Sí, tal era el resultado: el falto de conocimiento trayéndoselo a quienes no lo quieren, el manipulador de palabras como despertador del idioma para los mudos, el olvidado del deber imponiéndolo a quienes no saben de él, el paralítico como maestro de los tambaleantes.
De nuevo estaba abandonado, abandonado a un mundo abandonado de nuevo; oh, ninguna mano le sostenía ya, nada había allí ya que le protegiera y alzara; había sido dejado caer, y quebrantado sobre el antepecho de la ventana, clavado inerte a la ardiente y polvorienta inercia de los ladrillos, sintiendo agudamente bajo las uñas de los dedos, polvorienta, esta recalentada arcilla primigenia, clavado lo terreno primigenio petrificado, oía el silencioso reír en el silencio nocturno de caliente piedra y rígidas figuras, oía en ello el silencio del perjurio cometido, el empedernido silencio de la conciencia de la culpa sin expresión, ni conocimiento, ni recuerdo, el silencio de la pre-creación y de su muerte cruelmente creciente, ante cuya incondicionalidad no hay nuevo nacimiento ni renovación de la creación del mundo, porque la muerte que impone no conoce ninguna suerte de divinidad; oh, ninguna otra criatura es tan absolutamente y tan no-divinamente mortal, como lo es el hombre, pues ninguna otra puede volverse tan perjura como el hombre y cuanto más depravado se hace, tanto más mortal se torna; pero el más perjuro y mortal es aquel cuyo pie ha perdido el hábito de la tierra y ya sólo toca el empedrado, el hombre que ya ni labra el campo ni lo siembra, para quien ya nada se cumple según el círculo de los astros, para quien la selva ya no canta ni los verdes campos; verdaderamente nadie ni nada es tan mortal como la plebe de la gran ciudad, que se afana, se arrastra y hormiguea a través de las calles, y de tanto culebrear ha olvidado cómo se anda, ya sin el apoyo de ninguna ley y sin llevarla en sí, rebaño de nuevo disperso, perdida su sabiduría de un tiempo, rebelde al conocimiento, bestial, casi infrabestialmente entregado a cualquier acaso y finalmente a la extinción del acaso sin recuerdo, sin esperanza, sin inmortalidad; así estaba resuelto también para él, junto con el disperso rebaño de la plebe, a la que pertenecía como una de sus astillas, así le había sido impuesto, inevitablemente, con la necesidad del destino. Había dejado tras sí las regiones del espanto, pero sólo para ver con horror cómo había caído él mismo en la plebeyez, superficie desplomada sin acceso a ninguna profundidad… ¿Continuaría esta caída aún, debía continuarse todavía? ¿de superficie en superficie hasta la última, la de la pura nada? ¿hasta la superficie del último olvido? Las puertas plutónicas están siempre abiertas, inevitable es la caída de la que no hay retorno, y en la embriaguez de la caída el hombre piensa que se trata de una caída hacia arriba, lo piensa hasta que allí donde la eternidad de los celestes acontecimientos se revela de repente como simultaneidad y como una coincidencia en el ámbito terreno, hasta que en ese límite de las edades encuentra al dios desmitologizado, alcanzado y aventajado por él, que envuelto entre la risa de los Eones cae igualmente, ambos arrojados al mismo desengaño y al mismo abandono de sí, abandonados a un horror que, cierto, aún ríe en pertinaz y rebelde vergüenza, pero presiente ya al mismo tiempo un horror futuro aún más horrendo, y quiere alejarlo riendo: a un horror aún más desnudo, a una vergüenza aún más desnuda, a un desenmascaramiento aún más desnudo corría el viaje llevado por el destino, corría la caída; corría hacia una nueva aniquilación y aniquilación de sí, peor que todo lo anterior, a un nuevo aislamiento que debía superar toda la soledad precedente, toda la soledad de la noche, toda la soledad del mundo, abandonada no sólo de toda humanidad, sino incluso de toda realidad tangible; la hueca superficie del ser intacto se había desvelado allí de una vez y en lo inaccesible de las esferas internas y externas, la noche, aun irradiando inalterada en todo el círculo de su oscuridad, se había disuelto, no estaba en ningún sitio, y esta entrega al acaso torna superfluo tanto el conocimiento como el saber y los hace desaparecer en inutilidad. Habían desaparecido el recuerdo y la esperanza, soplados por la violencia del azar intacto, pues éste era lo que se mostraba en todo, azar inexorable que domina la no-creación; y envuelto por la embriaguez y la ausencia de recuerdo de todo el abandono anterior a la creación, rodeado por el resplandor de la llama helada de la pre-creación, de su no nacimiento y su pre-muerte, él, el azar desnudo, que es la soledad más sin nombre, volvía a anunciar ahora su aspiración hegemónica…; ésta era la meta del viaje, la meta ahora visible de la caída, lo sin nombre mismo.
La soledad sin nombre del azar, sí, esto era lo que veía ante sí, a punto de caer y ya cayendo, mientras estaba aquí en la ventana. La noche vuelta extraña se había abierto ante sus miradas febriles, indómita e indomable en su abandono; inalteradamente inmóvil y sin embargo extraña, transida por el aliento suavemente áspero de la luna, inalteradamente inmóvil, atravesada quedamente por la Vía Láctea, se hundía en el silencioso canto de los astros, se hundía en la belleza y en la mágica unidad de su hechizo, en la fluctuante unidad del mundo embellecido, se hundía en su super-lejanía petrificada-petrificante; y hermosa, rígida, enorme de espacio como esta super-lejanía, demoníacamente convertida como ella en algo extraño, con ella iba, transportada a través de las edades, noche y sin embargo lo inmortal dentro del tiempo, eónica y sin embargo sin eternidad, vuelta extraña a todo lo humano, extraña al alma humana, ya que la silenciosa unificación que así se realizaba impregnada de lejanía, impregnando la lejanía, no permitía ya ninguna clase de. participación; el atrio de la realidad se había transformado en atrio de la irrealidad. Se habían extinguido los órdenes de las esferas del ser, callaba el mate sonido de su espacio de plata encerrado y enajenado por lo ultra-inasible, encerrando en sí como extrañeza lo ultra-inasible de cualquier humanidad, y luna y Vía Láctea y astros no tenían ya nombres, eran para él desconocidos en lo inaccesible, en su aislamiento insalvable e irrevocable y, a pesar de ello, pesando sobre él despótico y amenazador, transparente y ardiente, frío abrasador del espacio de los mundos; lo que estaba alrededor de él no le encerraba ya, y, aunque encerrado por la noche, estaba fuera de su cueva, separado del destino, tanto del propio como del ajeno, separado del destino del mundo invisible-visible, separado de todo lo divino, separado de todo lo humano, separado del conocimiento, separado de la belleza, pues también la belleza del mundo invisible-visible había desaparecido en lo sin nombre, apenas era ya recuerdo…
–oh Plocia, ¿sé todavía tu nombre? En tus cabellos habitaba la noche, coronada de estrellas, presintiendo la nostalgia, prometiendo la luz, y yo, inclinado sobre su nocturnidad, ebrio con el aliento brillantemente dulce de la noche, ¡no me he hundido en ella! Oh ser perdido, extrañeza la más familiar, familiaridad la más extraña, tú, lejanísima cercanía, la más cercana de todas las lejanías, primera y última sonrisa del alma en su seriedad, tú, oh tú, que eras y eres todo, familiar y extraña y sonrisa de cercana lejanía, tú, flor portadora del destino, yo no pude hacer penetrar tu vida en mí por su aplastante lejanía, por su aplastante extrañeza, por su aplastante cercanía y familiaridad, por su aplastante sonrisa de noche, por el destino, por tu destino, que llevabas y siempre llevarás en ti, inasequible para ti, inasequible para mí, que yo no podía tomar sobre mí, pues su aplastante inaccesibilidad hubiera hecho estallar mi corazón, ¡y yo he visto solamente tu belleza, no tu vida! Oh tú, que huiste indecisa, que no volví a llamar, tú, agraciada con la nostalgia, a quien me estuvo vedado volver a llamar, tú, que no volverás más, ay, paso tan leve en lo inescrutablemente inaudible, tú, claridad perdida tras las sombras, ¿dónde está tu retorno? ¿dónde estás? tú eras; y me dejaste el anillo de tu dedo, poniéndolo en mi mano y era, rodeándonos de oscuridad, el tiempo cercado de oscuridad, rodeando la oscuridad, delirante; oh Plocia, ya no lo sé…
–apenas era ya recuerdo lo que fue, lo antaño real y más que real, apenas un nombre era la mujer a quien había amado, apenas ya un reflejo, apenas ya una sombra; se le había vuelto a perder en lo inescrutablemente casual, y nada había quedado sino el maravillado saber de algo pasado, extinguido, del último eco de la música de la belleza, de un asombro de antaño y de un olvido inexplicablemente poderoso de otro tiempo, que había perseguido con toda la maravillada perseverancia del drogadicto; oh, aún le asombraba en el recuerdo que eso hubiera existido, que la belleza hubiera resonado, que hubiera podido resonar, que, grabada en el rostro de los hombres como un humo leve, nacido en la eternidad y exhalado por ella, resplandezca una y otra vez en el rostro humano, destello fugaz que sonríe en la noche, familiarmente lejano, extrañamente cercano, marchitable cual blanco ligustro, delicado cendal de la muerte extendido sobre todo lo humano, velo de lo humano, que la belleza consolida y sin embargo a la vez hace transparente cual si con ello el olvido se hubiera insertado en el alma, como si el alma misma se hubiera olvidado en la belleza para su inmortalidad terrena, para el puro olvido de la belleza, como si aún destellara en la belleza humana un último residuo de aquella esperanza hace mucho desenmascarada, que se dirige al inescrutable, inaccesible saber acerca de la muerte; pero nada había quedado de eso, tras la figura siempre recurrente de la dulzura de morir sólo se hallaba la muerte invencible, invicta y erguida se levantaba inmensa, erguida hasta las estrellas, llenando las esferas, uniendo las esferas, y junto con ella, convocada por su mudez, movida por ella, llenándola, siendo ella, de repente había estallado todo lo que ella rodea, muerte estallando muda, estallando mudo lo rodeado por ella, lo abocado a la muerte, lo condenado a la muerte, lo nacido del acaso y a él vinculado, la multiplicidad de las figuras humanas que espera la muerte, multiplicado el cojo, multiplicado el barrigón, multiplicado el charlatán y el gruñón, multiplicados en tan denso hormigueo de figuras que la vacía morada pétrea de la plaza rebosaba de ellas, que penetraba en todos los espacios de las esferas, aunque sin alterar el vacío de la plaza, el vacío de los espacios, que era como un romper y un vaciarse del tiempo mismo, el rebaño de muertos de la simultaneidad, la multiplicidad terrena de los hombres; el hombre terreno en el círculo de la multiplicidad de sus transformaciones, juntamente con la armazón de sus huesos y su cráneo, con su cráneo redondo, su cráneo plano, su cráneo torre, lanudo, herbáceo, algodonoso, calvo y a mechones, cráneo a cráneo; el hombre, portador de cráneo con la multiplicidad de sus rostros, con cara de animal, cara de planta, cara de piedra, curiosamente cubierto de piel, lisa o granulada o rugosa, acolchada con carne o floja, con sus mandíbulas para masticar y hablar, provistas de pétreos clientes en la cavidad de su cara; el hombre portador de rostro con sus múltiples olores de la piel y de la cavidad, con su sonrisa, la tonta y la astuta, la regañadora y la impotente, con su sonrisa que aun en la última abyección conmueve divinamente, y le abre el rostro antes de que la risa se lo vuelva a cerrar, para que su ojo no vea lo inhumano de la destrucción de lo creado; el hombre, a quien fue concedida la gracia de la mirada, grande de ojos, inmóvil de ojos, cristalino de ojos, oscuro de ojos, vivo de ojos, desvelando en el ojo su destino, oculto a sí mismo en el ojo; el hombre portador de destino, condenado por el destino a la vergüenza precisamente en la fuerza de sus ojos; el hombre lleno de vergüenza y sin embargo parlante con su voz húmeda, guiada desvergonzadamente por la mandíbula, la lengua, el labio, voz portadora del aliento, voz portadora de la palabra y la comunidad, que se abre paso desde él ruda, gorda, aduladora, amenazante, móvil y tiesa, barboteando, árida, croando, ladrando, y capaz siempre de transfigurarse en canción; el hombre, esta obra maravillosa y horrible compuesta de ser anatómico, de lenguaje, de expresión, de conocimiento y no-conocimiento, de sordo vegetar, de contabilidad de sestercios, de deseos, de enigmas, este ser total dividido en órganos, en zonas vitales, en sustancias, en átomos, multiplicado y vuelto a multiplicar, toda esta multiplicidad del ser, todo este caos de partes del hombre, apenas compuesto correctamente, esta espesura de creación, terrena en su realidad, terrena como la pétrea armazón de sus huesos, terrena como el armazón de los huesos de la muerte, todo este matorral de cuerpos, de miembros, de ojos, de voces, esta espesura de una creación a medias y sin acabar, nacida del celo del acaso y abriendo su abanico una y otra vez apareados en siempre renovado celo del acaso, promiscuo, jodido, entretejido, ramificado, ramificándose y renovándose una y otra vez, para a la vez extinguirse incesantemente de modo que lo muerto, lo desecado y marchitado cae en la tierra, esta espesura de hombres en su vitalidad vegetal-animal y en su abocamiento a la muerte, había surgido a flote ahora con la figura de la muerte, había reventado en un estallido, en un silencio con la muerte, él mismo era la muerte que colmaba las esferas, caos humano del azar, tan casual y tan mortal que apenas sabemos si quien casualmente emerge ante nosotros como viviente, no habrá muerto ya en otro tiempo, o ni ha nacido tal vez, en condición de pre-muerto, de nonato… ¡Plocia, oh Plocia, nunca hallada, inencontrable! Oh, era inencontrable entre la maleza de los muertos, se le había vuelto a hundir en el segundo abandono del ínfero, y él tenía menos comunidad con ella que con una muerta, pues él mismo había muerto, necrótico en la pre-muerte de la no-creación, necrótico en lo perjuro, descabalado, torcido, necrótico en el segundo abandono de una literatura de ciudad aplebeyada, que en la falsa senda de sus retornos aparentes comprende ya hasta la muerte, mezclando la muerte con la belleza, la belleza con la muerte, con el fin iluso de alcanzar lo inalcanzable en esta yuxtaposición impúdica, saboreando la putrefacción, para hacerse la ilusión de pacer el inescrutable saber de la muerte, pero seguramente también para extender incluso hasta el amor el placer de esos engaños, y aun para seguir en el amor el frívolo, impúdico juego llevándolo hasta su real apogeo; pues quien es incapaz del amor, quien es incapaz de su comunidad, debe salvarse de su aislamiento en la belleza sin puentes acuciado por la crueldad se volverá buscador, adorador de la belleza, nunca amante, pero sí en cambio observador de la belleza en el amor, pretendido productor del amor mediante la belleza, confundiendo lo producido con lo productivo, porque también en el amor intuye y siente la embriaguez, la embriaguez de la muerte, la embriaguez de la belleza, la embriaguez del olvido, porque en el crepuscular abismamiento del juego de la belleza y del amor de la muerte se proporciona el goce de este olvido, olvidando con facilidad y premeditación que el amor, aunque agraciado con la creación de la belleza, jamás se dirige a ella, sino única y solamente a su misión primigenia, a la más humana de todas sus tareas, que en todos los tiempos sólo tiene un nombre: «asumir el destino»; oh, sólo esto es amor, pero los muertos no guardan ninguna comunidad entre sí, se han olvidado unos de otros…
–¡oh Plocia, inolvidablemente inolvidada, bañada de belleza! Oh, si hubiera amor, si en la espesura de los hombres hubiera la fuerza arbitral del amor, significaría que juntos podríamos hallar la rama de oro, que juntos bajaríamos hasta la fuente de la nada del olvido, hasta la última sobriedad del infierno, que bajaríamos en una sobriedad sin sueños hasta el fondo primigenio, no a través de la bella puerta de marfil del sueño, que a nadie deja volver, sino por la sobria entrada de cuerno, que nos permite el retorno, la ascensión juntos, llevándonos de la última extinción del destino el nuevo destino, llevándonos del último no-amor el amor, ¡el destino creado de nuevo, el destino in fieri! ¡oh Plocia, infantil y sin embargo ya no infantil!, sólo podemos asumir el destino in fieri, no el destino cumplido, sólo lo que está germinando es la realidad del amor que buscamos en todo lo que brota y florece en primavera, en cada brizna de hierba, en cada flor, en cada creatura joven y creciente, pero en nada más íntimamente que en el niño, aceptando la moldeabilidad del destino en germen, que nos hace atractivo todo lo intocado, aceptando lo por venir en lo realizado, aceptando al niño en la fuerza de la constitución del hombre; oh Plocia, es el destino in fieri que nos sería otorgado, si hubiera amor, si su fuerza decisoria, liberada de todo el celo del acaso, pudiera garantizar la más verdadera seguridad de amor, y entonces el destino mismo sería el amor, lo sería en su devenir y en su ser, lo sería como descenso al más profundo no-recuerdo y al ascenso de vuelta al recuerdo de todo, como extinción en la nada y retorno a lo inmutablemente igual, sería como tallo de hierba y flor y niño, tan inalterado como tallo de hierba y flor y niño siempre fueron; pero transformado en amor, iluminado por el resplandor de la rama de oro del amor, el inhallable…
–oh, los muertos a quienes no alumbra ninguna rama de oro, no tienen comunidad alguna entre sí, se han olvidado recíprocamente, y la figura de Plocia, el ser inolvidado-olvidado de Plocia, que para él fuera antaño el resplandor de la luz tras toda sombra, se había esfumado entre las sombras, se había tornado indistinguible en el reino de las sombras, se había precipitado en el hervidero de los muertos, partícula, apenas ya partícula en la masa de lo muerto, en la masa de los rostros, de los cráneos, de las figuras, indistinguibles todas para él, todas sin nombre, todas desaparecidas y disueltas, porque para él habían estado muertas de antemano, porque ni una sola vez había querido servir de ayuda realmente activa a los vivientes; al contrario -condenado por el destino y por los dioses a esta negativa, inocente y sin embargo culpable- incluso para el primer intento, irrealizado, de ayuda, incluso para el primer paso no dado, incluso para el primer falso comienzo, irrealizado, de ese paso aparente había necesitado toda una vida, incapaz de insertarse en ninguna comunidad viva de ayuda, muy lejos pues de haber podido asumir para ello el destino de algún ser vivo; oh, él había pasado una vida en la no-comunidad de los muertos, había vivido siempre sólo con muertos y entre ellos le habían contado también los vivos, siempre había visto a los hombres sólo como muertos, siempre los había tomado sólo como sillares para la construcción y producción de belleza petrificada de muerte, y por eso los hombres se le habían escapado todos a lo indomeñado, al no-conocimiento de eterna no-creación. Y es que sólo en las tareas que el hombre asume humanamente, se halla también su salvación cognitiva, y sin tarea se queda también sin eso. El era incapaz de ayuda activa, era incapaz de las obras del amor; inmóvil había observado el sufrimiento humano, sólo por mor de una memoria petrificada hasta la lascivia; sólo por el dibujo impúdicamente bello había observado lo tremendo del acontecer, y por eso mismo nunca había logrado representar verdaderamente a hombres, a hombres que comen y beben, que aman y pueden ser amados, y mucho menos todavía a los que renqueando y maldiciendo por las calles, irrepresentables para él, irrepresentables en su animalidad, irrepresentables en su enorme necesidad de ayuda, irrepresentable sobre todo el milagro humano con que ha sido agraciada aun esa animalidad; nada eran para él los hombres, seres de fábula eran para él, actores de la belleza envueltos en belleza, y como tales los había representado, como reyes de la fábula, como héroes de la fábula, como pastores de la fábula, como criaturas de sueño, a cuya semejanza con el dios, perdida en la belleza, soñada en la belleza, irreal, él mismo, hasta en eso igual a la plebe, hubiera participado gustoso, tal vez incluso hubiera podido participar, en cuanto hubiesen sido genuinas figuras del sueño; pero, bien lejos de eso, no eran más que meras imágenes verbales, apenas vivas en su poesía y muertas nada más doblar la próxima esquina, emergidas de la oscuridad de la maleza del idioma, y otra vez hundidas en el acaso, en lo no amado, en lo petrificado, en la muerte, en la mudez, en lo irreal, exactamente como aquellos tres que justamente habían desaparecido para siempre de la vista. Y desde su fuga amenazaba haciendo estallar mundos la perversa mudez de la risa burlona que les había sacudido, amenazaba perversamente como una segunda calma atravesando allá abajo la calma de la plaza y de las calles, amenazaba a través de la calma la noche, nacida del acaso, colmada de extrañeza, amenazaba haciendo saltar el espacio, eliminando el espacio, aunque sin eliminar el tiempo, la carcajada del perjurio cometido, la muda amenaza de la creación rota y desamparada.
Nada había quedado sino la vergüenza, deslumbrada por el escarnio, de una apagada memoria convertida en la impudicia de una falsa memoria muerta. Los fuegos del cielo, que ninguna llama terrena despertaba, habían callado sin nombre; callaba el centro, cubierto por las losas de las ciudades fundidas en uno con los límites más lejanos, refrescadas bajo el hálito de la noche, y en este momento se quedaba rígida aun la fluyente simultaneidad en que descansa lo eterno: ¡ay de los falsos giros del falso camino; simulan el gran círculo donde deben unirse lo pasado y lo futuro en el eterno ahora de la intemporal dad! ¡Ay del giro del perjurio, ay de esta falsa intemporalidad, que es la esencia de toda embriaguez y que, para sostener tal solaz, tiene que sustituir constantemente lo productivo por lo producido, sedienta de belleza, sedienta de sangre, sedienta de muerte, deformando y tergiversando la víctima en sibarita embriaguez, ay de la impúdica vanidad de una memoria para la que nunca ha habido realidad, que recuerda solamente por recordar, ay de esta inversión del ser! El testamento permanece irrevocable, inencendible la llama; lo frívolo debe fracasar aquí y fracasa, por mucha belleza, por mucha sangre, por mucha muerte que se ponga en juego, resulta ineficaz en la transición de los tiempos y contra ella se rompe la terrena infinidad; en verdad, hasta que sacrificar no haya vuelto a ser de nuevo genuino sacrificio, la desventura es inevitable, no hay despertar del sueño crepuscular y preso de una vez para siempre en el círculo de perdición queda el soberbio que se estima autorizado a descuidar su juramento, porque toma la simultaneidad seductora de lo interior y lo exterior, el fluido vaivén de las estaciones del mundo, el seductor aspecto de los límites de los mundos orlados de belleza, porque toma la seducción como permiso para aquel falso giro, que es tanto el del ebrio de recuerdo como el del ebrio de olvido, en ambos igualmente privado de realidad… ¡Ay del ebrio, que orgullosamente empedernido persiste en el perjurio e, inundado o no de recuerdo, olvida así su humanidad! Ha perdido el centro llameante de su ser, y ya no sabe si se precipita hacia arriba o hacia abajo, adelante o atrás; la senda circular carece de dirección, pero su cabeza está vuelta hacia la nuca, rígida y ridículamente. No se puede despertar a los muertos, no se podía despertar a la muerta; el espacio del olvido había cerrado su ola gris sobre ella, y era como si las mujeres de la mísera calleja hubiesen sabido que allí llevaban, en su último desengaño y en su último olvido, a uno que no había visto su vida. ¿Se había justificado realmente su mofa? ¿es que ya sólo quedaba la caída ignominiosa en la nada y en las regiones de la vacía superficie, que se extienden infernales bajo el límite de la nada? Oh, ellas habían tenido razón, y con horrenda vergüenza había de aceptar las burlonas maldiciones, toda vez que la impudicia de la que inocentemente se había hecho culpable, era aún más abyecta que cualquier lascivia ocasional, por desvergonzada que fuera, de la masa plebeya, toda vez que se había hecho culpable de la impudicia de la caída voluntaria, y, aunque bajo la imposición del destino, se había alistado voluntariamente en la raza perjura y perdida que falta de todo vínculo pasa tambaleándose por el empedrado de la nada, sin fuego como el animal, fría como la planta, inerte como la piedra, perdida en la maleza y maleza ella misma, hundida en lo indistinguible de una definitiva petrificación. Había sucumbido a la amenaza que envolvía a los réprobos, reprobado él con ellos, estaba oculto con los ocultos, y la amenaza, procedente con la fuerza del destino de lo más amenazador, incontenible por ningún retumbar de carcajadas, callada y más callada, muestrario inmóvil de rotos sonidos y rotas luces en la cristalina oscuridad de pétrea inexorabilidad, disuelta en la noche y petrificada en la noche, la amenaza subía y subía. Todo estaba amenazado, todo se había vuelto inseguro, hasta la amenaza misma, porque el peligro se había transformado, trasladado de la zona del acontecer a la zona del persistir. La noche persistía inalterable, fríamente abrasadora de negra transparencia de su ala de oro tendida en derredor sobre las casas de los hombres, que cargaban sus sillares sobre la rigidez de la tierra pintada por seca luz lunar, y embebida en la luz de los astros: rigidez transformada hasta en las más hondas profundidades de fuego en piedra transparente, en transparente sombra de piedra entre las abiertas capas de cristal de la tierra, en eco cristalino de lo inaudible, extendiendo su tejer hacia abajo hasta lo inescrutable, hacia sí hasta lo audible, como un último luchar del aliento des-alentado de la petrificación, un pétreo jadear ondeando alrededor del aliento del ser; petrificado en sombra, petrificando sombras, se agitaba arriba y abajo; aun los pasos del centinela tras la muralla formaban parte de él, contando el tiempo tenazmente; estaban incorporados a la piedra, sonoros, solemnes pasos de sombra de la nada, que brotaban del empedrado sonoro y a él volvían, mientras bajo la luz que se tornaba cada vez más dura, se empezaba a hacer visible ahora la cresta de los machos de hierro al borde superior del muro, se abría igualmente iluminado y claro de sombras el hueco entre muralla y casa, atravesado en verde plateado hasta su fondo por el brillo de las esferas, petrificado de luz, seco de luz, sonoro de luz, de tanta mudez hasta abajo en el suelo de guijarros y arena, hasta la proximidad agudamente inmóvil del fondo del pozo, que en la árida sombra de alguna maleza mostraba toda suerte de trastos, apenas nombrables a medias ocultos por las ramas plateadas de verde del matorral, desechos de tablas y trebejos que también lanzaban sombra, pero a la vez tan terriblemente solemnes, que era como solitario, extrañamente indigno eco de la pétrea mudez de todo, reflejando el peligro, reflejando la venganza, reflejando la amenaza, porque la nada se reflejaba en la nada, reflejado lo transparente en el polvo, uno y otro rozados por el ala inmóvil, ambos paralizados por la tristeza, sin embargo en ambos, acosados y destrozados, el inaudible jadear de la muerte…
–mas mujeres ciconas, que por amor del muerto él desprecia, hicieron pedazos al hombre en la fiesta de los dioses entre el tumulto de la bacanal y lejos, por los campos quedaron dispersos los miembros; también la cabeza había sido arrancada del cuello de mármol, pero aún tenía voz y, ya arrastrado en el remolino arrollador del padre Ebro -Eurídice-, llamó con el último aliento – pobre Eurídice- y -Eurídice- respondieron las orillas del río…
–y él carecía de eco, muerto resonar sin eco en los montes desérticos del Tártaro, disparados hacia lo inexorablemente definitivo, mudo resonar en el interior y en el exterior agotándose inmóviles, mudo resonar de un jadear que lucha mudo por la respiración en las gargantas resecas y en los pozos cristalinos de la petrificación; era un cráneo sin mirada, rodado entre los guijarros en la orilla de sombra del olvido, rodado bajo los arbustos secos e impenetrables a la orilla de la corriente crepuscular, rodado hacia la nada, ante cuya irreparabilidad se extingue hasta el olvido; no era más que un ojo ciegamente abierto, estaba sin tronco, sin voz, sin pulmones, privado de aliento, más aún, así había sido lanzado a la ceguera sin aire del ínfero: su misión había sido la de disolver sombras, y sombras había creado; le había sido impuesta la gran alianza de la tierra y él había sido perjuro por anticipado; oh, le había sido dada la tarea de apartar una vez más las piedras de la tumba, para que lo humano resucite al nuevo nacimiento, para que no se interrumpa la creación viviente como ley, para que no se interrumpa esta constante simultaneidad en todo el curso de las edades, para que el dios pueda ser despertado siempre de nuevo a la simultaneidad por el ahora de la llama del sacrificio y ser obligado de nuevo al juramento de su propia creación, conmovido por el testamento, contenido el letargo por el testamento, por él avivada la llama; oh, ésta había sido su misión y él no la había cumplido, no había podido cumplirla; aún antes de que le hubiese sido concedido mover las losas en cumplimiento del desconocido juramento y aun sólo tocarlas, aún antes de que hubiera podido levantar los brazos, se le habían puesto pesados y flojos y transparentes, se habían concrecido en la dura petrificación, se habían concrecido en el pétreo fluir inmóvil e indistinguible, árido y transparente, y este fluir inmóvil, petrificado y petrificante, penetrando hacia el centro desde todas las esferas y retrocediendo de nuevo hasta los límites de las esferas, sorbiendo en el cristal de sombras lo viviente como lo no viviente, se volvió una sola piedra, se volvió la piedra del sacrificio del todo, sin corona, sin calor, in-conmovido, inamovible, se volvió la piedra tumbal de los mundos desnuda de sacrificios, que cubre lo inconcebible y lo es también. ¡Oh destino del poeta! El recuerdo del amor había obligado con su fuerza a Orfeo a entrar en la profundidad del Hades, sin duda para vedarle al mismo tiempo el último descenso, de modo que él, perdido en la infernalidad de la memoria, estaba obligado a volverse antes de tiempo, impúdico aun en la pudicicia y destrozado en la desventura. El en cambio, sin amor desde el principio, incapaz de enviar por delante la memoria y sin la guía de recuerdo alguno, no había alcanzado ni siquiera las primeras profundidades de Vulcano dominador de los metales, cuánto menos, pues, las regiones de los padres que fundaron la ley, cuánto menos, pues, las profundidades más hondas de la nada que procrea el mundo y el recuerdo y la salvación; se había quedado en el pétreo vacío de la superficie. Una vez que se ha fracasado, no queda detrás nada que poder realizar aún, y, absorbidas por el gran silencio de la anonimidad vacía ya de conocimiento y de ley, habían callado ahora también las grandes mareas vitales del fuego y la ceniza; callaron las mareas del comienzo y del fin, las candentes mareas de la conmoción y las mareas de la tranquilización en suave flujo: calló su recíproca producción, que convierte a una en la otra; perdió definitivamente la totalidad del mundo su aliento, su condición de cosa, su acontecer, su decurso, y rodeada del silencio del todo quedó desnuda como una silenciosa mirada, como una mirada global de la desnudez visible-invisible, desnudada hasta una ya-no-presencia que mira sin mirada, inexorablemente definitiva: rígido ojo pétreo arriba, rígido ojo pétreo abajo, oh, ahora estaba allí lo esperado desde tanto tiempo, lo siempre temido, al fin estaba allí, ahora lo veía, ahora debía hundir la mirada en lo inefablemente impresentible, en la impresentible inefabilidad, por lo cual había huido toda una vida, por la cual lo había hecho todo para acelerar el fin de esta vida, y no era el ojo de la noche, pues la noche se había disuelto en petrificación y no era miedo ni horror, pues era mayor que todo miedo y todo horror, era el ojo del pétreo vacío, el ojo arrancado del destino, que ya no toma parte en ningún acontecer, ni en el curso de las edades ni en su eliminación en él, ni en espacio ni en la falta de espacio, ni en la muerte ni en la vida, ni en la creación ni en la no-creación, un ojo incapaz de participación, en cuya mirada no hay ninguna clase de comienzo ni de fin ni de simultaneidad, separado de todo lo existente y de lo que habrá de existir, unido con éste ya sólo por la amenaza y la amenazante espera, por la temporalidad del plazo de espera aún restante, reflejado en la persistencia del amenazado y en su mirada temerosa ante la amenaza, encadenados uno a otro lo amenazante y lo amenazado en el último residuo de tiempo. Y ya no había fuga posible; sólo su ahogado jadear, no había ya un adelante para ella -¿a dónde habría podido llevar?-, y el jadear semejaba al del corredor, que detrás de la meta se da cuenta de que no ha llegado y que nunca llegará, porque no puede conjurarse la meta en el no-espacio del perjurio, a través del cual ha corrido acosado cada vez más lejos, y sin conjurar permanece, sin meta la creación, sin meta el dios, sin meta el hombre, sin eco la creación, sin eco dios y el hombre, en el nuevo abandono sin ley que da a luz al no-espacio. Lo que estaba alrededor de él ya no simbolizaba nada, era no-símbolo, era lo no reflejable, incapaz de reflejar en sí nada, y además era la tristeza del empobrecimiento del símbolo, esa tristeza del no-espacio hundida sin espacio en todo lo creado por el espacio y hasta en el sueño del durmiente humus primigenio, desnuda de símbolo y sin embargo ocultando en sí el germen de todo símbolo, despojada de espacio y sin embargo condicionada por él como un último residuo de la belleza aportada por las edades; tristeza del sueño, que habita en el fondo de cualquier ojo, en el ojo del animal como en el ojo del hombre, como en el ojo del dios; sí, hasta en el ojo universal del vacío destella todavía como un último aliento de la creación, triste y llorada en la tortura de una preexistencia recordada muy lejos, como si el no-espacio comenzara en la tristeza y al mismo tiempo también la tristeza comenzara siempre de nuevo en el no-espacio, cual si en esta unidad se hallara inexorablemente encerrada la fatalidad primigenia de toda la creación, la perdición que amenaza fatalmente desde el primer comienzo todo lo humano y lo divino, miedo del destino común a ambos, castigo del destino común a ambos, miedo del perjuro, condenado de antemano a la caída, y expiación impuesta de antemano por la acción no realizada, por la maldad no cometida con que el destino domina incluso a los dioses, pena de la pérdida del conocimiento y del abandono en la cárcel del vegetar ciegamente necesario, impuesta por un incognoscible destino, el desamparo del no-conocimiento en la incognoscible fatalidad: cada vez se acercaba más, acosado por la tristeza mudamente jadeante, sin aliento, de la perdición y sin embargo inmóvilmente lento, perdido en llanto y perdición, perdido en una ausencia de contenido que absorbía en sí hasta la tristeza y la perdición; de todos los pozos del interior y el exterior subía plomizo como piedra en cumplimiento de la amenaza, subía como tempestad, remontando el vacío que miraba, y cada vez más amenazante se volvía lo aún-no-sucedido, más pétreo el ámbito de la mirada, acercándose como una pared de silencio, acercándose en una mudez ensordecedora, que era tanto la propia como la de todas las esferas, cada vez más oprimente, cada vez más paralizante: panorámica del horror que agrandaba la mirada, acercándose al centro muerto, y el yo, rodeado por el centro, envuelto en él, aplastado entre las paredes de la mirada, aplastado entre lo indistinguible del interior y el exterior, asfixiado por esa doble tristeza, por esta tristeza universal sin límites del ser aún subsistente, que anula toda multiplicidad y toda duplicación elevándolas hasta el exceso de la propia falta de límites, anulado con ellas el yo, absorbido y aplastado por la falta de límites y el luto de su vacío, cuyo horror presentido trae el doble terror, el doble espanto, a la vez que lo disuelve en sí, disuelto con ellas el yo, disuelto y cristalizado en la panorámica de la amenaza circundante, el yo amenazado por la mirada, desde hace mucho ya sólo rígida mirada, yo sometido a la amenaza; había sido comprimido hasta el último residuo de su esencia, había sido anonadado hasta el no-espacio de su no-creación, de su no-pensamiento, había sido rechazado al punto mínimo de un vegetar ya incognoscible, incapaz ya de conocer, entregado inmóvil al abrazo del vacío; oh, había sido rechazado y arrojado a la contrición de su ser, arrojado a la contrición y más contrición, había sido humillado a la necesidad, sin remedio, a la necesidad de su contrición, humillado a la contrición del mero y vacío no-existir-más: el yo se había perdido a sí mismo, se hallaba privado de su humanidad, de la que nada había quedado, nada fuera de la más desnuda culpa de desnudez del alma, de modo que también ella, perdido el yo e indestructible sin embargo como alma humana, no era ya más que desnudez contritamente vacía, sojuzgada y absorbida por el vacío sin reflejo del ojo silencioso de amenaza, sin reflejo la contrición, sin reflejo el yo, sin reflejo el alma, sin reflejo abandonados a la fuerza de la mirada que se apagaba y ellos mismos apagados…; silencio, vacío, no-espacio, mudo, pero tras las paredes de negro cristal de la mudez universal, en la última lejanía sin distancia de una infinidad sin límites, desapareciendo y perceptible, semejante a la más abandonada imagen sonora del ser y ya más allá de todo ser, sutil y claro femenino y espantoso en indecible pequeñez, resonaba un solo punto, resonaba el tono del punto más distante de las esferas, resonaba una minúscula risilla, y era la vacía risilla del vacío, la risilla de la hueca nada. ¡Oh!, ¡¿de dónde podía venir aún la salvación?! ¡¿dónde estaban los dioses?! ¿esto que ocurría era el último esplendor de su poder, su venganza y su represalia por su nuevo abandono, la venganza sobre el hombre abandonado que abandonaba? ¡¿eran las diosas las que, satisfechas de la contrición humana, soltaban su risilla?! ¡ ¿se alegraban por la humanidad perdida, se alegraban por lo inexorable del perjurio de los mundos?! Sordo a toda respuesta, atisbaba en lo indistinguible, y la respuesta no llegaba, pues el perjuro no puede plantear preguntas, lo mismo que la bestia no puede preguntar, y muerta estaba la piedra, muerta y sin resonancia para la pregunta no formulada, muerto estaba el pétreo laberinto del todo, muerto el pozo en cuyo fondo más profundo, despojado de pregunta y despojado de respuesta, mora el desnudo yo contrito hasta la nada. ¡Oh, atrás! ¡atrás a la oscuridad, al sueño, a dormir, a la muerte! ¡Oh, atrás, atrás sólo una vez, oh, huir, huir una vez más de vuelta a lo que existe! ¡Oh fuga! Pero ¿huir de nuevo? ¿es que, simplemente, aún había escapatoria? ¿Es que era huir lo que quería? No lo sabía; tal vez lo había sabido y ya no lo sabía, estaba más allá de toda capacidad de saber, estaba en el vacío del saber, en el vacío del universo y por tanto más allá de cualquier acoso; ay, el contrito está ya más allá de toda fuga; pero ahora, más allá de la fuga, abatido por el perjurio, como si el perjuro mismo debiera ser quebrantado, como si nunca, nunca jamás pudiera erguirse, se sintió arrojado de rodillas; e inclinado profundamente bajo el enorme peso del vacío de los mundos ciegamente inmóvil, invisiblemente transparente, entorpecido para la fuga, paralizado para la fuga, doblados los cargados hombros y buscando la pared de la habitación con áridas manos sin vida, ciegos los dedos, tocando a manos ciegas la sombra de ciegas manos sobre la superficie clara de luna, seca de luna, avanzaba a tientas a lo largo de la pared, acompañado por su sombra, que se deslizaba profundamente inclinada a su lado, retrocedía a tientas en la oscuridad temblando convulsivamente; sin saber lo que hacía o no hacía, fue a tientas hacia la fuente en la pared, atraído como un animal por el agua, anhelando como un animal lo aún terreno, lo aún viviente, lo aún móvil; y así, colgando la cabeza, se arrastró como un animal a través de la pétrea aridez hacia la más primitivamente animal de todas las metas, hacia el agua, para lamer en la humedad que manaba plateada, profundamente inclinado como un animal con la más primitivamente animal de todas las necesidades.
¡Ay del hombre que no se muestra a la altura de la gracia que le acaece, ay del contrito que no soporta su contrición, ay del residuo de ser creado que no quiere despojarse del ente, ay, ni puede hacerlo, porque la memoria apagada persiste también vacía! ¡ay del hombre, que, inexorablemente vinculado a pesar de su contrición, sigue condenado a lo criatural! Alrededor de él se abre de nuevo la risa, y es el reír del horror, ya ni risa de mujer ni de hombre, ni la de los dioses ni la de las diosas; es la risita vacía de la nada, es el residuo del ser que para el mortal nunca desaparece en la nada, ríe burlonamente y estalla en risa, revelándose así como lo que es en la nada, como la nada en lo que es, como la unión de ser aparente y muerte aparente, como el saber cercano a la risa acerca de ese ser aparentemente muerto, como el terrible y aterrador residuo del saber en el vacío, grávido de locura, seduciendo a la locura con su muda risa, que se infla y se infla, hasta invertir el vacío en desnudo horror. Pues cuanto más se apodera la contrición de lo humano en sus cualidades esenciales, tanto más inmediatamente ataca también lo criaturalmente animal en el hombre, tanto más inmediatamente le dispara la angustia animal, la angustia perseguida hasta el horror del hombre que ha sido lanzado a su soledad criatural, cual res separada y extraviada no puede hallar de nuevo ya al rebaño; es la angustia del horror ante un vacío de muerte que excede lo creado, implantada en todo nacido del rebaño desde el primer principio, es -en la última culminación de la angustia, en el último abandono a la angustia, ya casi más allá de la muerte- el mudo horror del animal, que, pequeño y solitario en lo invisiblemente avasallador, se arrastra inconsciente y tembloroso bajo el boscaje oscuro, para que ningún ojo pueda verlo morir. ¡Ay del contrito cuya alma es incapaz de asumir la pequeñez de la soledad que le ha sido impuesta; la pequeñez se le convierte en inconsciencia y la gracia de la humildad se transforma para él en vacía humillación! ¿Había llegado ya esa hora? Contrito era su pensamiento hasta donde aún era posible, animal era su proceder hasta donde aún ocurría algo, y, en lo inaudible, sonaban ciegas las carcajadas; de repente y sin la menor reflexión se había encontrado en el lecho y, míseramente agazapado, estrangulada la garganta, seco frío en todos los miembros, entregado sin consciencia a la invisible, negra prepotencia extendida doblemente sobre la contrición y la animalidad, entregado sin consciencia a un ámbito más allá del miedo, más allá del terror, más allá del espanto, más allá de la muerte, pero abandonado a un nuevo surgir de miedo, de espanto, horror, muerte, sintiendo el horror en lo insensible, reconociéndolo en lo irreconocible, había caído abandonado y sin embargo sostenido, todavía sostenido, mantenido en el espacio vacío del horror, oh, se hallaba sostenido en el horror y al mismo tiempo de horror colmado: el recuerdo del comienzo y el recuerdo del fin se tocaban mutuamente, ambos soledad extraviada sin salida en la espesura de la vida, en la espesura de las voces, en la espesura de las imágenes, en la espesura del recuerdo, nunca extinguido el comienzo, por muchos muchos años que le dieran sombra, nunca apagado el recuerdo del animal extraviado del rebaño, el recuerdo del horror primigenio, el único que había quedado, y todos los demás eran como transformaciones de ese horrendamente único, posado en cada una de las ramas del matorral del recuerdo con su risita burlona, riéndose burlón del inmóvil encierro del irremisiblemente extraviado en la espesura, encerrándose él mismo, él mismo espesura, él mismo impenetrabilidad; inmóvil estaba el viaje del recuerdo, el viaje del incesante principio y del incesante fin, el viaje a través del no-espacio de la memoria, el viaje a través del no-espacio del detenido extravío, a través del no-espacio de la irrecordable vida aparente; inmóvil avanzaba el vertiginoso viaje a través de todas las metamorfosis del no-espacio, inexorablemente acompañado por ellas y por ellas envuelto, sin espacio en su aparente quietud, sin espacio en su aparente movimiento, pero siempre en la inespacialidad del horror, cárcel inexorable, siempre presente, nunca abandonada de la plúmbea muerte aparente, donde rodeada de horror se desarrolla la aparente vida del hombre…; se hallaba sostenido en el antiespacio de la seudo-muerte. Y aunque yacía inmóvil y no se movía en ninguna dirección el ancho de un dedo, y tampoco la habitación cambiaba en derredor lo más mínimo, le parecía como si fuera impulsado hacia adelante, sí, era impulsado hacia adelante, arrastrado hacia adelante a lo invisible y por lo invisible, por su presciencia, por su pre-recuerdo; la multiplicidad del recuerdo pasaba ante él como una exhalación, cual si pudiera atraerle hacia delante, cual si así pudiera y debiera ser apresurado el viaje; le impulsaba el horror en que yacía envuelto, le impulsaba hacia la meta del horror, que aguarda en el comienzo, y la habitación flotaba con él, inmutada y a la vez deformada para el viaje, rígida en el tiempo y a la vez continuamente transformándose. Rígidamente se soltaban los amorcillos del friso y permanecían sin embargo en él; de la pintura y del revoque se soltaban las hojas de acanto, tomando rostros humanos y crecido el pecíolo hasta formar una espasmódica garra de águila; ondeaban al lado del lecho, cerrando y abriendo las zarpas, como si quisieran ensayar su fuerza de presa, les crecían barbas en el rostro de hoja y volvían a desaparecer en él, iban ondeando en la inmovilidad, a menudo cruzándose, a menudo girando como en un remolino de inmovilidad; cada vez eran más y más, muchos más numerosos que los que había en el mural, por más que éste se reprodujera; salían aleteando de la pintura, de la pared desnuda, del ninguna parte, vomitados por el frío hervor de los volcanes de la nada, que reventaban por todas partes, en lo visible y en lo invisible, en el interior y el exterior; eran lava volcánica, escoria humeante de antes del comienzo, de la ruina, cada vez más y más múltiple, cuanto más numerosas se volvían, formas nacidas y nacientes del vacío, que además durante sus fantasmagorías se transformaban unas en otras, para volverse a distinguir, material informe e inconfigurable, con soplo de hojas, con soplo de mariposas, muchas con forma de flecha, muchas con cola bifurcada, muchas con largas colas como látigos, muchas tan transparentes, que revoloteaban casi invisibles y mudas, semejantes a callados gritos de espanto, otras en cambio simplemente anodinas y parecidas a una tonta sonrisa transparente que revoloteara multiplicada como polvillo solar, despreocupadamente vacía como una nube de mosquitos, bailara alrededor del candelabro en el centro del espacio, beborroteara en las velas apagadas, si bien en seguida desplazada de nuevo por la nueva ola tumultuosa, lanzada, danzarina, y otra vez desplazada, hueco tumulto informe, en el cual al lado de rostro y antirrostro, al lado de Escilas biformes y raras focas y erizadas Hidras, junto a la sangrienta irrupción de sangrientas cabezas desgreñadamente erizadas de serpientes, se bamboleaba toda clase de monstruos, irrumpía toda clase de cosas con cuerpos y patas, toda clase de cojos, centauros atrofiados e incompletos y restos de centauros, alados y sin alas; el espacio preñado de Orco rebosaba de bestias caricaturescas, aparecían formas de sapos y lagartos y patas de perro, gusanos con un número indefinible de patas, sin patas, de una, dos, tres, cien patas, a menudo pataleando sin fondo, o bien navegando con estiradas, tiesas patas como de madera, o bien estrechamente apretados entre sí, como si quisieran aparearse volando pese a su falta de sexo, otras veces penetrándose entre sí rápidos como flechas, cual si fueran éter sin resistencia, cual si fueran criaturas etéreas, nacidas del éter y por él sustentadas; y realmente eso eran, toda vez que su volante hervidero, revolcándose, arrastrándose, volviéndose unas sobre otras, aunque se cubrían y recubrían recíprocamente, podía ser pescado y abarcado sin esfuerzo por la mirada hasta en los últimos límites del espacio rebosante de ellas y hasta en los últimos detalles; oh, estas criaturas eran el engendro del éter, cubierto de escamas de éter, cubierto de plumas de éter, nacido del volcán de los Eones, lanzado en alto a impulsos como de caída, como de ola, evaporándose continuamente, constantemente volatilizado, de modo que el espacio se vaciaba una y otra vez, vacío de esferas y vacío como el universo, sólo atravesado aún por el trote de un caballo solitario, que con erizada crin pisaba el alto aire, sólo atravesado aún por un torso humano solitario, cuyo rostro planamente transparente, vuelto hacia el lecho, se torcía en el espejo de una risa hueca, irónica, para ser nuevamente cubierta por la oleada de las alimañas del horror que volvía a inflarse…; y ninguna de estas criaturas respiraba, ya que antes de nacer no hay respiración alguna; el aposento se había convertido en la cámara de las Furias y ofrecía lugar a todo ese acontecer horroroso, si bien éste crecía incesantemente: no era necesario levantar el techo de la habitación, aunque el candelabro se hubiera desplegado en un árbol gigantesco, enormemente extendidos los candeleros como el gran ramaje inmemorial de olmos de sorda sombra, y en la fronda, hoja a hoja, se sentaban hipócritas los sueños, apretados como gotas de rocío; no era preciso ensanchar las paredes, aunque entre ellas yacían todas las ciudades del mundo, todas ardiendo, las ciudades del más lejano pasado y las del más lejano futuro, rumorosas de hombres, torturadas de hombres, ciudades de nombre lejano, que él sin embargo reconocía, ciudades de Egipto y de Asiria y de Palestina y de la India, ciudades de los dioses destronados, ya impotentes, derribadas las columnas de sus templos, saltados sus muros, deshechas sus torres, reventado el empedrado de sus calles, y era suficiente la pequeñez de la habitación para todas las grandezas del mundo, aunque ciudad y campo y cielo y bosque no se habían hecho en nada más pequeños, y más bien todo, grande y pequeño al mismo tiempo, se mostrara en una casi aplastante gravidez e igualdad de sentido, consintiendo con igual sentido que bajo de las ramas del olmo, cual si la sombra de las frondas fuera una nube que trae la tormenta, se elevara tremenda con inabarcable grandeza la más grande y maldita de las ciudades, la Roma humillada en medio de la destrucción eternamente repetida, por cuyas calles se deslizaban los lobos venteando la presa, para tomar de nuevo posesión de su ciudad; la habitación encerraba el orbe terrestre y el orbe terrestre encerraba la habitación, se encerraban mutuamente las ciudades, y ninguna estaba fuera y ninguna dentro, cerniéndose ellas todas, entretanto, allá arriba por encima de los volcanes, por encima de la petrificación, por encima de la fronda, separadas de todo; en la bóveda impresionantemente gris del cielo, sonando de ira la inmóvil ala broncínea, destelleantes y fugaces cual figuras de acero, silenciosos, trazaban los pájaros del odio sus pesados y grandes círculos sobre los campos del horror, cobardemente enconados y prontos a precipitarse con sus garras abiertas en jubilosa furia, para clavar las uñas en los sangrientos campos del campesino y en los corazones sangrantes, picoteando las entrañas, devorándolas, para ordenarse en la procesión de las mariposas y los lobos al lado del lecho, huyendo con ellos a las orillas de la indefensión y el desconsuelo, a las orillas de los cráteres de fuego y de las plantas de los dragones, nunca conocida, nunca nombrada, siempre sabida, la orilla de serpientes de la animalidad. ¿Qué volcanes de la precreación debían abrirse allí todavía? ¿qué nuevo monstruo vomitarían aún? ¿no estaba sin más ya todo abierto a la última desnudez? ¿no habitaba ya sin más en la animalidad circundante la más alta medida de todo el horror imaginable? ¿O indicaba la transparencia de la angustia hacia un nuevo angustioso saber, hacia una nueva y más profunda angustia, hacia algo nuevo insondable en planos primigenios aún más profundos? Todo estaba abierto, nada podía ya ser retenido, no se podía, sólo quedaba el aparente movimiento del vuelo, movido por el claror, persistente seguía la gris luz crepuscular en fría desorientación, sin lejos ni cerca, sin arriba ni abajo; pero él acompañando en su vuelo al cortejo de los monstruos, volando con él a través de la fría luz, atravesando en su vuelo el espacio sin referencias, se hallaba rodeado y sostenido, sostenido con indómitos, proliferantes dedos por una mano vegetal sin cuerpo, aleteante, y reconoció la seudomuerte, la rigidez gris, cuyo antiespacio atravesaba: frígido horror abstracto eran las imágenes que fluían en derredor, cola sin animalidad, fauces abiertas que no muerden, tensa garra que no hace presa, plumaje erizado sin atacar, chorro de veneno fallido golpeando y envolviendo con la cola, lo transparente se lanza sobre lo transparente, solamente en muda amenaza y sin embargo más espantoso que cualquier aullido y cualquier presa; el mismo horror se había tornado transparente, se había abierto el fondo esencial de la desnudez del horror y en su fondo más hondo, en su profundidad de pozo más profunda yacía cerrada en círculo la serpiente del tiempo, encerrando en hielo el manar de la nada. Sí, era el inmóvil horror de la seudomuerte, y el rostro animal, apenas ya rostro, sólo transparencia de lo vegetal, brotado del tallo, entrelazado al tallo, enzarzado por las ramas, sumiso a los sinuosidades, disparado hacia arriba desde inmensa y arcana profundidad de raíces, disparado desde la unidad de un inmenso tejido de raíces, cuya infra-animalidad se le incorpora, el rostro animal se desnudaba hasta el horror de la carencia de propiedades, cebado por la nada del centro. Ninguna angustia ante la muerte podía medirse con ésta, la más llena de horror, pues era el horror de la seudo-muerte, rodeado por la sub-animalidad, por la tras-animalidad; ninguna angustia ante una herida o el dolor o la asfixia alcanzaba este horror asfixiante, cuya misma intangibilidad no dejaba retener ya nada, porque en la creación aún increada, en su no-aliento, en su necesidad de aliento nada puede retenerse; era la necesidad de aliento de la creación inacabada, in-creada, su mera transparencia, en la que animal, planta, hombre son todos y cada uno transparentes, semejantes unos a otros hasta la igualdad, y por su horror sin aliento, por su persistente e indisoluble vinculación a la nada, sin vida y sin embargo transidos de impulso hacia un ser separado, se ahogan mutuamente por esta suma igualdad y esta suma hostilidad, todos y cada uno colmados de la animal angustia ante el horror, que reconoce en sí, en su propio no-ser la animalidad sin propiedades ¡oh la angustia del universo ante la asfixia! Oh, ¿no había existido siempre? ¿había estado él alguna vez verdaderamente libre de ella? ¿No había sido siempre un mero vano defenderse contra el asalto del horror? Oh, noche a noche había ocurrido, en años y más años, lejos de la juventud y cerca del ayer, noche tras noche en vana ilusión había creído atisbar la muerte, y sin embargo había sido sólo rechazo del horror de la seudo-muerte, rechazo de sus imágenes, que habían vuelto noche tras noche, y de las que no había querido saber nada, que había rehusado ver y que a pesar de eso habían quedado…
… ¡oh, quién puede dormir mientras arde Troya! ¡una y otra vez! y se cubren de espuma las ondas del mar, revueltas por los golpes de los remos, cortadas por los surcos de las naves, por el empellón de los tres picos de sus espolones…
–no había conseguido ahuyentar las imágenes; noche tras noche el horror le había llevado a través del silencio del cráter colmado de espectros, a través de la desmemoria de la preexistencia, a través de la lejanía eónica del ser otra vez abandonado, invertida en la inmediata cercanía una vez más, a través de los paralizados baldíos de todos los abandonos, abandonado por todo lo humano y tangible, la creación otra vez abandonada. Noche tras noche había sido traído a la inconmovible, fríamente imperiosa irrealidad, a lo irrealmente real que precede a todos los dioses, perdura más que todos los dioses y sella la impotencia de los dioses, había visto la Moira, la que espera malévola en tres cuerpos, en cuyas imágenes se declinan todas las figuras de la seudo-muerte, y había querido cerrar los ojos ante su poder sin violencia, sin movimiento y paralizante, buscando ciegamente en el extravío, sordo a la burlona risita chispeante de la nada, que aun así persigue sin remedio al desvalido desengañado, sordo a la plana risa del destino, anterior a la creación, que le indica lo inasequible de lo innombrable, indistinguible, informe y exige contrición; oh, así había sido, lo constantemente grávido de amenaza, lo constantemente rechazado; los años habían sido como el correr de una sola noche, atravesada por un río de imágenes, tergiversada en imágenes, llevada como una imagen en la tregua del horror, y lo que se había anunciado noche tras noche, lo inexorable, inevitable, ya no era posible rechazarlo, era el espasmo del horror en la degradación de la muerte, en la que va a yacer rodeado por el féretro, rodeado por las tumbas, tendido para el inmóvil viaje, él, solitario y sin ayuda, sin intercesión, sin socorro, sin gracia, sin luz, sin eternidad, rodeado por las pétreas, inquebrantables planchas de la tumba, que ya no se abrirán a ninguna resurrección.
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