Sólo un hecho quedaba en pie: la princesita. Tanto el príncipe como la princesa se reconocían sus padres y pretendían para sí el fruto de aquel extraño matrimonio, sobre el que recaían tantos millones. Por de pronto, la madre llevaba ventaja: tenía el derecho de posesión.
—Siéntese usted, señora princesa.
El consejero se hubiera mordido la lengua antes de llamar Alteza a aquella mujer. Era su cliente, y no la trataba mejor que a cualquier aldeana.
—Quítese el abrigo.
Pero él no acudió a ayudarla.
—Precisamente acabábamos de escribirle —continuó, leyéndole la linda carta.
—¡Pues no faltaba más! —gritó la princesa Wolkonski—. Mañana por la mañana se enviará.
Abrió su cartera y extrajo de ella una abultada carta.
—Vea usted, querido consejero. Precisamente venía a causa de nuestro asunto. ¿Sabe usted? Éste es el escrito del conde palatino Ormos, de Gross-Becskerekgyartelep.
El señor Gontram arrugó el entrecejo. ¡Era lo único que faltaba! ¡Ni al rey le hubiera dejado hablar de negocios cuando estaba en su casa! Se levantó, y, tomando la carta, dijo:
—¡Bien, bien! Mañana lo arreglaremos en mi despacho.
Ella se defendía:
—Pero es que es muy urgente, muy importante...
El consejero la interrumpió:
—¿Urgente? ¿Importante? ¿Qué sabe usted lo que es importante o urgente? Absolutamente nada. Sólo en mi despacho se puede juzgar.
Y luego, en tono de benévolo reproche:
—¡Señora princesa, usted es una mujer educada! ¿Ha disfrutado usted también de una educación de este carácter? Entonces debe usted saber que no se va por las noches a molestar a nadie con negocios.
Pero ella insistía:
—Pero, querido consejero, ¡en su despacho nunca consigo encontrarle! Sólo esta semana he estado cuatro veces...
—Venga usted la semana próxima. ¿Cree usted que no tenemos que ocuparnos más que de sus cosas? ¿Usted sabe lo que uno tiene que hacer además? El tiempo que me cuesta sólo el asesino Houten... Y ahí se trata de una cabeza, no de un puñado de milloncejos.
Y comenzó, carraspeando incesantemente, a contar una historia eterna con la vida de aquel notable capitán de bandidos, que sólo vivía en su imaginación, y las hazañas jurídicas que él realizaba en favor de aquel incomparable asesino.
La princesa suspiraba, pero oía. También se echaba a reír algunas veces, siempre inoportunamente. Era la única, entre todos los numerosos oyentes de Gontram, que no se enteraba de que éste mentía, y era también la única que no entendía sus chistes.
—¡Bonitas historias para niñas! —chillaba el abogado Manasse. Las dos muchachas escuchaban curiosamente, mirando al consejero con la boca y los ojos muy abiertos.
Pero éste no se dejaba interrumpir:
—¡Ah, bah! Nunca es demasiado pronto para acostumbrarse a esas cosas.
Era como si diera a entender que los asesinos eróticos eran la cosa más vulgar del mundo, como si cada uno se topara diariamente con una docena.
Por fin terminó, y miró al reloj.
—¡Las diez ya! Los niños deben acostarse. Bebeos aprisa otro vaso de ponche.
Las muchachas bebieron y la princesita declaró que no se iba a su casa de ninguna manera. Que tenía tanto miedo, que no podría dormir. Con su miss tampoco..., quizá resultara un asesino erótico disfrazado. Quería quedarse con su amiga. No se cuidó de pedir permiso a su mamá; sólo a Frieda y a la madre de ésta.
—Por mí... —dijo la señora Gontram—. Pero que no se os peguen las sábanas, que tenéis que ir a la iglesia temprano.
Las muchachas asintieron, y se marcharon muy cogidas del brazo.
—¿Tienes miedo tú también? —preguntó la princesita.
Frieda dijo: «Todo lo que papá refiere es mentira.» Pero, a pesar de todo, tenía miedo. Miedo... y, al mismo tiempo, un sentimiento de curiosidad hacia aquellas cosas. No a vivirlas... ¡Oh, no, de seguro que no!; pero pensarlas, poderlas contar también...
—¡Qué pecados para la confesión! —suspiraba.
Arriba se apuró el bol y la señora Gontram fumó todavía un cigarro. El señor Manasse se había levantado y metido en el cuarto de al lado, y el consejero contaba una nueva historia a la princesa, que escondía sus bostezos tras el abanico, tratando a cada paso de tomar la palabra de nuevo.
—¡Ah, querido consejero! —dijo rápidamente—, ¡casi lo había olvidado! ¿Puedo venir mañana con el coche o recoger a su señora? Un pequeño paseo a Rolandseck...
—De acuerdo —respondió él—, de acuerdo... Si ella quiere...
Pero la señora Gontram dijo:
—No puedo salir.
—¿Por qué no? —preguntó la princesa—. Le sentaría a usted muy bien salir un poco a respirar este aire de primavera.
La señora Gontram se quitó, despacio, el cigarro de entre los dientes.
—No puedo salir: no tengo un sombrero decente que ponerme.
La princesa se echó a reír, como si lo tomara a broma. Mañana mismo, a primera hora, enviaría a la modista con las últimas modas de primavera y tendría dónde elegir...
—Por mí... —decía la de Gontram—.
1 comment