Y como para demostrar también esa sutil y lejana evidencia de una segunda causalidad, el jovencito se encontraba ahora, de pronto, sin que nadie supiera desde qué momento, a la cabeza de la escolta, y, como en un juego, blandiendo ligeramente una antorcha, que evidentemente había arrebatado al hombre más cercano, la empleaba como arma para abrir con ella un camino entre la multitud: «¡Abrid paso a Virgilio!», gritaba alegremente y con descaro, «¡Abrid paso a vuestro poeta!», y aunque la gente se hacía a un lado sólo porque allí traían a uno que pertenecía al César o porque le resultaban extraños los ojos brillantes por la fiebre en la cara amarilla y oscura del enfermo, había que agradecer sin embargo al pequeño guía que al menos hubiera llamado su atención permitiendo así de algún modo el avance de la comitiva. Ciertamente hubo atascos contra los cuales nada podía ni el pícaro descaro del muchacho que llevaba la toga ni su encendida antorcha, y en estas demoras tampoco servía para cosa alguna el espectral aspecto del enfermo; por el contrario, el indiferente apartar de la mirada, al comienzo sólo defensivo, se transformaba en esas ocasiones en una abierta aversión hacia el desagradable espectáculo que llegó a convertirse en un murmullo entre tímido y belicoso, para el cual halló justa expresión un bromista, de tan buen humor como mala intención, con el grito:

… ¡Un hechicero! ¡El hechicero del César!

–¡Se echa de ver, majadero -contestó gritando el jovencito-, que no has visto a un hechicero así en toda tu vida! ¡Es nuestro hechicero mayor, el máximo!

Un par de manos se alzaron con los dedos extendidos para contrarrestar el mal de ojo, y una meretriz cubierta de afeites blancos, con una peluca rubia torcida sobre su calva cabeza, chilló hacia la litera:

–¡Dame un filtro de amor!

–Sí, entre las piernas y bien fuerte -añadió imitando su voz de falsete un joven semejante a un ganso y quemado por el sol, probablemente un marinero, y aferró por detrás con sus dos brazos llenos de tatuajes azules a la frágil y complaciente vocinglera-; un filtro así te lo puedo dar yo y con mucho gusto. ¡Eso te lo doy yo!

–¡Abrid paso al hechicero, abrid paso! – ordenaba el jovencito que apartó con el codo al ganso y, rápidamente, decidido y en cierto modo por sorpresa, dobló hacia la derecha en dirección a un lado de la plaza; gustosos siguieron los portadores con el cofre del manuscrito; algo menos gustoso el sirviente-guardián; y siguieron a la litera los demás esclavos, todos igualmente arrastrados detrás del joven por una invisible cadena. ¿Adónde los llevaba, pues, el muchacho?, ¿de qué lejanía, de qué profundidad del recuerdo había emergido?, ¿qué pasado, qué futuro le determinaba?, ¿qué misteriosa necesidad?, ¿y de qué secreto pasado, a qué secreto futuro era transportado?, ¿no era más bien una permanente suspensión en el presente inconmensurable? Alrededor de él estaban las bocas que comían, las bocas que rugían, las bocas que cantaban, las bocas que admiraban, las bocas abiertas en los rostros cerrados; todas estaban abiertas, abiertas de par en par, munidas de dientes detrás de los labios rojos y morados y pálidos, armadas de lenguas; él miró hacia abajo sobre las redondas cabezas lanosas, musgosas, de los esclavos portadores, miró de costado sus mandíbulas y la piel llena de verrugas de sus mejillas, supo de la sangre que latía en ellos, de la saliva que tenían que tragar, y supo algo de los pensamientos que caen en estas máquinas de comer y trabajar, rígidas, torpes, desenfrenadas, y pasan, perdidos sí, pero imperecederos, delicados y sordos, transparentes y oscuros, cayendo gota a gota, gotas del alma; sabía de la nostalgia que no tiene paz ni siquiera en la sensualidad más dolorosamente libertina, innata en todos ellos, en el ganso como en su meretriz, insaciable nostalgia del hombre, que nunca se deja aniquilar, a lo sumo torcerse hacia lo perverso y adverso, sin dejar sin embargo de ser nostalgia. Alejado, y sin embargo indeciblemente cerca, suspenso por la vigilia, pero inmerso en todo lo oscuro, vio el embotamiento de los cuerpos sin rostro, vio cómo manaban semen y bebían semen, vio hincharse y endurecerse sus miembros; vio y oyó lo oculto en el subir y bajar de su celo ocasional, el júbilo salvaje, sordamente belicoso, de sus coitos y el marchitarse sabihondo de su envejecer, y casi fue como si todo esto, toda esta sabiduría le fuera comunicada a través de la nariz, respirada con el vaho aturdidor en que yacía lo visible y lo audible, inspirada juntamente con el múltiple vaho de las bestias humanas y de su forraje buscado diariamente en común, por ellas diariamente englutido, mientras ahora que se había conquistado finalmente un camino entre los cuerpos y la muchedumbre finalmente se tornaba menos densa, como las luces que raleaban hacia el borde de la plaza, para perderse al final totalmente, embebiéndose en las tinieblas, su olor, aunque seguía flotando detrás, fue sustituido por el claro hedor a podredumbre de los depósitos de pescado que delimitaban aquí la plaza portuaria y estaban ya quietos y abandonados a esta hora de la noche. Dulzón y no menos descompuesto se agregaba también el olor del mercado de frutas, lleno de un hálito de fermentación, sin que pudiera distinguirse el perfume de las uvas rojizas, de las ciruelas amarillentas, de las manzanas doradas, de los higos subterráneamente negros, mezclado e imposible de distinguir por la putrefacción común, y las losas pétreas del empedrado brillaban resbaladizas de pulpas pisadas húmedas y sucias. Muy lejos estaba ahora el centro de la plaza detrás de ellos, muy lejos las naves en el muelle, muy lejos el mar, muy lejos, aunque no perdido para siempre; la gritería humana no era allí más que un lejano zumbido, y de la música de las fanfarrias ya nada podía oírse.

Con gran seguridad, como guiado por el más exacto conocimiento del lugar, el jovencito había conducido su séquito por la zona de los tenduchos, para penetrar luego en la de los depósitos de mercancías y las dependencias los astilleros, que seguía inmediatamente con sus oscuros edificios sin iluminación y, apenas reconocible en la oscuridad y a lo sumo presentida, se extendía de allí adelante. Y aquí cambió una vez más el olor: se olía toda la actividad de la tierra, se olían las enormes cantidades de alimentos que allí se preparaban, listos para el canje en el territorio del imperio, pero siempre destinados, aquí o allá, a introducirse finalmente, después de la compra y de la venta, a través de los cuerpos humanos y las serpientes de sus intestinos; y se olía la seca dulzura de los cereales cuyas pilas se acumulaban delante de los negros silos a la espera de ser volcados en ellos a paladas; se olía la polvorienta aridez de los sacos de grano, de los sacos de cebada, de los sacos de avena, de los sacos de escanda; se olía la ácida suavidad de los toneles y las vasijas de aceite, y también la mordiente agrura de los depósitos de vino, que se extendían a lo largo de los muelles; se olían los talleres de los carpinteros, las masas de los troncos de roble apilados en algún lugar en la oscuridad, madera que nunca muere; se olía su corteza y no menos la maleable resistencia del corazón de los troncos; se olían los maderos hachados en los que está todavía el hacha, como la ha dejado el obrero al terminar el trabajo, y junto con el olor de las nuevas planchas bien cepilladas para las naves, junto con el de las virutas y del aserrín, se olía el cansado aroma del viejo maderamen de los barcos, quebrado, verduzco, resbaladizo y podrido, sembrado de moluscos, que esperaba allí en grandes rimeros para ser quemado. El curso circular de la producción… Una paz infinita respiraba desde la nocturnidad del trabajo cargada de olores, la paz de una tierra laboriosa, la paz de campos, de viñedos, de selvas, de olivares, la paz campesina de la que había salido él mismo, el hijo de campesinos, la paz de su constante añoranza y de su nostalgia ligada a la tierra, vuelta hacia la tierra, constante como la tierra, la paz para la cual siempre había cantado, ¡oh la paz de su nostalgia, inalcanzable! Y como si esta inasibilidad debiera reflejarse también aquí, como si todo en todas partes debiera volverse la imagen de sí mismo, también esta paz estaba constreñida aquí entre las piedras, estaba domada y desperdiciada por la ambición, el interés, la venalidad, el acosamiento, el extrañamiento, la esclavitud, el desasosiego. Interior y exterior son la misma cosa, son imagen y reflejo, y sin embargo aún no la unidad que es el conocimiento. Por doquiera se encontraba a sí mismo, y si debía asirlo todo y también podía asirlo, si le era posible captar al vuelo la multiplicidad de los mundos, a la que se había obligado, a la que era impelido, entregado sonámbulo a ella, poseído sin esfuerzo por ella, poseyéndola sin esfuerzo, era porque ella había sido suya, suya propia, desde el comienzo, sí, aun antes de todo espiar, atisbar y sentir, porque el recordar y el retener nunca son otra cosa que el propio yo recordado por uno mismo, un pasado propio recordado, un pasado en el que había debido tomar el vino, tocar la madera, probar el aceite, antes de que hubiera habido aceite, vino y madera; en la que había reconocido lo desconocido, porque la plenitud de los rostros y la carencia de rostros -con su celo, su codicia, su sensualidad, su ávida frialdad, su corporeidad casi animal y también con su gran nostalgia nocturna-, los hubiera visto o no, hubieran vivido o no, estaban incorporados a él desde su primer origen, como el caótico humus primigenio de su propio ser, como su propia condición carnal, su propio celo, su propia avidez, su propio rostro borrado, pero también como su propia nostalgia: y también su nostalgia había cambiado mucho en el curso de su peregrinación terrenal y se había vuelto hacia el conocimiento, tanto que al final, cada vez más dolorosa, ya no podía llamarse siquiera nostalgia, apenas ya nostalgia de la nostalgia, y también esto había sido preestablecido por el destino, desde el principio, como una expulsión y un desprendimiento, portadora de desgracia aquélla, lleno de felicidad salvadora éste, ambas sin embargo casi insoportables para un ser humano; pero había quedado imperecedero lo innato, imperecedero el humus primigenio del ser, el terreno del conocer y reconocer, del cual se alimenta el recuerdo y al cual vuelve el recuerdo, protección contra la dicha y la desdicha, protección contra lo insoportable, una última nostalgia, y tan nostalgia que sólo físicamente, una vez por todas y para siempre, vibra de consuno en toda aspiración a la profundidad del recuerdo, aun el más preñado de conocimiento. En verdad, era una nostalgia física e inextinguible. Sus dedos se enlazaban agarrotados, sentía el anillo que duramente se clavaba en la piel y el tejido carnoso, sentía duros como piedras los huesos de su mano, sentía su sangre, sentía la profundidad del recuerdo en su cuerpo, la sombra profunda del lejano pasado, una sola cosa con su luz presente, clara; y se acordó de su infancia en Andes, de la casa, de los establos, de los graneros, de los árboles, se acordó de los claros ojos en el rostro de la madre siempre pronto a reír, siempre un poco tostado por el sol, de la madre, con su negro pelo, trabajando en la casa -¡oh, Maya se llamaba, y ningún nombre hubiera podido sonar más a verano, ningún otro le viniera mejor!– y se acordaba de cómo con su alegre labor ella lo calentaba todo a su alrededor, firme en su alegre ajetreo, aunque tuviera que estar constantemente al servicio del abuelo, siempre sentado en el cuarto; constantemente le llamaba para que le diese alguna cosa o, no menos a menudo, debía calmar al abuelo y sus gritos furiosos, estremecedores, que asustaban a los niños, ansiosos de ser calmados, que él no perdía ocasión de lanzar, sobre todo cuando se trataba de precios del ganado o de los cereales, y él, el canoso Magus Polla, generoso y avaro por igual, infaliblemente, ya se tratara de compras o de ventas, se creía engañado por los tratantes: ¡ay, qué fuerte era el recuerdo de esta gritería, qué leve el recuerdo de la quietud que siempre sabía devolver a la casa la madre con una alegría casi humorística! Y se acordó del padre, que sólo con el casamiento había podido llegar a ser un verdadero campesino, y cuyo antiguo oficio de alfarero había parecido poca cosa al hijo, aunque había sido muy hermoso oír contar al atardecer el trabajo que el padre había realizado en las panzudas tinajas para el vino y en las nobles y esbeltas vasijas para el aceite, los cuentos del pulgar que da forma a la arcilla, de las espátulas y de la zumbante rueda de alfarero y del arte de la cochura, hermosos cuentos interrumpidos por alguna vieja canción de alfarero. ¡Oh rostros del tiempo, constantes en el tiempo, oh, rostro de la madre, recordado como rostro juvenil y luego siempre desvanecido y hundido, tanto que en la muerte ya había estado más allá de todo aspecto; sí, casi había sido como un paisaje eterno! ¡Oh rostro del padre, imperceptible al principio y luego cada vez más identificado con lo humano de la vida, con lo modélico, hasta que en la muerte se había convertido en un rostro humano imperecedero, formado de dura, oscura, rígida arcilla, bondadosamente fuerte en la última sonrisa, inolvidable! ¡Oh, nada puede madurar hasta la realidad, que no esté arraigado en el recuerdo; oh, nada es asible al hombre, que no le haya sido dado desde el principio, dominado por los rostros de su juventud! Porque el alma está siempre en su comienzo, se atiene a la grandeza del despertar de su comienzo; hasta el fin tiene para ella la dignidad del comienzo; ninguna canción se pierde que alguna vez roce las cuerdas de su lira y, abierta a una disponibilidad eternamente renovada, conserva en sí cualquier sonido con que resonó alguna vez. Es imperecedera, siempre retorna, ahí estaba de nuevo; y él bebía el aire para atrapar el fresco olor de las vasijas de barro y de las tinajas apiladas, que leve y negro fluía a veces de las abiertas entradas de los tinglados, y para inspirar ese olor en sus enfermos pulmones. Después, ciertamente, debía toser, como si hubiera hecho algo inconveniente o vedado. Entretanto los calzados claveteados de los portadores adelantaban al trote, golpeteaban sobre el empedrado, chirriaban sobre el piso de grava; la antorcha del joven guía, que a menudo se volvía para sonreír hacia arriba a la litera, destellaba y alumbraba por delante; se había logrado ahora marchar expeditamente y adelantar muy rápido, demasiado rápido para el sirviente cargado de años, que encaneciera y engordara en el -más cómodo- servicio de corte y, contoneándose tras ellos, suspiraba de la forma más perceptible que podía; sobresalía la confusión de los techos de los almacenes y silos, con las formas más diversas, en parte agudos, en parte chatos, en parte un poco oblicuos hacia el cielo lleno de estrellas, aunque aún no totalmente nocturno; grúas y mástiles echaban sombras amenazantes la luz que pasaba. Dejaron atrás carros vacíos y cargados; un par de ratas cruzaron la calle; una falena se desvió sobre una vara de la litera y allí se quedó adherida; dulcemente, parecía anunciarse otra vez el cansancio y el sueño; seis patitas tenía la falena y muchísimas, aunque no tantas que no pudieran contarse, el equipo de portadores, al que estaban confiados él mismo, la litera y la falena, como la carga de una mercancía noble y frágil; y ya estaba por volverse, tal vez para poder establecer aún el número de los esclavos que se hallaba detrás de él y el número de sus piernas, pero antes de que pudiera realizarlo, habían llegado a un estrecho pasadizo entre dos tinglados y en seguida se encontraron, muy asombrosamente una vez más, ante las casas de la ciudad, a la entrada de una empinada calle de casas de alquiler, muy estrecha, muy dañada por la intemperie, muy sembrada de ropas tendidas: realmente, estaban parados, pues el jovencito había detenido rápidamente a los portadores en su marcha, que de otro modo casi seguramente hubieran seguido al trote -y realmente ahora eran sólo cuatro como antes-, y justamente esta interrupción repentina, unida a la escena inesperada, actuaba como la alegría de volverse a ver, influía sorprendiendo y maravillando de tal modo, que todos ellos, señor, sirviente, esclavos, reían libremente, tanto más que el jovencito, excitado por su risa, se inclinó levemente y con un orgulloso gesto indicador les invitó a entrar en la calle.

En verdad, había poca razón para el alborozo; y menos aún podía ofrecerla la garganta de esa calle. La subida de chatos escalones era oscura, poblada por toda suerte de sombras, sobre todo de bandas de chiquillos, que corrían locamente, a pesar de la hora avanzada, escaleras arriba y escaleras abajo, bípedos en la sombra a los que se agregaban, si se miraba más de cerca, también cuadrúpedos, porque en todas partes a lo largo de los muros, con sogas más cortas o más largas, estaban atadas cabras; las ventanas sin vidrios y en su mayoría también. sin batientes, miraban oscuras a la garganta, negros los negocios abovedados como sótanos, parecidos a oscuras cuevas, de donde salía la cháchara de toda clase de regateo menudo, el regateo de la pobreza, el regateo para las necesidades de las próximas horas, mientras al lado se realizaba la labor manual, golpeando, rechinando, con ruido de latas, miserable, servida por sombras, destinada a la sombra, con débil ruido y, aparentemente, sin necesitar ya de luz para ser cumplida, porque aun allí donde tímidamente destacaba el resplandor de una mecha en aceite o del pábilo de una vela, los hombres permanecían agazapados en la sombra. La vida de todos los días, al paso de la miseria más mísera, independiente de cualquier acontecimiento exterior, se cumplía allí realmente desprendida del tiempo, como si la fiesta imperial estuviera a mil millas de esa calle, como si sus habitantes nada supieran de lo que ocurría en los otros barrios de la ciudad y por eso el improviso paso de la litera no significaba nada que provocara sorpresa y sí en cambio una molestia muy desagradable o, mejor dicho, muy hostil. Y comenzó casi un juego de duendes, es decir con los chicuelos y aun con las cabras, porque los unos y las otras caían entre las piernas de los portadores y no los evitaban, balando los cuadrúpedos, chillando los pequeños bípedos que surgían de todos los rincones de la sombra para volverse a ocultar en ella; comenzó con que querían arrebatar la antorcha al joven guía, por cierto sin resultado ante su salvaje resistencia; de todos modos esto no hubiera sido lo más desagradable, porque, aunque lentamente, sin embargo adelantaban -peldaño a peldaño subía la calle de la miseria-, no, no eran desagradables estas molestias, sino que lo eran las mujeres; ellas eran lo peor, ellas; estas mujeres saliendo por las ventanas, aplastadas sobre los antepechos, agitando hacia abajo sus desnudos brazos como serpientes con manos parecidas a lenguas; y eran también los insultos locamente gruñidos en que se convertía su charla, apenas veían aparecer el cortejo; y era al mismo tiempo la biliosa locura, grande como toda locura, elevada hasta la acusación, elevada hasta la verdad, siendo insulto. Y entonces aquí, donde casa tras casa emanaba un hedor bestial de heces a través de las abiertas fauces de las puertas, aquí en esa marchita alcantarilla habitada, por la que iba en andas sobrellevada la litera, de modo que podía mirar dentro de los pobres cuartos, que tenía que hacerlo, impresionado por las maldiciones que las mujeres le lanzaban salvajemente y sin sentido a la cara, impresionado por el lloriqueo de los niños de pecho, en camas de trapos y harapos, enfermizos, por todas partes herido por el humo de las teas de pino fijadas en las paredes agrietadas, herido por la olorosa suciedad de los hogares y sus sartenes de hierro grasientas y cubiertas de vieja roña, herido por el cuadro estremecedor de los ancianos momificados, casi desnudos, por doquier agazapados en los negros agujeros de las casas, aquí comenzó a invadirle la desesperación, y aquí, entre las guaridas de los piojos, aquí, ante esa extrema degeneración y esa putrefacción la más mísera, aquí ante ese encarcelamiento en lo más hondo de la tierra, ante ese lugar de nacimientos malignamente dolorosos y de reventar con una maligna muerte, la entrada y la salida de la existencia entretejidas en la más estrecha hermandad, oscura intuición la una y la otra, sin nombre la una y la otra en el espacio sombrío de un mal sin tiempo, aquí en esa nocturnidad y lujuria sin nombre, allí tuvo que cubrirse por primera vez el rostro; tuvo que hacerlo bajo la risa gozosa e insultante de las mujeres; tuvo que hacerlo para una deliberada ceguera, mientras era llevado, peldaño a peldaño, por la escalera de la calle de la miseria…

–«¡Animal, animal de la litera!», «¡Se cree que es más que nosotros!», «¡Saco de dinero en el trono!», «¡Si no tuvieras dinero, ya te gustaría andar!», «¡Se hace llevar al trabajo!» – aullaban las mujeres…

–absurdo era el granizo de palabras ultrajantes que crepitaba sobre él, absurdo, absurdo, absurdo, y sin embargo justificado, sin embargo admonición, sin embargo verdad, sin embargo locura elevada hasta la verdad, y cada injuria arrancaba un trozo de orgullo de su alma, tanto que ésta quedó desnuda, tan desnuda como los lactantes, tan desnuda como los ancianos en sus andrajos, desnuda de tiniebla, desnuda de olvido total, desnuda de pura culpa, inmersa en la desnudez invasora de lo indistinguible.

–peldaño tras peldaño marchaba el cortejo por la calle de la miseria, deteniéndose en cada tramo de la escalera…

–marea de la desnuda creación, que se extiende sobre la tierra que respira, que se extiende bajo el cielo vivo del alternar del día y de la noche, encerrada por las orillas inalterables de los millones de años, la desnuda corriente de rebaños de la vida rodando amplia, rezumando del humus del ser, infiltrándose siempre de nuevo en él, la intangible ligazón de todo lo creado…

–«¡Cuando hayas reventado, apestarás como cualquier otro!», «¡Sepultureros, tiradle al suelo, dejadlo caer al cadáver!»…

–montañas del tiempo, valles del tiempo, oh, miríadas de criaturas que fueron llevadas sobre ellos por los Eones, que serán llevadas de nuevo sobre ellos en la corriente crepuscular, en la infinita corriente de su conjunto, y ninguna de ellas que no hubiera pensado, que no pensara cernirse eternamente como alma eterna sin tiempo, cerniéndose libremente en la libertad sin tiempo, separada de la corriente, desligada del tumulto, incapaz de caer, ya no creatura, sino sólo flor transparente, llegando solitaria hasta las estrellas, arabesco vertical, desligada y separada, temblando el corazón como una flor transparente sobre tallo ya invisible…

–llevado por las injurias de la calle de la miseria, peldaño a peldaño…

–¡oh, de esta configuración fantasmagórica al margen del tiempo se trata! Y aun su vida, lanzada hacia lo alto desde el humus caótico del nocturno ignoto, crecida hacia lo alto desde el rastrojo de lo creado, estirándose en innumerables zarcillos, adhiriéndose aquí y allá a lo impuro y a lo puro, a lo pasajero y lo eterno, a cosas, a posesiones, a hombres y más hombres, a palabras y a paisajes, esta vida una y otra vez despreciada y una y otra vez revivida, él la había desperdiciado, había abusado de ella por superarse a sí mismo, por elevarse sobre sí, sobre todos los límites, sobre toda la temporalidad, como si no hubiera para él ninguna caída, como si no debiera retornar al tiempo, al encarcelamiento terrenal, atrás a lo creado, como si ante él no bostezara el abismo…

«¡Niñito!», «¡Meón!», «¡Cagón!», «¡Has sido malo y tienen que llevarte a casa!», «¡Mereces una lavativa sentadito en el orinal!» – llovía la risa en todas partes desde las ventanas…

–resonaba la calle con la irrisión de las mujeres, pero no era posible huir de ellas; sólo muy lentamente, peldaño tras peldaño, se adelantaba…

pero ¿eran realmente las voces de las mujeres las que allí le injuriaban con justo desprecio y dejaban al descubierto sus estériles fantasías? Lo que allí resonaba ¿no era más fuerte que las voces de las mujeres de la tierra, que las voces de los hombres de la tierra, que las voces de locas criaturas de la tierra? ¡Oh, era el tiempo mismo quien le llamaba despectivamente, el tiempo inalterable que pasaba, con toda la multiplicidad de sus voces y con toda la fuerza absorbente que él y sólo él contenía; el tiempo se había corporizado en las voces de las mujeres, para que su nombre quedara borrado por sus insultos; pero él, desnudo de su nombre, desnudo de su alma, desnudo de toda canción, desnudo de la intemporalidad cantora de su corazón, recaía en lo inefable de la noche y en el humus del ser, rebajado hasta esa amarguísima vergüenza, que es el último residuo de una memoria apagada!…

–¡voces sapientes del tiempo, su conocimiento de lo inevitable y de las inevitables presas del destino! Oh, sabían que tampoco él había podido escapar a lo inmutable, que había una nave en la que había tenido que embarcarse contra toda ilusión y que fatalmente le había traído de vuelta; oh, sabían de la corriente de lo creado que indolente, limitada por el barro primigenio, toma su camino desnuda entre las desnudas orillas, sin que viaje por ella ninguna nave, sin que la orle la menor vegetación; doble ilusión transparente y sin embargo realidad como destino, la invisible realidad de la ilusión, y sabían que todos, predestinados, deben volver a sumergirse en la corriente y que él no podía distinguir el sitio de su nueva sumersión de aquél del que había soñado haber salido un día; y es que el retorno debe cerrar el círculo del destino…

–«¡Ya te volveremos a atrapar, colita, cola lacia!» -gritaban…

–y sin embargo sólo voces de mujeres, mordaces, como si él no hubiera sido más que un niño desobediente, que ha buscado una engañosa libertad y ahora quisiera volver ocultamente a casa, más aún que hubieran tenido que traer de vuelta a través de rodeos complicados y hasta peligrosos, de manera que ya por ese mal camino se le debía reñir, sí, incluso sólo por ello; pero las voces graves de las madres, llenas de la tiniebla del tiempo, eran más que una regañina; sabían que el círculo del camino del destino encierra en su abrazo el abismo de la nada; sabían de todos los desesperados, de todos los extraviados, de todos los agotados, que irrecusablemente caen en el abismo del medio, apenas se ven obligados a interrumpir prematuramente el camino -¿oh, es que realmente podía alguien recorrer el camino alguna vez?-, y con la máxima angustia aleteaba en la furiosa reprimenda, sin poder expresarse, el eterno deseo de las madres para que todos los niños puedan permanecer por siempre desnudos como nacen, encerrados desnudos en su primera protección, encauzados en el flujo de los tiempos de la tierra, encauzados en la corriente de lo creado, elevados suavemente, para desaparecer de nuevo suavemente en ella, como sin destino…

–«¡Desnudo!», «¡Tú, desnudo!», «¡Totalmente desnudo!»…

–ineludibles las madres… ¿qué había movido al niño guía a elegir esa calle? ¿no fracasaría ahora? Dominado por el grito materno, se detuvo el cortejo, como si no debiera ya avanzar más; se detuvo en cruel espera, pero luego, liberado una vez más, siguió sin embargo hacia adelante, peldaño tras peldaño, trepando por la calle de la miseria…

–¿así que no bastaba, pues, la fuerza materna de las voces para unir por siempre? ¿era su saber tan deficiente, tan lleno de lagunas, que debían volver a dejar en libertad al proscrito? Oh debilidad de las madres, que es ella misma nacimiento y por ello nada sabe del renacer, nada quiere saber de él, incapaz de comprender que un nacer exige un renacer para ser válido, que ambos, el nacer y el renacer, nunca pueden ocurrir, si no ocurre con ambos la nada, si no estuviera eterna e inmutable la nada tras ellos como última generación; sí, incapaz de comprender que la eternidad comienza a irradiar, grande como el ser, desde esta inseparable relación del ser y del no-ser en un callado y susurrante parentesco: libertad del alma humana, diáfana canción de eternidad, no delirio, no presunción, pero sí destino humano por encima de toda burla, tremenda magnificencia de la condición humana…

–oh, es destino divino del hombre y es lo humanamente discernible del destino de los dioses, es condición inmutable de ambos la de ser guiados una y otra vez al camino del renacer; es su imborrable esperanza en el destino la de poder andar una vez más el círculo, para que el después se torne el antes, y cada punto del camino una en sí todo el pasado y todo el futuro, deteniéndose en la canción de irrepetible presente, trayendo el instante de la perfecta libertad, el instante del nacimiento divino, esta nada temporal de un instante, por el cual sin embargo el todo es abrazado como un solo recuerdo sin tiempo…

–furiosa calle de desgracia, que no terminaba nunca, que no podría terminar nunca tal vez, hasta que no hubiese echado el último resto de ultraje, pecado y maldición; y cada vez más lentamente, peldaño a peldaño, iba el camino por ella…

–revelación de la desnuda culpa, locura de la verdad desnuda…

–oh inmutable destino humano del dios, tener que descender, descender al cautiverio terrenal, al mal, a lo pecaminoso, para que primero la desventura se agote en lo terrenal, para que primero el círculo se cumpla en lo terrenal y se cierre cada vez más estrecho alrededor de la insondable nada, alrededor del insondable fondo que da ser al nacimiento, que sólo se convertirá en el renacimiento de toda creación, cuando dios y hombre hayan cumplido su misión…

–oh insoslayable deber del destino humano, el de allanar voluntariamente el camino al dios, el camino de lo que no puede escarnecerse, el camino de intemporal renacimiento, aspiración en que dios y hombre se unen, liberados de la madre…

–mas aquí estaba la calle de la miseria, por la que iban peldaño a peldaño; aquí estaba el horror de la maldición, el horror del justo sarcasmo, vomitado por la miseria; oh, y él, cegado de miseria, cegado de maldiciones, sí él, con la cabeza cubierta, debía oír sin embargo. ¿Por qué había sido traído aquí? ¿tenía que serle demostrado que no le estaba concedido cerrar el círculo; que había tendido el arco de su vida cada vez más lejos hasta lo desaforado, aumentando la nada del centro en vez de reducirla; que con tal infinito aparente, con tal eternidad aparente, con tal aparente retiro se había alejado cada vez más de la meta del renacimiento; que cada vez estaba más en peligro de precipitarse en el abismo? ¿era esto aquí y ahora una advertencia? ¿o ya una amenaza? ¿o era realmente ya la caída definitiva? Mera divinidad aparente había sido la cumbre de su camino demasiado dilatado, locamente dilatado en júbilo y alborozo, hasta la magna vivencia del poder y la gloria, dilatado hasta ese punto con lo que él había llamado locamente su poesía y su conocimiento, en la ilusión de que le bastaba sólo con retenerlo todo, para atrapar la fuerza del recuerdo de un presente eterno, y ahora esto precisamente demostraba ser sólo falsa y aparente divinidad pueril, inmoral usurpación de divinidad, expuesta a cualquier irrisión, a la desnuda irrisión de las mujeres, a la irrisión de las madres engañadas e inengañables, a cuya tutela había sido incapaz de escapar por debilidad, pero en nada más débil que en su pueril juego de dioses. Oh, nada puede oponerse a la desnudez de la irrisión, ninguna irrisión contraria puede detener la burla, el único remedio es cubrir la propia desnudez, la desnudez del propio rostro; y con el rostro cubierto yacía él en la litera, cubierto todavía cuando finalmente, pese a todas las paradas, peldaño a peldaño, realmente contra toda esperanza, se vio fuera de la infernal garganta de la calle, de la infernal barbarie de la risa, y un mecerse más calmo de la litera reveló que se adelantaba otra vez por un camino más llano.

Por cierto, no es que se fuera mucho más rápido; de nuevo se adelantaba sólo paso a paso, tal vez aun más lentamente que antes, eso sí, como se notaba claramente, no ya por malignos obstáculos, sino porque aquí -como se advertía en el murmullo humano, en el olor humano, en el calor humano que se tornaba más y más pesado- la muchedumbre había aumentado de nuevo y manifiestamente seguía aumentando. Mas, a pesar de haber escapado del alcance de la calle de la miseria, él creía seguir sintiendo en su oído las palabras ultrajantes que aullaban reproches, y casi le parecía como si le hubieran seguido a él solo, para perseguirle y atormentarle, semejantes a las furias, como a una pieza de caza; pero al mismo tiempo confluía el ruido de las masas que brotaba alrededor y crecía rápidamente, lo que demostraba que habían llegado otra vez cerca de la fiesta imperial, de modo que el tormento, fundido con todo este ruido jubiloso, con todo este ruido del poder, con todo este ruido de embriaguez, siguiera actuando sin disminuir, y mientras lo advertía, impotente para rechazar la masa de voces del interior y el exterior, tan impotente que su cruel tortura casi le consumía, también la luz se le tornó con igual fatalidad tan insoportablemente ruidosa, tan insoportablemente cruel, que penetró aguda a través de los párpados todavía cerrados y los obligó a un guiño cuya vacilación involuntaria muy pronto se ensanchó totalmente en abierto horror: infernalmente ardiendo brilló a su encuentro, brilló desde la salida de la calle bastante ancha, por la que la multitud humana se empujaba hacia adelante, en un mar de cabezas; aguda y horrenda brilló en sus ojos desde allí, brilló como una mágica fuente de luz, que convertía todo lo que se movía en un fluir casi forzado y automático; casi se hubiera podido creer que incluso la litera flotaba en el conjunto automáticamente, arrastrada también por el oleaje y no ya que fuera transportada; y con cada paso, en cada deslizamiento hacia adelante, la potencia de esa misteriosa fuerza de atracción, cargada de desventura, insensatamente magnífica, era más claramente perceptible y se tornaba más tremenda, se tornaba más penetrante, se tornaba más insistente, cerca del corazón y más cerca del corazón, creciente y creciente, para revelarse finalmente de golpe como el todo, revelado en el instante en que la litera, impelida, traída, llevada por encima en su flotante oscilar, se encontró de pronto en la desembocadura de la calle, pues aquí repentinamente, coronado de fuego y rodeado de ruido, libre de toda sombra de luz, libre de toda sombra de sonido, en el resplandor sin sombra de la luz y del ruido, se irguió el centelleante palacio imperial, mitad casa consistorial y mitad fortaleza, irguiéndose en medio de un sombrío resplandor volcánico en el medio de una plaza combada como un escudo y casi redonda; y esta plaza era entera un fluctuar de criaturas amontonadas, era humus humano hirviente y amontonado, que hubiera tomado forma, que la tomaba en aquel momento; era un fluctuar de ojos brillantes y brillantes miradas, vueltas todas con rígido fervor, como vacías de cualquier otro contenido, hacia la meta única, ardiente, sin sombras, una sola ola humana de fuego, ávida de lamer esta costa de fuego. Así se elevaba el castillo, rodeado de antorchas, irresistible y seductor, la meta que daba su sentido al conjunto de rebaños irresistiblemente atraído, impetuoso, resoplante y pateante, incoercible y nostálgica conciencia volitiva de los rebaños, la meta de su incoercible avidez de una dirección, pero por eso mismo también la imagen de un poder enigmático tremendo, sordamente proliferante, inescrutable siempre, inconcebible para el animal individual, inconcebible para el hombre individual, oh, tan incomprensible que seguramente la pregunta por el sentido y la razón de la atracción encerrada en la casa de llamas y avasalladoramente radiante desde ella agitaba a todos y cada uno, temiendo la respuesta, esperando la respuesta, y aunque nadie podía darse una verdadera respuesta, hasta la más modesta e insuficiente servía para llenar de esperanza, como salvación de la conciencia, como salvación de la humanidad y del alma, como una salvación del ser, que valía la pena anunciar orgullosamente… «Vino», decían. «Distribución de vino» y «Los pretorianos» decían. Y «Va a hablar el César» decían, y de repente alguien con voz chillona anunció: «¡Ya distribuyen el dinero!» Así les irradiaba el castillo la seducción, así se espoleaban ellos mismos y mutuamente, para que la gran seducción no se le volviera dudosa y para que la angustia del seguro desengaño, que les esperaba ante el misterioso murallón nostálgicamente deseado, no dejara aflojar nunca la salvaje codicia, la gran ansia por la participación: baratas respuestas para tan grande esperanza, baratos llamamientos, baratas incitaciones, pero cada vez corría una sacudida por la muchedumbre, por los cuerpos, por las almas, hosca, sensual, incoercible, empujada sordamente hacia la meta común, rumoreo y pataleo amontonado, avance tras avance hacia una ardiente nada. Y densamente acumulado humeaba sobre las cabezas el olor a rebaño, cubierto por la humareda de las antorchas, ardiente el humo, irrespirable, provocando la tos, sofocante, espeso tufo pardo, que indolentemente amontonado, capa tras capa, quedaba inmóvil en el aire inmóvil; oh graves capas indivisibles e impenetrables de niebla infernal, techo de la infernal niebla… ¿No había salida ya? ¿no había una manera de huir? ¡Oh, atrás! ¡de vuelta a la nave, para poder morir allí tranquilo! ¡¿Dónde estaba el jovencito?! ¡El debía, tenía que indicar el camino de vuelta! ¡¿Quién debía resolver?! ¡Ay, una vez encajado en la masa y articulado en su movimiento, no había nada que resolver allí, y la voz que quería incitar a una resolución, ya no llegó a desprenderse del aliento; la voz se quedó ciega!

Entretanto el jovencito, como si hubiera oído la muda llamada, envió hacia arriba una sonrisa, un guiño lleno de alegre disculpa, lleno de alegre confianza, lleno de alegre consuelo, como de alguien que hace tiempo se sabe dispensado de cualquier resolución, más aún, como sabiendo que la que se había tomado sería la correcta, y esto llenaba de alegría, sin cuidarse de todo el terror de lo por venir.