Ni siquiera con esto quedaban limpios. Y otra vez gritaban y alborotaban aquellos salvajes muchachos dentro de sus tinas de madera.

Luego, muertos de cansancio, pesados como sacos de patatas, se metían en la cama y no se movían más. Siempre se olvidaban de taparse, de lo que cuidaba la criada.

* * *

A esa hora, generalmente, llegaba el abogado Manasse a casa.

Subió la escalera, golpeó con el bastón un par de puertas; no recibió respuesta alguna, y pasó, finalmente, adentro.

La señora Gontram le salió al paso. Era alta, medía casi el doble que el señor Manasse, que era sólo un enano, redondo como una pelota, igual que Cyklop, su horrible perro. En las mejillas y mentón y sobre sus labios brotaban cortos cañones, y en medio destacaba la nariz, pequeña y redonda como una rabanilla. Cuando hablaba parecía como un perro que quisiera morder.

—Buenas tardes, señor abogado —dijo la señora—. ¿No ha venido aún mi señor colega?

—Buenas tardes, señor abogado —dijo la señora—. Póngase usted cómodo.

El pequeño Manasse gritó:

—Pero ¿no ha venido todavía mi señor colega? Haga usted el favor de mandar que metan al niño dentro; no entiende uno ni sus propias palabras.

—¿Qué? —preguntó la señora Gontram; destaponándose entonces los oídos.

—¡Ah!, sí —prosiguió—; es Wölfchen. Debería procurarse usted también unos tapones de algodón, señor abogado, y no oiría usted nada.

Fue hacia la puerta y gritó:

—¡Billa, Billa! ¡Frieda! ¿No oís? ¡Meted a Wölfchen en casa!

Estaba todavía en traje de mañana, de color melocotón; llevaba el abundante cabello castaño desordenadamente recogido, medio colgando. Sus ojos negros parecían infinitamente grandes, rasgados, dilatados, llenos de un fuego devorador y siniestro. Pero la frente se ahuecaba en las sienes, la delgada nariz se hundía y las pálidas mejillas se atirantaban, descarnadas, y sobre ellas ardían grandes manchas héticas.

—¿Tiene usted un buen cigarro, señor abogado? —preguntó.

Sacó su petaca irritado, casi furioso:

—¿Cuántos ha fumado usted hoy, señora?

—Unos veinte —dijo ella riendo—; pero ya sabe usted la basura que dan a cuatro céntimos la pieza. Un cambio me hará bien. Deme usted ese gordo de ahí —y tomó un fuerte cigarro mejicano, casi negro.

Manasse suspiraba.

—¿Qué le parece a usted? ¿Cuánto va a durar todavía esto?

—¡Bah! No se impaciente usted. El doctor opinaba anteayer que duraría todavía seis meses. Pero, ¿sabe usted?, hace dos años dijo exactamente lo mismo. Yo pienso siempre que esta tisis galopante no galopa nada, sino que va bonitamente al paso.

—¡Si, por lo menos, no fumara usted tanto!... —gritó el pequeño abogado.

Ella se miró con ojos dilatados estirando los delgados labios azules sobre los dientes brillantes.

—¿Qué? ¿Qué, Manasse? ¿No fumar más? ¿Y qué hago entonces? Tener niños, cada año uno... Gobernar la casa con toda esta pandilla... Y, además, la galopante... ¿No fumar más? —y le soplaba en la cara una densa humareda, haciéndole toser.

Él la contemplaba, un poco avinagrado, pero con cariño y admiración. Aquel pequeño Manasse era descarado como ninguno cuando estaba ante la barra; nunca le desconcertaba un chiste o una palabra aguda y cortante. Gritaba, resollaba, mordía a su alrededor sin el menor respeto y sin el más mínimo temor. Pero allí, ante aquella mujer flaca, cuyo cuerpo era un esqueleto, cuya cabeza sonreía como una calavera, y que desde hacía años, tenía un pie en la sepultura y empleaba las restantes energías en desenterrarse..., ante ella tenía miedo. Aquellos rebeldes y brillantes rizos, que todavía crecían y se hacían más fuertes y espesos, como si la misma muerte los abonara; aquellos dientes, iguales y brillantes, que oprimían con fuerza la colilla negra del grueso cigarro; aquellos ojos enormes, sin esperanza, sin anhelo, sin conciencia de su propio ardor, le hacían enmudecer, le hacían parecer más pequeño, casi tan pequeño como su perro. ¡Oh, el abogado Manasse era muy culto! Se le llamaba la enciclopedia ambulante, y no existía nada de que él no supiera dar al momento noticia exacta. Y ahora pensaba: «Ésta jura por Epicuro. Piensa que la muerte nada le importa; en tanto que ella viva, la muerta queda ausente. Y cuando la muerte llegue, ella habrá desaparecido ya.»

Pero Manasse sabía muy bien que la muerte estaba allí, aun cuando ella viviera todavía. Hacía mucho tiempo que estaba allí, que andaba de puntillas por aquella casa; jugaba a la gallina ciega con aquella mujer, marcada con su sello; dejaba gritar y loquear por el jardín a los niños, marcados como ella. Cierto que no galopaba, que iba bonitamente al trote: en eso tenía razón la señora, pero lo hacía así...