Todavía me pregunto qué guardaría en ellas aquel hombre. De su madriguera `se desprendía un olor de coral en putrefacción, de polvo oriental, de muestras zoológicas. Sólo conseguía ver la parte superior de su cabeza y sus ojos afligidos levantados hacia mí por encima de aquella barrera.
–No estaré más de dos o tres días -le dije, esperando reanimarlo.
–¿Querrá usted pagar por anticipado? – sugirió de inmediato.
–Por supuesto que no -exclamé indignado apenas hubo pasado el primer momento de asombro-. ¡Jamás he oído cosa semejante! Se necesita cara dura…
El hombre, desesperado, se llevó las manos a la cabeza, y este gesto acabó con mi indignación.
–¡Dios mío, Dios mío! No se ponga usted así. A todo el mundo le pregunto lo mismo. – Lo dudo -dije ásperamente.
–Pues bien, si no lo he hecho, voy a hacerlo, pues si ustedes, caballeros, consintieran en pagar por anticipado, yo podría hacer pagar igualmente a Hamilton. Siempre desembarca sin un céntimo, y aunque tenga dinero jamás quiere saldar su cuenta. No sé cómo arreglármelas con él. Siempre se pone a blasfemar, asegurando que en modo alguno puedo arrojar a la calle a un blanco. Si usted quisiera…
Yo estaba estupefacto. E incrédulo. Sospechaba una impertinencia gratuita de su parte. Con tono enfático declaré que preferiría verlos ahorcados a él y a Hamilton, y le rogué que me condujese a mi habitación sin más historias. Sacó entonces una llave de no sé dónde y salió de su escondrijo, lanzándome al pasar una mirada oblicua y solapada.
–¿Hay aquí algún conocido mío? – le pregunté, antes de que se hubiese marchado de mi habitación.
Había recobrado ya su tono habitual, impaciente y llorón, y me contestó que allí estaba el capitán Giles, de regreso de un viaje al mar de Sulú, y otros dos huéspedes. Al cabo de un momento de silencio, agregó:
–Y, naturalmente, Hamilton…
–¡Ah!, sí, Hamilton… -contesté.
Y el lamentable personaje se retiró con un gruñido postrero.
Aún me exasperaba su desvergüenza cuando entré en el comedor para almorzar. Ya se hallaba en su puesto vigilando a los criados chinos. El almuerzo estaba servido en un extremo de la larga mesa y el punkah, que se balanceaba perezosamente, sólo abanicaba un desierto de madera bruñida.
Éramos cuatro en torno del mantel. Uno de ellos, el desconocido durmiente de la galería. Tenía ahora los ojos medio abiertos, pero parecía no ver. El dignísimo personaje que se sentaba a su lado, un rostro adornado con cortas patillas y mentón cuidadosamente rasurado, era, naturalmente, Hamilton. Jamás he visto a nadie desempeñar con tanta dignidad el papel que la Providencia tuvo a bien asignarle en la vida. Me habían dicho que me consideraba como un simple aficionado. Al ruido que hice al apartar mi silla, levantó, no sólo los ojos, sino también las cejas.
El capitán Giles ocupaba el extremo de la mesa. Cambiamos algunas palabras de cortesía y me senté a su izquierda. Gordo y pálido, con una
frente calva semejante a un gran domo reluciente, se le habría tomado por cualquier cosa menos por un marino. Nadie, por ejemplo, se hubiera
sorprendido de que fuese arquitecto. En cuanto a mí, y por absurdo que esto pueda parecer, me hizo el efecto de un sacristán. Tenía el aspecto de un hombre del que pueden esperarse prudentes consejos y sentimientos morales, entremezclados oportunamente a una o dos vaciedades, inspiradas no por el deseo de deslumbrar, sino por una honrada convicción.
A pesar de ser muy conocido y apreciado en el mundo marítimo, no tenía empleo fijo. Ni lo deseaba. Tenía una posición propia y peculiar: era un perito.
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