Por fin, se empujaba la puerta y se entraba, subiendo las sucias escaleras de madera, jamás lavadas. Tal vez un gato grande saltaba atravesando la oscuridad.
Otras veces el jardín se animaba con los hijos de Gontram: Frieda, Philipp, Paulche, Emilche, Jösefche y Wölfchen. Se les veía en todas partes, trepando por las ramas de los árboles, arrastrándose por cavas profundas en la tierra. Luego estaban los canes: dos descarados perros de lanas y un faldero, más el grifón enano del abogado Manasse, que parecía un membrillo, pardo, redondo como una bola, apenas mayor que un puño. Se llamaba Cyklop.
Y todos alborotaban y chillaban. Wölfchen, que apenas tenía un año, yacía en su cochecillo, berreando con terquedad horas enteras. Sólo Cyklop podía sostener este record y ladraba sin cesar, con ladridos roncos y entrecortados. Como Wölfchen, no se movía de su puesto; no hacía más que ladrar y aullar.
Los chicos de Gontram jugaban en el jardín hasta muy avanzada la tarde. Frieda, la mayor, tenía que vigilarlos y cuidar de que fueran buenos. Pero ella pensaba: ya son bastante juiciosos. Y se sentaba al fondo, junto al cenador de las lilas con su amiga, la pequeña princesa Wolkonski. Ambas charlaban y disputaban, pensando que pronto cumplirían catorce años y podrían casarse, o, por lo menos, tener novio. Pero ambas eran piadosas y estaban resueltas a esperar todavía catorce días, hasta después de la primera comunión.
Entonces se vestía una de largo. Entonces se era ya mujer y se podía tener novio.
Ellas se creían muy virtuosas con esta determinación. Y pensaron que era procedente ir a la iglesia en seguida, a los oficios de mayo. En estos días debía una recogerse y ser seria y razonable.
—Y quizá vaya también Schmitz —dijo Frieda Gontram.
Pero la pequeña princesa frunciendo el ceño dijo:
—¡Bah! ¡Schmitz!...
Frieda la cogió por el brazo.
—Y los bávaros, con sus gorras azules...
Olga Wolkonski se reía.
—¿Ésos?... Ésos son unos descamisados..., ¿sabes, Frieda? Los estudiantes distinguidos no van nunca a la iglesia.
Era verdad que los estudiantes distinguidos nunca hacían semejante cosa.
Frieda suspiró, dio un rápido empujón al coche del llorón Wölfchen y pisó a Cyklop, que quería morderla en el pie.
No, no. La princesa tenía razón. No había nada que buscar en la iglesia. «Quedémonos», decidió. Y las dos muchachas volvieron al cenador.
Todos los hijos de Gontram tenían un insaciable apetito de vida. No lo sabían, pero lo adivinaban. Sentían en la sangre que tenían que morir jóvenes y en la flor de la vida, que sólo gozarían de una pequeña parte del breve tiempo concedido al resto de los hombres. Y ellos triplicaban ese tiempo, alborotando y jugando, y devoraban y bebían la vida hasta hartarse. Wölfchen berreaba en su coche tanto como otros tres niños juntos. Sus hermanos, en cambio, correteaban por el jardín, multiplicándose, como si entre los cuatro hicieran cuatro docenas. Sucios, mocosos y en harapos, siempre sangrando por una cortadura en los dedos, un desollón en la rodilla o un respetable arañazo.
Cuando el sol se ponía, callaban los chicos de Gontram. Volvían a casa y se encaminaban a la cocina. Allí devoraban enormes montones de pan con mantequilla, cubiertos con una espesa capa de embutido, y bebían el agua que la enjuta criada teñía ligeramente con vino tinto. Luego los bañaban: los desnudaba, los metía en la tina y tomaba jabón negro y un áspero cepillo, con el que los frotaba como un par de botas.
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