Se hizo más oscuro, los rostros se hicieron más borrosos, las orillas difusas, el barco oscuro; sólo quedó la voz, ahora más clara y dominadora, como si quisiera guiar la nave y el compás de los remos, olvidado el origen de la voz y a pesar de ello voz guía de un muchacho esclavo; la canción indicaba la vía, descansando en sí misma y por eso mismo en guía convertida, y por eso mismo abierta a lo eterno, pues sólo lo que descansa es capaz de guiar, sólo lo único y singular arrancado, no, salvado del fluir de las cosas, se abre a lo infinito, sólo lo retenido -ay, ¿logró alguna vez él mismo ese ¡alto! tan verdaderamente orientador?-, sólo lo que verdaderamente se ha afirmado, aunque sea un único instante en el mar de millones de años, llega a la perduración eterna, se torna canto guía, conduce; oh, un solo instante de vida, ensanchado al todo, ensanchado al círculo del conocimiento total, abierto a lo infinito; alto sobre la radiante canción, alto sobre el radiante crepúsculo, respiraba el cielo, cuya agria y clara dulzura otoñal se había repetido invariablemente desde mil y mil siglos, y todavía se repetirá invariablemente por mil y mil siglos, única a pesar de ello en su aquí y en su ahora; y sobre el claro brillo sedoso de su cúpula flotaba en calma el umbral de la noche.
La canción guió, pero ya no por mucho tiempo; la navegación entre las orillas del canal de acceso llegó pronto a su fin y la canción se apagó en la inquietud general que se desarrolló a bordo, cuando se abrió la bahía interior del puerto, brillante ya la negrura de su espejo plomizo, y la ciudad dispuesta en abanico alrededor de la cuenca apareció a la vista con su multitud de luces, centelleando como un cielo estrellado en la niebla del anochecer. De repente se notaba calor. La escuadra se detuvo para dejar en primer lugar la nave del César, y entonces -bajo la suave inmutabilidad del cielo otoñal también este hecho hubiera debido retenerse como algo único e infinito- comenzó una prudente maniobra para pilotearse sin peligro a través de los botes, los veleros, las barcas de pesca, tartanas y naves de transporte ancladas por todas partes; cuanto más se adelantaba, tanto más estrecho se tornaba el canal navegable, tanto más apretada era la masa de las moles navales alrededor, tanto más espesa la confusión de los mástiles y de las sogas y de las velas recogidas, muertas en su rigidez, vivas en su quietud, masa de raíces extrañamente oscura, entrecruzada y enmarañada, que brotaba sombríamente de la brillante superficie oscura y aceitosa del agua hacia la inmóvil claridad vespertina del cielo, negra tela de araña de madera y cáñamo, reflejada espectralmente abajo en las aguas, atravesada espectralmente arriba por la salvaje llamarada de las antorchas agitadas entre gritos para la bienvenida en todas partes en las cubiertas, iluminada espectralmente por la magnificencia de las luces en la plaza del puerto: en la hilera de las casas portuarias estaba iluminada, ventana tras ventana, hasta debajo de los techos; estaba iluminada una hostería tras otra debajo de las columnatas; diagonalmente a través de la plaza se tendía una doble fila de soldados que llevaban antorchas entre el centelleo de los yelmos, hombre tras hombre, con la evidente misión de mantener libre el camino a la ciudad desde el desembarcadero; alumbrados con antorchas estaban los tinglados y las oficinas aduaneras sobre los muelles; era un enorme espacio relumbrante, repleto de cuerpos humanos, una enorme cuenca relumbrante para una espera tan enorme como violenta, colmada de un rumorear producido por cientos de miles de pies que se arrastraban, rozaban, golpeaban, raspaban sobre el empedrado, un enorme anfiteatro hirviente, lleno de negro y ondulante siseo, de un mugido de impaciencia, que sin embargo enmudeció de pronto y cuajó tenso, cuando la nave imperial, empujada ya sólo por unos pocos remos, alcanzó el muelle con suave bordeo y atracó casi sin ruido en el lugar asignado, ante los dignatarios de la ciudad, en medio del cuadrado militar de antorchas; sí, entonces llegó el instante esperado por el sordo rugir de la bestia masa, para poder soltar su jubiloso alarido, que en ese momento estalló, sin pausa y sin fin, victorioso, estremecedor, desenfrenado, aterrador, magnífico, sometido, invocándose a sí mismo en la persona del Uno.
Esta era pues la masa para la que vivía el César y había sido creado el imperio y había sido preciso conquistar las Galias y habían sido vencidos el reino de los Partos, la Germania; ésta era la masa para la que había sido lograda la gran paz del Augusto y que debía ser sometida de nuevo a la disciplina y al orden del Estado para esa obra de paz, llevada de nuevo a la fe en los dioses y a una moral humano-divina. Y ésta era la masa sin la cual no se podía hacer política alguna y en la cual debía apoyarse también el mismo Augusto, mientras quisiera afirmarse; y, lógicamente, el Augusto no tenía otro deseo. ¡Sí, y éste era el pueblo, el Pueblo Romano, cuyo espíritu y cuyo honor él, Publio Virgilio Marón, él, auténtico hijo de campesino de Andes cerca de Mantua, no había por cierto descrito, pero sí tratado de ensalzar! ¡Ensalzado y no descrito…, tal había sido el error, ay, y éstos eran los ítalos de la Eneida! Desventura, un lodazal de desventura, un inmenso lodazal de inefable, inexpresable, inconcebible desventura hervía en la cuenca de la plaza; cincuenta mil, cien mil bocas rugían la desventura desde el fondo, se la rugían mutuamente sin oírla, sin saber de esa desventura, pero resueltos a ahogarla y aturdirla en infernal ruido, en gritos y estrépito. ¡Qué salutación natalicia! ¿Es que sólo él lo sabía? Pesada como piedra la tierra, pesada como plomo el agua y allí estaba el cráter demoníaco de la desventura, abierto de par en par por el mismo Vulcano, un cráter de algazara al borde del reino de Poseidón. ¿No sabía el Augusto que esto no era un saludo natalicio, sino algo muy distinto? Un sentimiento de la más torturada compasión surgió en él, de una compasión que incluía tanto a Octaviano Augusto como a esas masas humanas, tanto al dominador como a los dominados, y ese sentimiento estaba acompañado por la sensación de una responsabilidad no menos torturada y realmente insoportable, de la que apenas podía darse cuenta; ya sólo, y justo, sabía que tenía poco parecido con la carga que había tomado sobre sí el César; al contrario, era una responsabilidad de muy otra naturaleza, porque, inaccesible a cualquier medida de Estado, inaccesible a cualquier poder terrenal por grande que fuera, era también tal vez inaccesible a los dioses esa desventura hirviente y oscura, desconocida y llena de misterio, y no había griterío de masas que pudiera taparla; si acaso aún la débil voz del alma que se llama canto y con el presentimiento de la desgracia, sin embargo, anuncia la salvación que despierta, porque toda canción verdadera presiente el conocimiento, lleva el conocimiento, enseña el conocimiento. La responsabilidad del cantor, su responsabilidad de conocer, la que él sin embargo sigue siendo incapaz de llevar y cumplir por la eternidad…¡¿oh, por qué no le había sido concedido penetrar más allá del presentimiento hasta el saber legítimo, del que solamente se puede esperar la salvación?! ¡¿Por qué el destino le había obligado a volver aquí?! ¡Aquí no había más que muerte, nada más que muerte y nueva muerte! Con los ojos abiertos, llenos de espanto, se había incorporado a medias, y ahora volvió a caer sobre el lecho, sobrecogido de horror, de piedad, de duelo, de deseo de responsabilidad, de impotencia, de debilidad; no era odio lo que sentía frente a la masa, ni siquiera desprecio, ni siquiera antipatía, nunca había querido menos alejarse del pueblo o elevarse sobre el pueblo; pero algo nuevo había aparecido, algo de lo que nunca había querido enterarse en todo su contacto con el pueblo, aunque dondequiera había estado -no importa si en Nápoles o en Roma o en Atenas- hubiese tenido más que oportunidad para ello, algo que surgía sorprendentemente arrollador aquí en Brindis: el abismo de perdición del pueblo en todo su alcance, el descenso de los hombres a plebe de gran ciudad, y con ello la transformación del hombre en lo contra-humano, causada por el vaciamiento del ser, por la conversión del ser en mera vida codiciosa de superficie, perdido su origen radical y cortado del mismo, de manera que ya no queda otra cosa que la vida individual, peligrosamente disuelta, de un exterior casi turbio, preñada de desventura, preñada de muerte, oh, preñada de un desenlace misteriosamente infernal. ¿Era esto lo que el destino quiso enseñarle, obligándole a volver a la multiplicidad, rechazándole a esta horrible caldera de terrenalidad descompuesta? ¿Era ésta la venganza por su anterior ceguera? Nunca había sentido tan próxima la desventura de la masa; ahora estaba obligado a verla, a oírla, a sentirla hasta en la última raigambre de su propio ser, porque la ceguera es ella misma una parte de la desventura. Una y otra vez resonaba insistente el sombrío rugido jubiloso del aturdimiento; se agitaban antorchas, voces de mando cruzaban la nave; sordamente cayó sobre las planchas de la cubierta una maroma lanzada desde tierra, y la desgracia gritaba, y el tormento gritaba, y la muerte gritaba, gritaba el misterio preñado de desgracia, imposible de descubrir y, a pesar de ello, presente sin velos por doquiera. Quieto, yacía él entre el trápala de muchos pies apresurados; su mano apretaba firmemente una manija del cofre de cuero con el manuscrito, que nadie se lo pudiera arrancar; pero cansado por el ruido, cansado por la fiebre y la tos, cansado por el viaje, cansado por lo que vendría, imaginaba que esta hora del arribo podría trocarse fácilmente en su hora de muerte y casi era un deseo, aun cuando o porque sentía claramente que no había llegado todavía el momento; sí, casi era un deseo, aun cuando o porque hubiera sido una muerte extrañamente caótica, extrañamente ruidosa, y no le parecía inaceptable sino casi apetecible, pues, obligado a mirar al infierno de fuego, obligado a escucharlo, su corazón se veía obligado también a conocer el fuego lento infernal de lo infrahumano.
Sí, hubiera sido agradable dejarse llevar por una sensación desfalleciente, para sustraerse así a la algazara, para cerrarse a los vítores de la muchedumbre, al volcánico y subterráneo clamoreo que sin pausas, como si nunca quisiera acabar, fluía en poderosas ondas desde la plaza; pero esa fuga estaba prohibida, sin contar que podía llevar hasta la muerte, porque superior a toda energía era el imperativo de asir la menor partícula de tiempo, la menor partícula del acontecer, para incorporarla al recuerdo, como si con ella pudiera estar preservado de todas las muertes para todos los tiempos; él se aferraba a la conciencia, se aferraba a ella con la fuerza de quien siente acercarse lo más importante de su vida terrena y está lleno de la angustia de poder perderlo, y la conciencia, mantenida alerta por la despierta angustia, obedecía a su voluntad: nada se le escapaba, ni los gestos preocupados y el vacío apoyo del médico auxiliar de juvenil rostro afeitado y excesivamente pulcro, que por orden del Augusto estaba ahora a su lado, ni los rostros torpemente extrañados de los cargadores que habían subido a bordo una litera para llevárselo, enfermo y débil, como una cosa frágil y distinguida; él lo observó todo, debía retenerlo todo; notó la mirada encarcelada de sus ojos, notó el huraño tono de refunfuño con que se entendían los cuatro hombres, cuando levantaron su carga sobre los hombros, notó el olor agresivamente salvaje y maligno del sudor de sus cuerpos; pero no se le escapó tampoco que su toga había quedado allí y que ahora la llevaba un muchacho de negros rizos y aspecto realmente infantil, que había recogido la prenda con un rápido salto. Ciertamente, la toga era menos importante que el cofre del manuscrito, del que había encargado a dos cargadores pegados a la litera; de todos modos una pequeña porción de la vigilancia a la que se sentía obligado y se obligaba a sí mismo, pese a todas las veleidades del cansancio que trataban de atontarlo, podía recaer también sobre la toga, y ahora se preguntaba de dónde había surgido el chiquillo, que le parecía extrañamente conocido y familiar y que no había advertido en todo el viaje; era un jovencito algo tosco, un poco torpe a la manera campesina, por cierto ningún esclavo, por cierto ningún sirviente, y mientras infantilmente, con claros ojos en el rostro moreno, se apoyaba en la borda, esperando, porque en todas partes había demoras, echaba disimuladamente, de tarde en tarde, una mirada hacia la litera, torciendo luego los ojos suave, divertido, tímidamente, apenas se sentía observado en su acción. ¿Juego de miradas? ¿Juego de amor? ¿Una vez más sería arrastrado él, un enfermo, al doloroso juego de una existencia locamente deliciosa, una vez más arrastrado él, un yacente, al juego de una persona erguida? ¡Oh, ellos, los erguidos, no saben cómo está entretejida la muerte en sus ojos y en sus rostros, se niegan a saberlo, quieren solamente seguir jugando el juego de sus atractivos y de su complicación recíproca, el juego de su preparación al beso, con los ojos loca y amablemente fijos en los ojos, y no saben que todo yacer para el amor es siempre también un yacer para la muerte! Pero el que yace irremediablemente, sabe de eso y casi se avergüenza de haber caminado él mismo erguido un tiempo, de haber él mismo un tiempo – ¿cuándo fue? ¿fue en tiempos anteriores al recuerdo o sólo meses antes?– participado en el juego vital amablemente inconsciente, amablemente ciego; y casi siente el desprecio con que piensan en él los enredados en el juego, porque ya está excluido y yace allí desamparado, sí, casi lo siente como una alabanza. Pues no es dulce atracción la verdad de la mirada, no; sólo con sus lágrimas se torna vidente, sólo en el dolor es un ojo que ve, sólo sus propias lágrimas le llenan con las del mundo, colmado de verdad con el húmedo olvido de todo ser. ¡Oh, sólo al despertar entre lágrimas, la muerte en vida, en que se hallan y del que dependen los enredados en el juego, se torna vida que descubre la muerte, que descubre el todo! Y por eso justamente también el jovencito -¿qué rasgos tenía? ¿eran de un pasado anterior al recuerdo o los de un pasado muy reciente?-, por eso justamente debía mejor desviar la mirada y no desear seguir un juego que como pasatiempo era ya extemporáneo; demasiado discordante resultaba que esta mirada pudiera sonreír por sobre el propio entrelazamiento con la muerte; demasiado chocante era que fuese dirigida a un yacente cuyos ojos no podían ya dar una respuesta, ay, no querían ya darla; demasiado chocante era lo extravagante, lo amable, lo doloroso entre un infierno de ruido y de fuego, petrificado de ciego trajín, en medio del acoso humano, sin apenas una huella de humanidad. Tres puentes habían sido tendidos de la nave al muelle, el de popa reservado para los huéspedes del viaje, por cierto insuficiente para la impaciencia que se había tornado impetuosa, los otros dos en cambio destinados para la descarga de las mercancías y los equipajes; y mientras los esclavos dedicados a esta tarea en larga fila serpeante, a menudo ligados uno a otro como perros en parejas con collares y cadenas, pueblo multicolor de mirada sin dignidad, todavía humanos y ya no humanos, sólo criaturas movidas y azuzadas, figuras en harapos o semidesnudas, brillantes de sudor a la cruda luz de las antorchas, ¡horror!, ¡espanto!, mientras corrían por la pasarela del medio, para abandonar luego la nave a proa, encorvado casi en ángulo recto el cuerpo bajo el peso de cajas, sacos y cofres, mientras todo esto ocurría, los contramaestres encargados de vigilarlos, uno en cada extremo de cada planchada, agitaban automáticamente los cortos látigos sobre los cuerpos que pasaban delante de ellos, sin elegir, a ciegas simplemente, golpeando con la crueldad sin sentido y apenas cruel ya de un poder ilimitado, sin razón verdadera alguna, porque esa gente se apresuraba de suyo en la medida de sus pulmones, sin saber casi cómo lo hacían, más aún ni siquiera se agachaban cuando caía el látigo, sino que más bien hacían una mueca como una sonrisa; un pequeño sirio negro, alcanzado justamente al llegar a cubierta, con tranquilidad, sin hacer caso del rastro lívido en su espalda, acomodó los harapos que había colocado bajo el collar, para evitar lo más posible el roce con la clavícula, y sólo murmuró con una mueca hacia la litera levantada: «¡Baja, gran rey, baja; tú también puedes probar una vez cómo nos sabe a nosotros!» La contestación fue un nuevo arranque del látigo; mientras tanto el pequeño, ya advertido, había dado un rápido salto; la cadena se estiró reciamente y el golpe silbó en el hombro del compañero de esclavitud arrastrado por el impulso hacia adelante, un parto enorme, de rojo cabello y espesa barba, que, así como sorprendido, volvió la cabeza, y en esa mitad de la cara, que presentaba, entre una confusión de cicatrices desagradables -era sin duda un prisionero de guerra-, rojo y sangriento y fijo, un ojo vaciado, reventado, abierto, fijo y, a pesar de toda su ceguera, realmente sorprendido, porque aun antes de ser empujado hacia adelante por la fila que empujaba hacia delante con ruido de cadenas, un nuevo golpe había silbado otra vez alrededor de su cabeza, ciertamente porque ya había partido al mismo tiempo, y le había dividido la oreja con un sangriento tajo. Todo esto había durado apenas el tiempo de un breve latido de corazón, pero, a pesar de eso, lo suficiente como para interrumpir ese latido; ¡era infame contemplar eso y no emprender el menor intento de intervención -incapaz y tal vez hasta reluctante a intervenir-, hasta era infame tratar de retener ese hecho, infame un recuerdo en el cual también eso debía quedar anotado para la eternidad! Desmemoriado había sido el sarcasmo del pequeño sirio, desmemoriado, como si no hubiera más que un desolado y violentado presente, sin futuro y por eso también sin pasado, sin después y por eso también sin antes, como si ambos encadenados nunca hubiesen sido niños, nunca hubiesen jugado en los campos de la juventud, como si en su patria no hubiera montañas, praderas, flores, ni siquiera un arroyo al fondo del atardecer, sonando en el valle lejano. ¡Oh, qué infame depender de la propia memoria, preocuparse por ella y cuidarla! ¡Oh recuerdo indestructible, recuerdo del ondular del trigo, lleno de campos, lleno del chasquear del bosque rumoroso con sus frescas paredes, lleno de los bosques de la juventud, ebrios a la mañana los ojos, ebrio a la tarde el corazón, verdor tembloroso que se abre y gris trémulo que declina, oh ciencia del arribo y del retorno, esplendor del recuerdo! Mas golpeado el vencido, aclamado salvajemente el vencedor, frío como la piedra el lugar del suceso, la mirada abrasadora y abrasadora la ceguera, ¿para qué ser inhallable valía ya la pena mantenerse despierto? ¿por qué futuro valía ya la pena el indecible esfuerzo del recuerdo? ¿en qué futuro iba a poder aún penetrar? ¿es que había futuro?
Las planchas del puente cedieron un momento, cuando la litera pasó sobre ellas al paso uniforme de los cargadores; abajo fluctuaba lenta el agua negra, estrechada entre la negra y pesada mole de la nave y el negro y pesado murallón del muelle, el elemento liso y denso respirando de sí, respirando suciedad, sobras y hojas de legumbres y melones en descomposición, todo lo que fermentaba abajo, flojas oleadas de un grave aliento dulzón de muerte, oleadas de una vida en podredumbre, la única que puede existir entre las piedras, viviente ahora sólo en la esperanza del renacimiento de su putrefacción. Así era allí abajo; aquí arriba en cambio estaban las varas impecablemente labradas, doradas y adornadas de la litera sobre los hombros de animales de carga de figura humana, animales de carga alimentados como hombres y de habla humana, de sueño humano, de pensamiento humano, y en el asiento de la litera impecablemente trabajado y tallado, adornados su respaldo y sus brazos laterales con estrellas de áurea lámina, descansaba un desecho, un enfermo, en él la putrefacción ya habitaba al acecho. Todo esto era extremadamente discorde; en todo esto se escondía la oculta desgracia, la rigidez de un suceder más perfecto que el hombre, aunque sea éste mismo quien construye los muros, quien corta y manilla, curte la lonja del látigo y forja cadenas. Imposible cerrarse a ello, imposible olvidar. Y lo que siempre se quería olvidar, estaba allí de nuevo con figura real siempre renovada, volvía de nuevo, como nuevos ojos, nueva algazara, nuevos latigazos, nueva rigidez y nueva desventura, exigiendo todas estas cosas cada una para sí su propio lugar, cohibiendo y constriñendo una a la otra en terrible contacto, y sin embargo sumamente extrañas y discordes, entremezcladas todas entre sí. Discorde como el contacto de las cosas entre sí se había vuelto también el curso del tiempo; cada parte del tiempo no quería concordar con la otra: nunca el ahora había estado tan claramente separado del antes; un abismo profundamente cortado, sin puente alguno que lo cruzara, había convertido este ahora en algo independiente, lo había separado irrecusablemente del antes, del periplo y de todo lo que lo había precedido; le había separado de toda la vida anterior, y él sin embargo, en el suave balanceo de la litera, apenas hubiera sabido decir si la navegación seguía aún o si realmente estaban ya en tierra firme. Miró por sobre un mar de cabezas; sobre un mar de cabezas estaba suspendido, en medio de una rompiente de hombres, ciertamente hasta entonces sólo al borde de ella, pues los primeros intentos de superar ese ondulante obstáculo habían fracasado por completo. Aquí, en el amarradero de las naves de la escolta, las disposiciones policiales eran mucho menos severas que al otro lado donde se recibía al Augusto; y aunque algunos de los pasajeros lograron penetrar allí, lanzándose de prisa, de modo que pudieron todavía unirse al cortejo solemne que se formó dentro de la zona cerrada y que debía llevar al César a la ciudad y al palacio, eso hubiera sido de todo punto imposible para los portadores de la litera; el sirviente imperial que había sido asignado a la pequeña escolta para acompañarla, guiarla y por así decirlo, vigilarla, era demasiado cargado de años, demasiado pesado de cuerpo, demasiado débil y también demasiado bondadoso como para lanzarse a abrirse paso con violencia; era impotente y, como era impotente, debió limitarse a las quejas contra la policía, que había permitido estas aglomeraciones de plebe y que, por lo menos, hubiera debido colocar a su lado una guardia conveniente; y así, finalmente, fueron empujados y llevados adelante sin meta a través de la plaza, a veces atascados, otras impulsados y zarandeados en titubeante zigzag, una vez hacia acá, otra vez hacia allá. Y representó un alivio inesperado el hecho de que el muchacho les hubiera acompañado; como si hubiera tenido conocimiento en alguna forma de la importancia del cofre del manuscrito, y esto era sumamente extraño, cuidaba de que sus portadores se mantuvieran siempre muy juntos a la litera, y mientras él mismo se mantenía al lado con la toga echada sobre el hombro y no permitía la menor separación, miraba a hurtadillas hacia la litera, transparentes los ojos, lleno de alegría y veneración. De las fachadas de las casas y desde las calles fluía un pesado bochorno; llegaba en amplias oleadas transversales, constantemente deshecho por la algazara y la aclamación sin fin, por el hervor y el estrépito de la bestia multitudinaria, y, a pesar de ello, inmóvil; aliento de agua, aliento de plantas, aliento de ciudad: un solo vaho pesado de vida constreñida en bloques, de piedra y de su aparente vitalidad en descomposición, humus del ser, cerca de la putrefacción y elevándose desmedido de las cavidades recalentadas de piedra, elevándose a las frías y pétreas estrellas con que comenzaba a cubrirse la interior cuenca del cielo, que oscurecía en profunda y suave negrura. La vida brota de profundidades inescrutables, penetrando a través de la piedra, muriendo ya en este camino, muriendo y pudriéndose y helándose ya en el subir, en el subir también ya evanescente; pero desde inescrutables alturas desciende lo inexorable, frío como la piedra, aliento que desciende e ilumina oscuramente, dominando con su contacto, petrificándose en roca del abismo, arriba y abajo lo pétreo, como si fuera la última realidad de este mundo del más acá… y entre esta corriente y la corriente antagónica, entre la noche y la antinoche, cual roja brasa abajo, con claro destello arriba, flotaba en esta doble nocturnidad en su litera, como si fuera una barca, cubierta por el mar encrespado de lo vegetal-animal, levantada en el aliento frío de lo inexorable, impulsada hacia mares tan enormemente enigmáticos y desconocidos, que era como un regreso; pues, ola tras ola, las grandes áreas que su quilla había atravesado, áreas de olas del recuerdo, áreas de olas de los mares, no se habían vuelto transparentes, nada en ellas se había desvelado al conocimiento, sólo el enigma había quedado; lleno de enigmas, el pasado llegaba desbordando sus orillas hasta el interior entre el humo resinoso de las antorchas, entre el grávido vaho de la ciudad, entre el denso y oscuro miasma de bestias salvajes de los cuerpos, en medio de la plaza desconocida sentía el olor inconfundible, imborrable del mar, su ser grandioso e innoble; tras él quedaban las naves, los extraños pájaros de lo desconocido; todavía llegaban desde ellas las voces de mando, luego el chirrido intermitente de un árgana de madera, luego un golpe de címbalo, resonando con su canto profundo como un último eco del astro del día hundido en el mar; más allá está el viento marino de las grandes superficies, está su inquietud coronada de blanco miles de millones de veces, la sonrisa de Poseidón, siempre pronta a convertirse en rugiente carcajada, cuando el dios lanza sus caballos, y tras el mar, pero encerrándolo al mismo tiempo, están las tierras que baña; todas las había atravesado, había pasado sobre su piedra, sobre su humus, participando en lo vegetal y humano y animal, entretejido en todo ello, impotente ante tanta incógnita, incapaz de dominarla, entreverado y perdido en los acontecimientos y en las cosas, entreverado-perdido en las tierras y en sus ciudades; ¡qué borroso estaba ya todo esto y sin embargo cerca, cosas, países, ciudades; cómo estaban todos detrás de él, alrededor de él, dentro de él; qué suyas eran, soleadas y talladas de sombras, ruidosas y nocturnas, conocidas y enigmáticas, Atenas y Mantua y Nápoles y Cremona y Milán y Brindis, ay, y Andes!… Todo llegaba hasta aquí, estaba aquí, en medio de la balumba de luces de la plaza portuaria, rodeado por el aliento de lo irrespirable, envuelto en el clamor de lo incomprensible, unido a una única unidad, en la que la lejanía se tornaba en seguida vecindad y la vecindad lejanía, y le obligaba, mientras se deslizaba por encima, rodeado de barbarie, a una vigilia ingrávidamente suspensa; ante los ojos y en su conocimiento los candentes infiernos, sabía a la vez su vida, la sabía llevada por el flujo y reflujo de la noche, en la que se cruzan pasado y futuro; aquí lo sabía, en esta encrucijada del presente inmersa en el fuego, rodeada de fuego en la plaza costera, entre pasado y futuro, entre mar y tierra, él mismo en medio de la plaza, como si le hubieran querido traer, por decisión del destino, al centro de su propio ser, a la encrucijada de sus mundos, a su centro del mundo. Sin embargo era solamente la plaza portuaria de Brindis.
Y aun cuando ése hubiera sido el centro del mundo, justamente allí era imposible permanecer; el pueblo seguía entrando en la plaza desde las calles, abovedadas con pancartas alegres y luminosas, y cada vez más los portadores eran empujados de nuevo hacia afuera de la plaza, de modo que se hizo de todo punto imposible alcanzar desde allí el cordón de soldados y el cortejo del Augusto, que ya se había puesto en marcha entre músicas de fanfarrias. La algazara había aumentado allí aún más, porque también la música debía ser cubierta por los gritos, las aclamaciones y los silbidos, y, con el ruido en aumento, aumentaban también la violencia y la falta de reparos en empujar y forcejear, que casi se había vuelto meta y diversión de cada uno; sólo que, en toda esa violencia, la facilidad y levedad de la suspensa vigilia, que le rodeaba sólo a él, parecía haberse comunicado a toda la plaza, como una segunda iluminación que se hubiera agregado visiblemente a la primera, sin alterar nada de su dura y tenebrosa estridencia, haciéndola en cambio aún más honda y, a pesar de ello, revelando una segunda causalidad en.el presente visible de las cosas, la despierta causalidad de la lejanía, inherente siempre a toda proximidad, aun a la más asible e inmediata.
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