores más jóvenes, revoloteando mientras sin desmayo soltaban sus notas siempre altas como en un lamento; había también mirlos cantores que en algunos claros parecían haberse puesto de acuerdo para formar una sola nube negra; y pájaros carpinteros de alas relucientes como los chorros del oro y con el penacho de fuego, hermosos con su amplia gorguera; y el pájaro del cedro, con las alas rematadas en puntas rojas, la cola en amarillo y su pequeño sombrero de plumas; y el arrendajo, esa especie de barbián vocinglero que parece lucir un chaquetón de espejos azules y debajo un traje blanco, pájaro chillón y zalamero, cobista en sus continuas reverencias, como si deseara congraciarse con todos los demás pájaros cantores del bosque para que le perdonaran sus gritos y desafinaciones.

Ichabod, a paso lento ahora, continuaba a caballo mientras sus ojos, atentos en toda circunstancia a cualquier cosa que sugiriese abundancia en la cocina, hacían una suerte de deleitoso inventario de las maravillas que ofrecía tan pródigo otoño. A cada lado del camino veía, pues, ora un almacén hasta arriba de manzanas, las unas venciendo con su maduro peso las ramas de los árboles, las otras ya recogidas en cestos incontables y prestas a ser llevadas a los mercados, las de más allá apiladas para ser en breve pasto gozoso de la prensa que habría de convertirlas en sidra excelente. Más allá, en los apartados campos de maíz, se alzaban magníficas las doradas mazorcas como escapando del abrigo de sus hojas, como ofreciéndose gustosas a las diestras manos que harían de su sabrosura no menos apetecibles pasteles; y en la misma tierra, las calabazas restallantes de brillo ofreciendo a sus ojos esos sus prominentes vientres dignos de los mejores platos.

Atrás los trigales, atravesaba ahora Ichabod campos en los que se disfrutaba del olor dulce de las colmenas, lo que hacía que unas ilusiones no menos dulces comenzaran a cobrar forma en su mente ensoñecida de tanta paz y maravilla; así, degustaba ya una tarta de mantequilla espesa y miel en capas no menos densas... Una tarta que, naturalmente, le había preparado, para darle la bienvenida, la impar Karina Van Tassel con sus propias y lindísimas manos.

Así, con tan amelcochadas imaginaciones, alimentaba sus sueños cuando iba por las faldas de unos cerros desde los que se avistaba uno de los más hermosos paisajes del Hudson. El sol, como una gran rueda, se iba deslizando poco a poco hacia los abismos del oeste. El amplio seno del Tappan Zee se mostraba ahora remansado como un cristal impoluto; sólo algún leve salto del agua alteraba el reflejo de la inmensa sombra azulada de las montañas. Allá, en el horizonte, una hermosa luz dorada se iba mudando lentamente al verde propio de las manzanas de sidra, y aún más allá, en un azul que inequívocamente pertenecía al cielo. Las últimas luces caían en oblicuo y alargadas sobre el río, dando un brillo de plata a las grandes piedras de sus márgenes y un fulgor púrpura a las orillas. A lo lejos, una barca parecía mecerse lentamente en el agua, confiada en aquella tranquila corriente, con la vela acariciando lacia y voluptuosa el mástil; parecía la barca suspendida entre dos cielos, pues el agua aquella tarde no era más que el propio cielo reflejado.

Estaba a punto de caer la noche, también infinitamente apacible, cuando llegó Ichabod a los dominios de Heer16Von Tassel. Ya estaba la casa llena con la flor y nata de la región. Había allí viejos granjeros de rostros enjutos y con las arrugas curtidas por el paso de todas las estaciones durante muchísimos años, vestidos con chaquetas sencillas, sus medias azules limpias, y relucientes las grandes hebillas de sus cinturones; sus esposas, tan ajadas como parlanchinas y vivaces, con la cofia bien ajustada, el corpiño largo y firme, la enagua humilde pero limpia, y tijeras, acericos y un bolso grande de percal colgando de sus cinturones. Había también alegres muchachas, vestidas tal cual lo hacían sus madres, salvo en algún que otro caso en que lucían un sombrero de paja, el pelo al aire con una cinta, o algún que otro vestido impolutamente blanco, por afán de seguir la moda de la ciudad. Los hombres más jóvenes llevaban levitas de corte rectangular en el faldón, dos filas de botones metálicos y relucientes en ellas, y el cabello largo recogido en una cola de caballo, según era moda entonces; brillantes colas de caballo, sobre todo las de quienes se las frotaban con piel de anguila, cosa que se consideraba en aquellos días el mejor tónico capilar.

Brom el Huesos, como no podía ser menos, era el héroe principal de aquella escena; había llegado a la fiesta montando su caballo Temerario, el favorito de cuantos tenía, tan brioso y valiente como su amo, que pudo hacerse con él, cuando lo quiso, por ser el único hombre de la comarca capaz de domarlo; además, siempre prefirió caballos rebeldes, incluso resabiados, o los que se sabían todos los trucos de los jinetes expertos en doma; esos caballos, en fin, con los que hay que ser muy diestro si no quieres acabar partiéndote el cuello. Decía Brom el Huesos que un caballo dócil sólo era propio de cobardes.

Me encantaría llenar estas páginas con el relato pormenorizado del montón de placeres que se mostraron a los ojos de mi héroe apenas entró en el salón principal de la casa de Van Tassel, aunque quede claro que no hablo de las encantadoras muchachas que allí había, jóvenes en la flor de la vida llenándolo todo con el ir y venir de sus ropas en rojo y en blanco.