Dejémosle que lo crea. Saldrá ganando un susto, que no olvidará tan pronto, pues de un puntapié el capitán Ellis sería capaz de enviarlo al centro de Asia…

–Espéreme un momento -dijo el capitán Giles, alejándose bruscamente.

Tomé asiento. Me sentía extenuado, con la cabeza pesada. Apenas había tenido tiempo para reunir mis ideas, cuando ya regresaba el capitán Giles, excusándose por la ausencia y murmurando que había querido ir a tranquilizar a aquel individuo.

Le miré, sorprendido. Aunque, en el fondo, aquello me daba igual.-Me explicó que había encontrado al administrador tendido boca abajo sobre el canapé. Ahora, ya estaba tranquilo.

–No se hubiera muerto de miedo -dije con desprecio.

–No, pero habría podido tomarse una dosis demasiado alta de uno de esos frasquitos que guarda en su habitación -respondió el capitán gravemente-. Ya una vez, hace dos años, ese imbécil trató de envenenarse.

–¿De veras? – pregunté con frialdad-. En todo caso, su existencia no creo que sea muy preciosa.

–Lo mismo podría decirse de muchas otras.

–¡No exagere! – protesté, riendo con nerviosismo-. Pero ahora me pregunto sinceramente qué sería de esta parte del mundo, capitán Giles, si usted le retirase su protección. En sólo una tarde me ha procurado usted un mando y ha salvado la vida del administrador. Lo que no acabo de comprender es que haya podido usted manifestar tanto interés por uno y otro al mismo tiempo.

El capitán Giles permaneció un momento silencioso. Luego, repuso gravemente:

–En el fondo, no es un mal administrador. En todo caso, sabe encontrar un buen cocinero. Y, lo que vale más, es capaz de conservarlo. Recuerdo los cocineros que teníamos aquí antes de su llegada…

Debí de hacer un movimiento de impaciencia, pues Giles se detuvo, excusándose de entretenerme con su charla cuando lo más probable era que careciese de tiempo suficiente para hacer mis preparativos.

Lo que en realidad necesitaba yo era estar a solas un momento. Así pues, me apresuré a aprovechar la ocasión. Mi alcoba, situada en un ala aparentemente inhabitada de la casa, era un refugio tranquilo. No teniendo nada que hacer, ya que no había desembalado mis cosas al llegar, me senté sobre el lecho y me abandoné a las influencias del momento. A las influencias inesperadas…

Ante todo, me sorprendió mi estado de ánimo ¿Por qué no estaba más sorprendido? ¿Por qué? En un abrir y cerrar de ojos me veía investido de un mando, y no de acuerdo con el curso habitual de las cosas, sino como por arte de magia. Realmente, debería estar mudo de asombro. Pues no. Me asemejaba a esos personajes de los cuentos de hadas, a los que nada sorprende nunca. Cuando de una calabaza brota una carroza de gala perfectamente equipada para conducirla al baile, Cenicienta no se maravilla, sino que sube muy tranquila a la carroza y parte hacia su magnífico destino.

El capitán Ellis -especie de hada feroz- había sacado del cajón de su escritorio un nombramiento de capitán casi tan milagrosamente como en un cuento de hadas. Pero un mando es una idea abstracta, y sólo me pareció una maravilla de segundo orden, hasta que hube entrevisto como en un relámpago que implicaba la existencia concreta de un barco.

¡Un barco! ¡Mi barco! Aquel barco era mío; la posesión y custodia de él me pertenecía más absolutamente que ninguna otra cosa en el mundo; él iba a ser el objeto de mi responsabilidad y devoción; me esperaba allá lejos, encadenado por un sortilegio, incapaz de moverse, de vivir, de recorrer el mundo hasta que yo no hubiese llegado -semejante a una princesa encantada-. Su llamamiento me había venido del cielo, en cierto modo. Yo jamás había sospechado su existencia; ignoraba su aspecto; apenas había oído su nombre y, sin embargo, he aquí que estábamos ya indisolublemente unidos para una cierta porción de nuestro futuro, destinados a hundirnos o a navegar juntos.

Una pasión súbita, hecha de ávida impaciencia, corrió de repente por mis venas y despertó en mí una sensación de vida intensa que hasta entonces había ignorado y que no he vuelto a experimentar después.

Entonces descubrí hasta qué punto era yo marino de corazón, de pensamiento y, por así decirlo, físicamente; un hombre que sólo se interesaba por el mar y los barcos: el mar, el único mundo que contaba, y los barcos, piedra de toque de la virilidad, del temperamento, del valor y la fidelidad… y del amor.

Fue un momento delicioso; un momento único. Me puse de pie en un salto y durante un largo rato caminé arriba y abajo por la habitación. No obstante, cuando pasé al comedor, ya había recobrado el dominio de mí mismo. Una 'completa inapetencia era la única huella que quedaba de mi agitación.

Tras declarar mi intención de trasladarme a pie al muelle, en vez de hacerlo en coche, el desgraciado administrador -preciso es reconocerlo- dio pruebas de gran actividad, buscando a los culis que debían transportar mi equipaje. Partieron al fin, llevando todo lo que me pertenecía -a excepción de un poco de dinero que llevaba en el bolsillo- colgado de una larga pértiga.