Y, en este punto, la princesa era muy torpe, mientras que Frieda lo entendía a las mil maravillas. Su cédula de confesión era la envidia de toda la clase. Especialmente inventaba admirables pecados de pensamiento; algunas veces por docenas. Tenía esta habilidad de su padre. Podía presentar montones de pecados; sólo que, si alguna vez cometía alguno, nunca se enteraba de ello el confesor.

—Escribe, Olga —murmuró—, y te presto ocho pecados gordos.

—¡Diez! —exigió la princesa.

Y Frieda Gontram asintió. No importaba nada. Con tal de no escribir, hubiera dado veinte pecados.

Olga Wolkonski se sentó a la mesa, tomó la pluma y se quedó mirando interrogativa.

—Entonces, escribe —dijo el consejero—. «Respetada señora princesa.»

—¿Es para mamá? —preguntó la princesita.

—Naturalmente. ¿Para quién, si no? Escribe: «Respetada señora princesa.»

Pero la princesita no escribía.

—Si es para mamá, es mejor poner: «Querida mamá.»

El consejero se impacientaba.

—Escribe lo que quieras, niña; pero escribe.

Y ella escribió: «Querida mamá.» Y luego, según el dictado del consejero:

«Siento tener que participarle que nuestro asunto nada adelanta. Me da mucho que meditar, y no se puede meditar cuando no se tiene qué beber. No tenemos ya ni una gota de champán en casa. Haga, pues, el favor de enviarme, en interés de su proceso, una caja de botellas de champán para ponche, otra de Pommery y seis botellas...»

—¡De St. Marceaux! —gritó el pequeño abogado.

—«... de St. Marceaux!» —prosiguió el consejero.

«Ésta es la marca preferida por el colega Manasse, que también nos ayuda muchas veces.»

«Con los mejores saludos, vuestro...»

—Vea usted, colega —dijo—, qué injusticia me hacen ustedes. No sólo dicto la carta, sino que la firmo con mi propia mano.

Y puso su nombre al pie.

Frieda se volvió desde la ventana a la que estaba asomada.

—¿Habéis acabado? ¿Sí? Pues entonces tengo que deciros que todo eso era innecesario. Acaba de parar el coche de la mamá de Olga y ahora cruza ella el jardín.

Hacía ralo que había visto a la princesa; pero se había callado para no interrumpirlos. Si Olga recibía diez hermosos pecados, debía trabajarlos. Así eran todos los Gontram: padre, madre e hijos. Trabajaban de muy mala gana, pero les gustaba ver trabajar a los demás.

La princesa entró, gorda, de carnes fofas, con grandes brillantes en los dedos y en las orejas, en el cuello y en los cabellos; de una ordinariez sin límites. Era una condesa o baronesa húngara que había conocido al príncipe allá en Oriente. Era seguro que se había consumado el matrimonio. Pero también era seguro que, desde el principio, las dos partes habían procurado engañarse mutuamente. Ella quería hacer reconocer la legalidad de aquel connubio, que, de antemano, sabía que era imposible por ciertos motivos. Y él, el príncipe, quería invalidarlo, basándose en pequeños defectos de forma, a pesar de tenerlo por posible. Una red de mentiras y supercherías: un verdadero festín para el señor Sebastian Gontram. Todo vacilaba. Nada estaba seguro. La más pequeña afirmación era rebatida por la parte contraria. Cada sombra de legalidad quedaba anulada por la legislación de otro estado.