El capitán Giles se ofreció a acompañarme.

Seguimos el umbroso paseo de árboles que atravesaba la explanada. Bajo los árboles, reinaba una frescura relativa. El capitán Giles se echó a reír y declaró:

–Conozco a alguien que se alegrará de no volver a verlo.

Adiviné que se refería al administrador. Hasta el último momento, el divertido hombrecillo me había mostrado un rostro malhumorado y temeroso. Expresé a mi compañero la sorpresa que me causaba el que aquel individuo hubiese querido jugarme una tan mala pasada sin razón alguna.

–¿Acaso no comprende usted que lo que él deseaba era desembarazarse de nuestro amigo Hamilton, haciéndole obtener el puesto en su lugar? De ese modo se habría desembarazado de él para siempre, ¿comprende usted?

–¡Cielos! – exclamé, sintiéndome ligeramente humillado-. ¿Es posible? ¡Se necesita estar loco! ¡Ese holgazán arrogante y descarado! En la vida habría conseguido… Y, no obstante, sí, casi lo había logrado, pues, al fin y al cabo, la Oficina del Puerto tenía que enviar a alguien.

–Cierto. Hasta un imbécil como nuestro administrador puede tornarse peligroso a veces -declaró sentencioso el capitán Giles-. Y precisamente porque es un imbécil -agregó, desarrollando complaciente su pensamiento en voz baja. Luego, a manera de demostración, continuó-: Pues nadie que tenga sentido común quiere arriesgarse a perder el único empleo que puede salvarlo de la miseria, por el simple placer de evitar una contrariedad, una pequeña molestia. ¿No es cierto?

–Sin duda -respondí, conteniendo la risa que me producía la manera misteriosa y a la vez vaga con que me revelaba las conclusiones de su sabiduría, como si éstas fuesen el fruto de operaciones ilícitas-. Pero ese individuo me parece realmente un poco chiflado. A la fuerza tiene que serlo.

–¡Desde luego! Y yo creo que todos lo somos un poco aquí abajo -declaró con tranquilidad.

–¿No hace usted excepciones? – pregunté, deseoso de conocer su opinión.

Permaneció en silencio un buen rato y luego, volviendo bruscamente en sí, declaró:

–¿Por qué había de hacerlas? Lo mismo dice Kent de usted.

–¿De veras? – exclamé, y de pronto me sentí lleno de amargura contra mi antiguo capitán-. Pues no dice eso en el certificado de su puño y letra que llevo en el bolsillo. ¿Le ha dado a usted algún ejemplo de mi extravagancia? Con tono conciliador, el capitán Giles me explicó que aquello no pasaba de ser una observación amistosa, a propósito de la manera brusca con que había abandonado yo, sin razón aparente, su barco.

Al oírlo, no pude por menos de gruñir.

–¡Ah!…, abandonado su barco… -Y apreté el paso.

El capitán Giles se mantuvo a mi lado, en medio de la profunda oscuridad de la avenida, como si su conciencia le impusiese el deber de

desembarazar a la colonia de un personaje indeseable. Jadeaba levemente, lo que le daba cierto patetismo. Pero yo no me sentía conmovido. Por el contrario, encontraba en ello una especie de placer malévolo.

No obstante, aminoré la marcha, casi hasta detenerme, y exclamé:

–Lo que yo deseaba ante todo era encontrar algo nuevo. Sentía que ya era tiempo. ¿Es ésta una prueba de extravagancia?

Giles no contestó. Salimos de la avenida. Sobre el puente que atravesaba el canal, una forma oscura iba y venía como si esperase algo o a alguien.

Era un policía malayo, descalzo y con uniforme azul. La luz de un reverbero hacía brillar tenuemente el galón de plata de su gorra. Tímidamente, miró hacia nosotros.

Antes de que hubiésemos llegado a su altura, dio media vuelta y nos precedió en dirección al muelle, del que apenas nos separaba un centenar

de metros. Cuando llegamos allí, encontré a mis culis en cuclillas. Habían conservado la pértiga sobre los hombros, y todo lo que me pertenecía, colgado aún de la pértiga, yacía por tierra, entre ellos. En el muelle no había absolutamente nadie, a excepción del agente de policía, que nos saludó.

Según parece, había detenido a los culis por parecerle sospechosos y les había prohibido el acceso al muelle; pero, a una señal mía se apresuró a levantar el veto. Los dos impasibles individuos, después de levantarse al mismo tiempo y lanzando un débil gemido, comenzaron a trotar sobre las planchas, mientras yo me preparaba para despedirme del capitán Giles, que permanecía inmóvil, como un hombre cuya misión toca a su fin. Preciso era confesar que la había cumplido bien. Y mientras yo buscaba una frase de circunstancias, he aquí que se me adelantó, diciéndome:

–Me temo que no van a faltarle los embrollos y las preocupaciones…

Le pregunté qué le hacía pensar eso, y contestó que su experiencia del mundo en general: un barco alejado durante tanto tiempo de su puerto, la imposibilidad de comunicar por telégrafo con la compañía, y muerto y enterrado el único hombre que podía explicar las cosas…

–Y además, usted, novato en estos asuntos -declaró, con tono que no admitía réplica y a manera de conclusión.

–No insista-le dije-. Lo sé de sobra.