Un perito -¿cómo lo diría yo?-en navegación complicada. Se le suponía conocedor como nadie de los lugares del Archipiélago más lejanos y peor señalados en los mapas. Su cerebro debía de ser un almacén completo de arrecifes, posiciones, bajos fondos, siluetas de promontorios, formas de oscuras costas, perfiles innumerables de islas desiertas o habitadas. Un navío con destino a Palawan o cualquier otro paraje por el estilo, contaría siempre con los servicios del capitán Giles, ya para un mando temporal, ya «para ayudar al capitán». Se decía que, en la perspectiva de semejantes servicios, recibía un sueldo fijo de un poderoso armador chino. Por otra parte, siempre estaba dispuesto a relevar a un capitán que desease pasar un tiempo en tierra, sin que jamás naviero alguno se hubiese opuesto a estas combinaciones, pues era opinión corriente en el puerto que no podía encontrarse capitán mejor que Giles. Sin embargo, a los ojos de Hamilton no era más que un «aficionado». Yo creo que para Hamilton «aficionado» era un término genérico que nos englobaba a todos; aunque interiormente hiciese, creo yo, algunas distinciones.

No traté de entablar conversación con el capitán Giles, a quien no había visto más de dos veces en mi vida. Pero, naturalmente, él sabía quién era yo. Al cabo de un momento, inclinando hacia mí su voluminosa y reluciente cabeza, me dirigió la palabra con el tono amable que le era habitual. Me dijo que, viéndome allí, era de presumir que pasaba algunos días de licencia en tierra.

Su voz era naturalmente baja. Elevando un poco el tono de la mía, respondí:

–No; he dejado el barco definitivamente.

–Eso quiere decir que ya es usted un hombre libre por algún tiempo -comentó.

–Sí, desde las once lo soy -dije.

Al ruido de nuestras voces, interrumpió Hamilton su comida. Con la mayor suavidad, dejó su cuchillo y su tenedor y, quejándose a media voz de «este infernal calor, que quita el apetito», abandonó la estancia. Casi de inmediato, le oímos salir del edificio y bajar por la escalinata de la galería.

Entonces, el capitán Giles declaró tranquilamente que sin duda Hamilton había ido a procurar conseguir mi antiguo empleo. El primer administrador, que había permanecido junto al muro, acercó a la mesa su rostro de cabra desventurada y se dirigió a nosotros con tono plañidero. Quería exponernos sus eternas quejas contra Hamilton. Aquel hombre le creaba constantemente dificultades con la Oficina del Puerto, por el estado de su cuenta. Pluguiera al cielo que consiguiese mi puesto, aunque, después de todo, eso no le produciría sino un alivio momentáneo.

–No se preocupe usted -dije yo-. Hamilton no conseguirá mi puesto. Mi sucesor ya está a bordo.

Pareció sorprendido, y al oír la noticia su rostro se descompuso un poco. El capitán Giles no pudo por menos de reír quedamente. Nos levantamos de la mesa y salimos a la galería, dejando al indolente desconocido al cuidado de los chinos. Al salir, alcancé a ver que habían puesto ante él un plato con una tajada de piña y que esperaban, a sus espaldas, para ver lo que sucedería. Pero el experimento fue inútil. El hombre continuó impasible.

El capitán Giles me confió en voz baja que era un oficial del balandro de un rajá, venido a nuestro puerto para entrar en el dique seco. Sin duda se había estado «divirtiendo» la noche anterior, agregó, frunciendo la nariz, con un aire confidencial que me agradó en extremo, pues el capitán Giles no carecía de prestigio. Se le atribuían maravillosas aventuras y hasta una misteriosa tragedia, y nadie tenía nada que decir contra él.

–Recuerdo -prosiguió- la primera vez que desembarcó aquí, hace ya algunos años. Me parece como si fuera ayer. Era un chico encantador. ¡Ah, estos chicos encantadores!

No pude contener la risa.